Leo con cierta sensación de incomodidad “La extraña muerte de Europa. Identidad, inmigración e Islam”, del periodista y analista conservador Douglas Murray. Sin duda es un libro polémico, provocador, perturbador, que sabe describir a la perfección el argumentario del que se provee la nueva derecha en toda Europa y occidente, con la particularidad de que contrasta fuentes, ofrece muchos datos y es un volumen bien escrito y documentado. La tesis del autor, antiguo alumno de Eton y Oxford, con una ya larga trayectoria de ensayos exitosos e influyentes, es que la apuesta por la multiculturalidad ha fracasado. Que migraciones masivas han contribuido a un deterioro económico en el sentido de que han propiciado una competitividad laboral a la baja que han hundido los salarios, han sobrecargado los servicios públicos, presionado el mercado de la vivienda y han transformado profundamente el paisaje humano generando dudas sobre la continuidad de los elementos culturales que definen a las naciones europeas. Más allá de hacer respetable la discutida tesis de Renaud Camus sobre “el gran reemplazo” y de exponer los peligros del islamismo en la sociedad contemporánea, el autor expone también algunas ideas que deberían tenerse en cuenta, y que verdaderamente hacen interesante su lectura. La primera, el contraste entre discursos oficiales y opiniones públicas (la glorificación del multiculturalismo y, por el contrario, los temores mayoritarios de las sociedades autóctonas a la amenaza que supone la coexistencia de cosmovisiones culturales incompatibles); la segunda, el ostracismo y la sanción, que a menudo implica la destrucción de carreras políticas y académicas contra quien expresa las dudas sobre las consecuencias de las migraciones de poblaciones no occidentales; la tercera, lo que muchos consideran como fracaso de estas políticas materializado en la creación de sociedades paralelas que no conviven, sino coexisten con conflictos crecientes –el comunitarismo–; y la cuarta, quizás la más importante, la creación del sentimiento de culpa de Europa ante los males del mundo, de su responsabilidad histórica, de la degradación de sus referentes culturales, de la sensación de una civilización en decadencia que puede caer frente a una inmigración con un potente sentimiento religioso que hace una enmienda a la totalidad de los valores ilustrados y de tolerancia que han caracterizado a nuestra contempoeraneidad.
Para complementar estas ideas, quizá discutibles aunque crecientemente asumidas por un buen grueso de europeos –más de la mitad, si hacemos caso de estudios demoscópicos como el prestigioso ‘Pew Research Center’, constantemente citado por Murray, encontramos también uno de los nuevos ideólogos estadounidenses de la nueva derecha, Christopher F. Rufo. Modelo de nuevo intelectual de derechas, identifica como origen de estos males contemporáneos lo que define como “la larga marcha” de la izquierda. Haciendo una comparación con el episodio histórico de la guerra civil china, en la que los comunistas habían perdido prácticamente todas las batallas contra los nacionalistas, “la larga marcha” había sido una especie de retirada estratégica durante más de 5.000 kilómetros, herramienta propagandística de Mao Zedong, que impulsaba a reconstruir y reconquistar su poder desde sus bases inexpugnables de las montañas. Las izquierdas fracasaron por completo en sus objetivos sociales y económicos. Y entonces, según este analista norteamericano, protagonizaron su particular “larga marcha” hacia sus refugios seguros de las universidades, el mundo académico, la educación y todo lo que él denomina “la burocracia radical DEI” (Diversidad, Equidad e Inclusión). Según este analista, las izquierdas marxistas de toda la vida, atrincheradas en las universidades, habrían colonizado el mundo académico y alcanzado una hegemonía que marca una ortodoxia que habría destrozado por completo la libertad de pensamiento, y que habría secuestrado a la izquierda colocando el peso de la identidad (referida especialmente a la “raza”, al género, y a las “disidencias identitarias como el LGTBQ+) para desplazar a la clase o los intereses colectivos de los menos poderosos. Sus políticas identitarias, sin embargo, serían fundamentalmente antioccidentales. Y es aquí donde se impondrían todo un conjunto de creencias que culpabilizarían de todos los males del mundo a los hombres blancos, heterosexuales, occidentales y de tradición cristiana, para sustituirlos por una multiculturalista, diversidad, heterogeneidad anti-hombres, anti-heteros, anti-familia convencional, anti-occidental. Rufo, un hábil comunicador, un divulgador sofisticado, muy seguido en sus podcasts, con una formación sólida y amplias complicidades con el trumpismo, destaca que la intención de este espacio consiste en atemorizar a la disidencia, generar el caos e inspirar temor entre las clases medias conservadoras y hacer un verdadero “gran reemplazo” de la sociedad convencional por una amalgama de ‘drag queens’ racializados(as) que propiciarían un nuevo orden donde, por cierto, más allá de cambiar de colores y pronombres, no queda nada claro qué pasa con la forma de repartir la riqueza (más allá de financiar chiringuitos académicos que defienden estas tesis). En cualquier caso, y en esto podemos estar de acuerdo con Rufo, todo ello representa la certeza de que la nueva izquierda, con su narcisismo de las pequeñas diferencias (lo que incluso denunciaba Marx), abandona cualquier alternativa política y social global y acepta, de facto el neoliberalismo como filosofía global. En cualquier caso, sus apelaciones al anticapitalismo son consignas vacías de contenido, una especie de mantra religioso reiterado sin alternativa diseñada o practicada de manera mínimamente creíble.
Estos son los ingredientes de lo que sería la mentalidad cada vez más conspiranoica de una derecha que ve cómo se está elaborando una enmienda a la totalidad, no a un sistema económico, o a un modelo social, sino, lisa y llanamente, a su (y nuestra) civilización. Y es aquí cómo los planteamientos falsamente revolucionarios de unos inspiran una contrarrevolución (quizás también algo melodramática) de los otros. La izquierda se obsesiona con la identidad (denostar y destruir la occidental para sustituirla por una amalgama atomizada de onanismos individuales), y la derecha, también. Ahora bien, si los primeros no parecen ir demasiado lejos (más allá de redactar leyes para reprimir a los disidentes que ataquen, por ejemplo, el transgenerismo, como ha sucedido en España), a los segundos, no les falta razón (y pensadores cada vez mejor afinados) para sentirse preocupados. La mayoría de ciudadanos occidentales vive con cierta amargura estas últimas décadas en las que se ve una transformación del paisaje humano que habían conocido en el pasado. El fracaso del multiculturalismo ha implicado paralelamente que buena parte de los nuevos europeos no sólo no aceptan elementos fundamentales de nuestra civilización –como la separación iglesia-Estado, los principios de igualdad entre sexos, la primacía de la razón sobre la fe, los derechos humanos, cierta idea de universalidad de determinados valores…, sino que los rechazan de manera frontal, y como ocurre con el islamismo político, proponen teocracias iraníes y las imponen en los guetos comunitarios que controlan. La nueva izquierda, con su relativismo moral y cultural, expresa un desprecio por la tradición (que incluye también un cristianismo en una situación cada vez más frágil aislada, amenazado y perseguido donde constituye una minoría religiosa). En otras palabras, al igual que la izquierda parece obsesionada con la identidad (occidental) por deconstruirla, la derecha se aferra a ella también violentamente como una bandera resistencialista. La derecha, que defiende unos intereses económicos y políticos fundamentados en las desigualdades, las desregulaciones, la desprotección de la mayoría social, es oportunista y utiliza la identidad como herramienta propagandística. Es lo que está ocurriendo en Polonia, Hungría, Estados Unidos, y también en España. Cataluña tampoco sería ninguna excepción, porque la catalana es un paradigma de la amenaza a una identidad perseguida por los nacionalistas rivales y menospreciada por el “cosmopolitismo” progresista. De hecho, Silvia Orriols sería un claro ejemplo de lo que estamos diciendo: oportunismo político a partir de la manipulación de una sensación (real) de amenaza de supervivencia. La izquierda utiliza la identidad para destruir occidente. La derecha, para blandir una bandera que disimule su neoliberalismo cruel y reaccionarismo apolillado. Sin embargo, en los próximos años, en el debate político encontraremos tres grandes temas: la identidad, la identidad y la identidad. Y habrá que abordar la cuestión desde la razón, no desde la fe ni el dogma.
EL MÓN