Después de las batallas de Alepo, Mosul, Raqa, la próxima de Idlib se columbra en el confuso horizonte del norte de Siria. En Damasco ya se ha escrito sobre la nueva “madre de las batallas”. El rais El Asad insiste en que Idlib “es nuestro objetivo pero también lo son todas las demás poblaciones ocupadas”. El anuncio del ataque contra esta ciudad fronteriza que antes de la guerra era una oscura capital de provincia de 6.000 kilómetros cuadrados y con una población de un millón y medio de habitantes que laboraba en sus campos de fértiles llanuras y olivares o iba a trabajar a la industrial y antaño cosmopolita Alepo, se ha convertido tras la toma de Deraa, “cuna de la revolución”, y de la zona siria del Golán en el punto de mira del ejercito sirio.
Una de las consecuencias de esta batalla, la última contra el heteróclito grupo de organizaciones rebeldes enzarzadas en luchas intestinas, además del miedo a una matanza en la población de Idlib, sería un nuevo éxodo trágico de refugiados sirios hacia Turquía y Europa. Un diplomático europeo acreditado en Damasco me comentaba el riesgo de que entre 250.000 y medio millón de personas pudiesen arrojarse, desesperadas, a las fronteras de Turquía, tras su conquista por el ejército.De los tres millones de habitantes de Idlib, la tercera parte son desplazados, evacuados forzosos, de poblaciones y regiones, como Alepo, la Guta, Deraa tras su conquista por el ejército.
La avalancha de refugiados podría aplazar la decisión de la batalla final. Al principio de la rebelión contra el gobierno de El Asad, fomentada por monarquías árabes petroleras suníes y gobiernos de Occidente, se especuló con convertir Idlib –ciudad sin relieve que apenas se mencionaba en las guías turísticas de Siria si no fuese por ser fronteriza con Turquía o incluir en su provincia las antiguas ruinas de Ebla– en capital de la oposición y sede de su gobierno provisional. Hubiese podido ser una suerte de Bengasi durante la guerra contra el coronel Gadafi de Libia. Entonces prevalecía la opinión de que El Asad tenía “los días contados”, como me dijera, en varias ocasiones, un embajador español en Damasco.
Es hora de decir sin pelos en la lengua que la tragedia de los refugiados, no solo sirios, árabes, africanos, ha sido fruto de la catastrófica política de aquellos gobernantes que se empeñaron en derribar los regímenes de Túnez, Egipto, Siria, Yemen, como antes en los años 1991 y 2003, de Irak, provocando con su desmantelamiento brutal uno de los movimientos de desesperación colectiva, el caos y conflictos armados internos más graves que se han producido en nuestra historia europea y mediterránea tras la Segunda Guerra Mundial.
El miedo, la xenofobia y el populismo político se han apoderado de nuestras poblaciones. “El otro es el infierno” escribió Jean Paul Sartre, el gran filosofo existencialista, uno de los pocos intelectuales respetado por la revo-lución de mayo de 1968 en París.
Los habitantes de Idlib, que desde hace meses sufren una guerra psicológica, temen la batalla. Aviones del ejército sirio han lanzado octavillas que rezan: “La guerra está a punto de concluir. ¿Hasta cuándo queréis vivir en el miedo y en la incertidumbre? Uníos al proceso de reconciliación como aceptaron muchos de vuestros compatriotas”. De hecho se trata de una capitulación que ponga fin a la lucha de los rebeldes, como antes ocurrió en Alepo y en otras localidades de Siria. Los habitantes de Idlib no tienen a dónde ir. Escaparse de noche de la ciudad es peligroso porque los huidos podrían ser abatidos por los combatientes yihadistas. Otros temen caer en manos de los muhabarat o servicios de inteligencia del régimen, acusados de haber colaborado con organizaciones rebeldes. Tampoco su suerte es fácil de saber porque mientras unos creen que Idlib quedará bajo la protección de Turquía, otros están percatados de que la tantas veces anunciada batalla se consumará sin interferencias de los militares turcos, apostados en sus puestos de vigilancia de los alrededores. En el trasfondo del futuro de Idlib hay un complicado tablero de intereses estratégicos internacionales de Turquía y Rusia. El gobierno de Ankara ha apoyado a algunos grupos de la oposición siria y se ha enfrentado con los militantes kurdos que sostiene la administración estadounidense. El presidente Putin es el gran aliado, con Irán, del gobierno de Damasco. Los kurdos que liberaron Raqa, llamada capital del califato, conquistada hace unos meses, estarían dispuestos a apoyar al ejército del rais El Asad si diera la batalla final contra los árabes yihadistas de Idlib.
LA VANGUARDIA