¿Dispone de territorio el Estado?

Francisco Sosa Wagner

¿Dispone de territorio el Estado?

El autor señala que el poder de las comunidades autónomas impide al Estado velar hoy por el interés general. Advierte de que si el Gobierno decidiera algún día instalar centrales nucleares, no encontraría dónde ubicarlas

En la teoría de los tratadistas clásicos, el territorio ha sido uno de los elementos del Estado, junto a la población y el poder. Así se explica en un libro canónico, el de Georg Jellinek, que aparece justo cuando se inicia el siglo XX y que ha sido un faro para todas las obras posteriores, hasta hoy mismo. El territorio ha servido para definir el ámbito espacial exacto en el cual el Estado ejerce su soberanía o poder de dominación, donde puede imponer el Derecho que emana de los órganos constitucionalmente habilitados para producirlo. El aspecto positivo de esta realidad es que todas las personas o cosas que se hallan en ese territorio están a él sometidas, sin perjuicio de las singularidades que procedan del Derecho Internacional. El negativo sería que, dentro del territorio estatal, ninguna otra autoridad puede ejercer su dominio o soberanía, a menos que tales autoridades estén expresamente admitidas por las leyes de ese mismo Estado: sería el caso de la actual Unión Europea que hoy comparte “soberanía” con los Estados miembros.

Históricamente sabemos que la emergencia del Estado se basó en la eliminación de las trabas feudales para poder dominar un territorio que se hallaba en manos de los señores -laicos o eclesiásticos- con unos poderes que se extendían a vidas y haciendas. La culminación de este proceso de asentamiento del Estado en un espacio determinado costará varios siglos, siendo el XIX el que puede apuntarse en su haber el triunfo formal definitivo. A lo largo del mismo se instaura la modernidad y queda arrumbado entre los objetos apolillados de la historia el mundo del Antiguo Régimen. Había muerto el señor y nacido el señorito.

Pues bien, si nosotros contemplamos la realidad española actual, podemos concluir que caminamos hacia una recuperación -inesperada, extemporánea- del sistema feudal como consecuencia de la evolución que vive nuestro Estado autonómico desde 2004. Un sistema feudal con perfiles nuevos, pero en el que se advierten ciertos rasgos del orden antiguo, caracterizado por el hecho de que, en él, el interés predominante del noble -señor territorial y hacendado- se dirigía al disfrute -sin tapujo alguno y en disputa con el rey- de su posición económica, social y política.

Cambiemos al noble por la barroca clase política autonómica actual y tendremos, cada vez de forma más visible, ese mismo proceso histórico, ya enterrado, resucitando cada día entre nosotros en medio de espasmos intermitentes de frivolidad: de un lado, afianzamiento de la influencia política de los señores territoriales hasta donde permiten las combinaciones parlamentarias y los acuerdos coyunturales; de otro, apartamiento particularista -e insolidario- de la estructura común del Estado. El resultado es la creación de un poder que cada vez se parece más a la “autocracia principesca” que tan bien describe Otto Hintze en sus estudios sobre el feudalismo. Ejemplos de este acontecer hay todos los días: de ayer es la imposibilidad de aplicar la Ley de Dependencia porque hay poderes en las Comunidades autónomas que le tienden zancadillas sin importarles que se trunquen así las esperanzas de miles de ciudadanos; de hoy es el Fondo para la Reestructuración Bancaria, mirado con recelo por algunos poderes, pues se les cercena éste o aquel gajo del fruto jugoso de su mando. Y de mañana será la energía nuclear, que puede servirnos como el mejor caso práctico de la elemental explicación teórica sobre el Estado que hasta ahora he esbozado.

Adelanto que yo no sé si es o no imprescindible la energía nuclear. Con esta confesión de ignorancia pretendo situarme a distancia de quienes, siendo igual de ignorantes que yo, tienen, sin embargo, el desparpajo de pontificar sobre el asunto e incluso de tomar decisiones sobre materias que desconocen y están sometidas a polémica entre sesudos especialistas.

Vacilaría pues y me enredaría si tuviera que contestar a la pregunta de si es conveniente que las centrales convivan con otras fuentes de energía o si deben ser despedidas entre adioses melancólicos y pañuelos verdes agitados por ecológicas manos.

Pero imaginemos por un momento que los especialistas en energía nuclear, logran convencer a los políticos españoles de la necesidad de construir un número determinado de centrales porque, sin ellas, la dependencia energética española se haría endémica, porque su actividad no produce gases de efecto invernadero, porque son seguras, porque sus residuos se pueden guardar y aun reciclar… Ya tenemos al gobernante en Madrid dispuesto a abrir los brazos a la alternativa nuclear, aprobando el plan o la ley para que España sea abastecida dentro de unos años por unas centrales relucientes y eficaces.

¡Ah, lector! Ese gobernante al que aludo, ¿dónde las pone? ¿En qué espacio concreto de la península, islas adyacentes o ciudades del norte de África las instala? Ahí viene el problema y aquí se verá la pertinencia de mi discurso acerca del territorio como elemento del Estado. Porque es lo cierto que construir una central exige seleccionar un lugar apropiado. Pero el tal lugar está gobernado por un municipio, y, un poco más lejos, por una provincia, y allá en el horizonte, por una comunidad autónoma. Y, si tiene mala suerte, por una comarca, por un par de mancomunidades… Una maraña de competencias, vendaval que no para nunca sus motores, se alzará para impedir que se otorgue la licencia, que no se apruebe el plan de impacto ambiental, que descarrile el expediente del contrato de obras… Se agitarán las poblaciones, se constituirán coordinadoras, mesas, escritos de firmas… pasarán los años y allí seguirá el proyecto varado, devorado por un tiempo perdido en la vastedad de sus angustias inmortales.

Quienes vivimos en el noroeste español conocemos un asunto parecido al que ya he aludido en alguna ocasión en EL MUNDO. Me refiero a la salida de la energía del norte, de Asturias, para llegar a los mercados de Galicia, Cantabria o Castilla. También aquí quiero dejar claro que ignoro si esa energía es necesaria y si debe o no salir del territorio asturiano. Digo simplemente que se están instalando plantas de generación de energía limpia en un programa iniciado en tiempos de González, bajo cuya autoridad se declaró (marzo de 1986) la utilidad pública de la línea, y que el plan energético para el período 2008-2016 aprobado por el Gobierno ha incluido como actuación prioritaria la línea de alta tensión entre Sama y Velilla del Río Carrión. Pues bien, el problema es el concreto territorio por el que ha de discurrir la línea de alta tensión. Red Eléctrica Española, aunque no es un modelo de fina diplomacia, ha ofertado distintos recorridos, y los presidentes autonómicos han llegado a acuerdos concretos. Todo en vano, pues cualquier movimiento es respondido por los ayuntamientos y por los partidos políticos. Los mayoritarios (el PSOE y el PP) dicen una cosa en León, otra en Asturias y la contraria de ambas en Valladolid y Madrid.

¿Cómo se sale de este laberinto? Es evidente que la definición del “interés general” es el hilo que cose y da coherencia a las estructuras políticas. Por eso, en los ordenamientos federales se cuenta con la cláusula de prevalencia, parecida a la contenida en el artículo 149.3 de la Constitución, para obligar a que las determinaciones del Estado sean acatadas y sus opciones políticas cumplidas cuando éste ha decidido sobre cuestiones en las que ostenta competencias por afectar al interés general.

Pero en España, de la cláusula de prevalencia se ríen abiertamente todos y, muy singularmente, las Comunidades autónomas a las que poco importa. Tratar de que el Tribunal Constitucional en un pleito eterno la aplique es lo mismo que majar en hierro frío. De manera que, por esta razón, sostengo que el debate nuclear que se está alimentando es un debate inútil porque, si algún día se decidiera por la autoridad competente construir centrales, no habría modo humano de localizarlas. Pues es un hecho anómalo pero cierto que en España el Estado ha dejado de disponer de su territorio. Ahora bien, un Estado en estas condiciones ¿es un Estado?

Francisco Sosa Wagner es catedrático de Derecho Administrativo en la Universidad de León y eurodiputado por UPyD. Su último libro es Juristas en la Segunda República (Marcial Pons, 2009).

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Felipe Sahagún

España, perdida y dividida

Tres siglos y cinco años después de haber perdido el control de su frontera sur, España sigue dividida y un tanto perdida sobre la forma de recuperarlo.

El apoyo de la ONU a la descolonización del Peñón hace mucho tiempo que se convirtió en una rutina anual sin ningún efecto concreto para España, mientras, en silencio, los británicos han ido adaptando la base militar a las nuevas guerras en el Mediterráneo, África y Oriente Medio, y los gibraltareños siguen arañando independencia con hechos consumados.

Como recordaba Gerald Grant en su informe para Policy Review de 2003, la devolución de Gibraltar a España sentaría “un precedente que abriría nuevas y viejas heridas contrarias a los intereses de América en una Europa estable”. Los EEUU, en consecuencia, nunca han apoyado la recuperación de Gibraltar por España.

Nunca olvidaré la inocencia de Fernando Morán en el primer viaje de Felipe González como presidente a Washington, cuando nos decía en el avión que iba a pedir ayuda a la Administración Reagan para recuperar Gibraltar.

En contra del Foreign Office, Tony Blair se dejó llevar por los cantos de sirena de Aznar y aceptó resolver de una vez por todas el litigio a cambio de un aliado estratégico firme en el sur de Europa.

Siendo secretario del Foreign Office, Geoffrey Howe reconoció que “el Reino Unido sólo devolvería Gibraltar a España cuando España fuera China”; es decir, nunca. Ésa era la línea dominante en Londres y, respecto a la soberanía, ésa ha vuelto a ser desde 2004.

Esa actitud dominó el llamado proceso de Bruselas que, aparte de la apertura de la Verja y la normalización progresiva de relaciones, apenas dio resultados tangibles al Gobierno español y a los ayuntamientos del Campo de Gibraltar, pero la apuesta decidida de Aznar por Blair y Bush tras el 11-S facilitó un borrador de acuerdo para compartir la soberanía.

Las condiciones británicas del acuerdo, el recelo de EEUU, el veto del Almirantazgo a tocar su control sobre la base militar, las posibles repercusiones del acuerdo en las relaciones entre Marruecos y España, siempre con Ceuta y Melilla como telón de fondo, el efecto dominó que podía tener en las autonomías españolas más díscolas y la supeditación del texto al apoyo de los gibraltareños en referéndum convirtieron el pacto, prácticamente atado en junio de 2002, en papel mojado.

Tras su victoria en 2004, el Gobierno Zapatero admitió por primera vez a Gibraltar en la negociación (el llamado Foro Tripartito de Diálogo) a cambio de que no se hablara de soberanía. De este modo empezaron a resolverse los problemas concretos -pensiones, visados, comunicaciones, medio ambiente, fiscalidad, seguridad, aeropuerto, etcétera- que llevaban estancados muchos años.

Lo que había sido, con Aznar, una negociación al más alto nivel se redujo a debates técnicos, complementados por reuniones ministeriales anuales. Lo que había sido siempre un foro bilateral hispano-británico se abrió a los gibraltareños, dándoles un estatus que nunca habían tenido.

En cuanto al compromiso, reiterado de nuevo ayer por el Ministerio español de Exteriores, de que España no ha cedido ni un centímetro en el ámbito de la soberanía, queda bien sobre el papel, pero sirve de poco cuando fragatas británicas impiden, como hicieron esta primavera, que España ejerza su soberanía en las aguas de Gibraltar.

El proceso ha beneficiado a las tres partes, pero mucho más a los británicos y a los gibraltareños que a los españoles. El Gobierno Zapatero ha encontrado en el británico un aliado en el G-20 y en otros foros internacionales, pero nunca ha sabido explicar esos efectos positivos.

Con su visita a Gibraltar para asistir a la tercera reunión ministerial del Foro, Miguel Ángel Moratinos, aunque haya dejado claro que no cambia un ápice la posición de España sobre soberanía, debilita la oposición tradicional española a visitas de dirigentes extranjeros a la colonia británica. Lo que debería haber sido siempre una política de estado se ha convertido de nuevo en una de las más partidistas, lo cual no beneficia en nada a los intereses exteriores españoles.

Si, a cambio de estas concesiones, España recibe compensaciones claras en el conflicto de fondo, el de la soberanía, los españoles podrían comprender la apuesta gibraltareña del Gobierno. En tanto no se vean esas contrapartidas y el proceso siga avanzando con la misma ambigüedad que nació, el Gobierno no conseguirá que la mayoría de los españoles lo respalden. Las encuestas de todos los periódicos, de izquierda o de derecha, a sus lectores de ayer y hoy lo dejan bien claro.

© Mundinteractivos, S.A.

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Manuel Ramírez
El problema de las autonomías y sus raíces
ABC

Bueno, la verdad es que uno no sabe a ciencia cierta si el punto al que se ha llegado en este tema es para bien o para mal. Depende de quién lo aborde y de los intereses que en el mismo tenga. Ya el maestro Marañón escribió en su día esta sabia advertencia: “Aunque la verdad de los hechos resplandezca, siempre se batirán los hombres en la trinchera sutil de las interpretaciones”. En efecto, así ha caminado la valoración histórica que, por lo demás y entre nosotros, ha añadido a esa trinchera el vicioso menester de la manipulación. Sagaces observaciones sobre esto último nos dejó no hace mucho un hombre que no quiso ser sabio y a quien siempre tendré por maestro: Francisco Murillo. Ocurre que ahora, sin duda por influencia de eso llamado “financiación autonómica”, se está poniendo de relieve lo defectuoso del tema autonómico. Observará el lector que repito la palabra “tema”. Sencillamente porque todas las demás denominaciones al uso me parecen incorrectas. No se puede hablar de “Estado de las autonomías” porque, acto seguido se aclara (¡también se olvida!) que “las autonomías” también son Estado. Si se es autónomo de algo es, precisamente, porque ese algo quiere diferenciarse de otro algo. Mis brazos nunca pueden ser autónomos de mi cuerpo: actúan de una forma u otra precisamente porque otra parte, instalada en mi cabeza, así lo determina. Cuando los autores de nuestra actual Constitución hablan de “nacionalidades” creo que dan al término un significado distinto al que antes tenía. Y lo peor es que, queda claro que nadie sabía en qué consistía ese otro significado. De aquí su posterior desuso y la nefasta conversión en “naciones”. El problema se termina de hacer grave cuando el Título VIII aparece como “de la Organización territorial del Estado”. ¿Es que hay otra organización aérea o marítima? Piénsese que la Constitución de la Segunda República no tiene el menor reparo en hablar de “Organización Nacional” y quedarse en autonomía de Municipios y Regiones. Vaya, vaya: aquellos “rojuelos” más nacionales que nuestros actuales demócratas.

Aunque parezca lo contrario, estas imprecisiones terminológicas, nacidas del mundo de cesiones y contracesiones que caracterizó y alargó en demasía nuestro último proceso constituyente, han tenido luego más importancia de lo previsto. Ahí pueden situarse las actuales afirmaciones que como crasos errores oímos. A cualquier español que crea vivir en un país del que se siente orgulloso, rechinan esas lindezas de Cataluña “como Nación” o “el Gobierno vasco y el Gobierno español”. Por supuesto, la palabra “región” ha quedado eliminada. Con todo, las raíces hay que encontrarlas en aspectos constitucionales y estatutarios más profundos. Permítaseme que los sintetice aquí, ya que de ellos llevo hablando hace años dada mi nunca ocultada postura de acérrimo defensor de un Estado fuerte y enemigo de cualquier fisura que quiebre su unidad:

a) En los años de la transición aparece la insostenible unión entre democracia y autonomía. Va de suyo que estábamos ante un problema heredado, algo que ocurrió también a la Segunda República. Absolutamente nada tienen en común. El mundo está lleno de países con regímenes políticos democráticos que no tienen concesiones autonómicas. Valgan los cercanos ejemplos de Portugal o Francia. ¿Es que no hay democracia en Francia, el país posiblemente más centralista y jacobino de la vigente Europa? O piénsese en algunos países de Hispanoamérica para justamente lo contrario. Nuestros constituyentes se dejaron llevar por esa falsa unión, cayendo en el defecto de una regulación para un momento. Y, además, rígida y extensa.

b) Se pudieron intentar algunas otras formas de organizar el Estado. Por supuesto, no el federal que entre nosotros siempre ha caminado hacia el cantonalismo. Me refiero a la de un Estado unitario descentralizado. Es decir, unidad combinada con fórmulas que dieran entrada tanto a la deseada democracia cuanto a la variedad que nuestro país tiene y que no hay que ocultar ni mucho menos. La doctrina italiana ha escrito no poco sobre esta fórmula. Aquí, por las presiones citadas, ni se pensó en ello.

c) Se cayó en el error de establecer diferencias entre dos tipos de Comunidades Autónomas. Las que en el pasado, es decir durante la República, hubiesen “plebiscitado afirmativamente” proyectos de Estatutos de autonomía y las que no lo hubieran hecho y comenzaran el proceso al amparo de la nueva Constitución. Retenga el lector que se habla solamente de haber realizado el plebiscito y no de haber tenido Estatuto con vigencia. Sencillamente, había que incluir a Galicia (que nunca llegó a tenerlo) y al País Vasco (su Estatuto, tras muchas peripecias, se aprueba ya una vez iniciada la guerra civil y con no pocas resistencia de buena parte del PSOE). El único Estatuto en vigor lo tuvo Cataluña desde 1932 y gracias, sobre todo, a la labor de Azaña. Esta distinción conllevaba supresión de esperas temporales y, sobre todo, ventajas en la adquisición de competencias. Ahorro al lector la cita de artículos. Lo que no es posible ahorrar es el ambiente de enfrentamiento que se produjo y, sobre todo, lo débil de las “causas de tales beneficios”. En 1978 la población no era la misma. Las circunstancias, tampoco. Y, sobre todo, el olvido de una evidencia: si los republicanos que siempre consideraron la autonomía como algo excepcional, de haber durado la República un par de años más, se habrían aprobado no pocos Estatutos que hasta tuvieron ya proyectos o asambleas preparatorias. Por todo ello, tras aprobarse nuestra Constitución el panorama era claramente reivindicativo. Con Andalucía se tuvo que hacer lo impensable. Y en todas partes apareció el sentimiento de discriminación. Se inventaron “hechos diferenciales” en cadena y se resucitaron lenguas y “peculiaridades” sacadas de la manga en muchos casos. Nuestros constituyentes olvidaron algo elemental: ningún español admite que el vecino tenga más. En lo que sea y por lo que sea. He aquí el fomento de algunas llamadas “fobias” que unos y otros se echan a la cara en cuanto pueden.

d) Por último, la mayor cesión en el toma y daca. Dejar permanentemente abierto el proceso de transferencias de materias propias del Estado pero que podían pasar a serlo de las Comunidades. La lectura del art. 150,2 pasará a la historia como ejemplo de la imprecisión. Y no cerrar la vía de la delegación (algo que para muchos ciudadanos sigue siendo hoy algo que se tuvo que hacer a tiempo) es lo que ha favorecido “el chalaneo” posterior. Tanto más cuanto el Estado ha ido cediendo continuamente en ese mercadeo por razones puramente electorales o, lo que es más grave, por abiertas amenazas de “ir más allá” que algunos partidos lanzan sin recato. Lo acabamos de comprobar.

Es ahora cuando se está tomando la aludida conciencia de gravedad. Y en diferentes aspectos y por diferentes comentaristas. Una y otra vez se había aludido, hasta ahora, a la ruptura de los principios de solidaridad e imposibilidad de privilegios por parte de alguna Comunidad Autónoma, según el Art. 138. Pero es en estas semanas cuando abiertamente se habla ya de corregir el modelo. Sanidad, educación, justicia, política exterior han debido se materias intocables y en manos del Estado. Pero en el “chalaneo” no parece haber límites. Los prestigiosos avisos de nuestras mejores cabezas (Juan Velarde, José Barea, el rector González Trevijano, el buen antiguo amigo Manuel Pizarro, etc) de poco o nada están sirviendo. Duelen profundamente dos lacerantes conclusiones. La de Rafael Fernández Ordóñez que finaliza su habitual columna afirmando que “nuestra clase política ha aparcado el patriotismo y sólo piensa en conservar su poder y alimentar a sus sectarios”, frase que trae de inmediato al recuerdo el “particularismo” de la España Invertebrada de Ortega. Y en el final de Ángel Expósito (¡siempre hay que estar a bien con el Director!) cuando sentencia que las autonomías “se nos han ido de la mano, pero lo más preocupante es: ¿quién y cómo puede dar marcha atrás? Misión imposible”. Y personalmente me atrevo a sugerir que a lo que se está causando una herida de difícil cura es la misma ilusión por la democracia que los ciudadanos parece que tenían hace años. Y, dilecto Director, si no hay “marcha atrás” será la unidad de España la que entrará en peligro. Por eso y de momento, una urgente misión: la reforma de la Constitución, del alcance que fuere y con el consenso que existiera. Que sepamos, aquello de la “vis coactiva” sigue siendo propiedad sustancial del Estado.

* Manuel Ramírez. Catedrático de Derecho Político.

Publicado por ABC-k argitaratua