Identidad amenazada

Una comida afable y tranquila con unos amigos, a pesar del día desapacible, lleva la conversación hacia uno de los aspectos más determinantes del proceso de emancipación nacional y al que, desgraciadamente, no se ha prestado, en general, la gran atención que se merece. Uno de los comensales, escritor, me comenta el caso de unas personas cercanas a él, ideológicamente de izquierdas, de tradición comunista, y con una larga historia de compromiso social y democrático. Por sus orígenes familiares, estas personas se sienten, y por lo tanto son, españolas. De una forma u otra se sienten también catalanas, han nacido aquí, viven aquí y hablan también catalán, pero la catalanidad no es su condición nacional primera y definidora ni, sobre todo, esa que ven peligrar o amenazada en el caso de una Cataluña independiente. Se sienten muy lejos de la expresión más provinciana, carca y ramplona de un catalanismo conservador que, durante dos décadas largas, fue hegemónico y fue incapaz de atraer a muchos compatriotas con una conciencia nacional a toda prueba. Esta circunstancia, pues, no les ha convertido, al revés que la reacción de otros casos en una situación similar, en activistas de la causa catalana, ni siquiera en escépticos, sino que les ha situado en una incomodidad permanente, a veces incluso irritante, en lo que afecta al universo independentista. A ello ha ayudado también, y mucho, el hecho de que se han encontrado con una revuelta cívica de masas contra el principal poder establecido -el Estado-, revoluciones que no sólo no dirigen, sino que transcurre al margen de ellos, lo que les resulta incomprensible por completo dada su trayectoria de lucha. Herederos de viejas tesis rancias se aferran a ciertas afirmaciones y prejuicios característicos del nacionalismo español más rancio, desmentidos por un simple vistazo a la historia, según los cuales esto de la independencia es cosa de la burguesía o la salida encontrada para encubrir la corrupción de unos cuantos, como si la unidad de España fuera, contrariamente, una reivindicación de las clases populares que no tiene como beneficiarios más destacados a las élites dirigentes españolas de las finanzas, la administración, el ejército o la iglesia católica. La ciencia avanza que es una barbaridad, pero sigue habiendo quien, por comodidad, prefiere cerrar los ojos a la evidencia y, de hecho, por no coincidir con una burguesía inexistente acaba, sin darse cuenta, por alinearse junto a la ultraderecha más fascista y anticatalana, valga la redundancia. Si los dos millones de electores independentistas son burgueses, el 27% de la población del Principado, este debe de ser, sin duda, el país del mundo con más burgueses por kilómetro cuadrado.

Pero la mayoría de las personas que pueden tener la sensación de ver amenazada su identidad española no hilan tan fino desde el punto de vista ideológico, ni pueden exhibir musculatura antifranquista acreditada. Sí, sin embargo, se encuentran alejados de la ola emancipadora porque creen, equivocadamente, que esta es una batalla que afecta sólo a los catalanes de origen y, caso de que ésta triunfe, lo que ellos son, todo el universo de sentimientos, emociones y referencias españolas que configuran el meollo de su identidad, puede saltar por los aires. Desgraciadamente, no se ven como propietarios del hogar nacional, sino simplemente como inquilinos, por más que tengan el piso pagado ya hace muchos años. Hay tantas percepciones, vivencias e ideas de la catalanidad como personas y cada uno tiene las suyas. Mucha de la gente que tiene una bandera española en el balcón lo hace como testigo que no quiere desaparecer del mapa y que aspira a continuar existiendo, entendiendo, sin embargo, que su existencia nacional española no tiene cabida en una República Catalana futura. Los de la bandera, sin embargo, suelen ser los más beligerantes, no en defensa de su identidad, sino contra la identidad catalana de los demás. En la inmensísima mayoría de balcones y ventanas de los barrios de nuestras ciudades no hay, por norma general, ninguna bandera ondeando: ni española ni catalana. No es, de entrada, un mal augurio, sino todo lo contrario.

Más allá de algunas manifestaciones muy minoritarias de un catalanismo excluyente, el independentismo socialmente hegemónico tiene una visión cívica de la nación, no étnica, no esencialista, no nacionalista, sino nacional, inclusiva, integradora. La nación es la gente, un país son las personas que lo habitan y al que aportan su vida cotidiana, al margen de los orígenes y los imperativos legales, como expresión libre de la voluntad de pertenencia de cada uno. Las identidades son múltiples, cada uno tiene la suya y nadie tiene exactamente la misma. El nuestro no es un problema de identidad, sino de soberanía. Seamos lo que seamos, nos sintamos lo que nos sintamos, ¿quién manda aquí? ¿Nos gobernamos desde aquí o aceptamos que otros lo hagan desde fuera? Sentirse formando parte de una nación, tener la conciencia de pertenecer a ella, también comporta amarla. Por eso, todo el mundo que vive aquí debe saber y creer que este país es suyo, que le pertenece también y que es tan dueño como aquellos cuyos abuelos ya eran de este país. La nación catalana debe ser un espacio de oportunidades para una vida de calidad, de calidad democrática, cultural y material. Y tener, también, una nueva nación por la voluntad y el interés debe ser compatible con el mantenimiento de afecto hacia la nación que los propios antepasados te han dejado como herencia. No todos los catalanes tenemos el mismo origen, no venimos todos del mismo lugar, pero si que podemos tener el mismo destino, si así lo queremos. Hablo de un nuevo país que no sea sólo el de una identidad forjada en torno a la lengua, sino también en el entorno del bienestar como integrante de la nueva identidad colectiva, construida con catalanes de todos los orígenes y alturas con los ladrillos más diversos, hasta poder reconocerla todos como el hogar común de la dignidad personal, el respeto a la diversidad y la calidad de vida. No se trata, por tanto, de renunciar a una nación, sino de ilusionarse con un nuevo Estado, surgido desde una nación también nueva. Es esta nación cívica de nuevo cuño la que hará el Estado y no al revés, el nuevo Estado el que hará la nación.

En los Estados Unidos de Norteamérica, hay, entre otros, italoamericanos y estadounidenses de origen irlandés, que se sienten orgullosos de su origen, quieren legítimamente cultivar, transmitir y dar a conocer el legado recibido de los antepasados, haciendo compatible la identidad que les viene de lejos con la nueva identidad que quiere ir más lejos todavía. Lo que tienen en común, pues, los ‘wasp’ (blancos, anglosajones, protestantes) con los afroamericanos, los italoamericanos, los latinos y los de origen irlandés, los chinos y los de la Europa oriental, no es de dónde vienen, sino hacia dónde van. Y todos han encomendado al conjunto de la sociedad ciertas prácticas, hábitos, manifestaciones, que, inicialmente, eran sólo de una parte pero que han acabado influyendo también en el todo, hasta el punto de ser vistas como propias por el conjunto de la nación. Nadie, pues, debe renunciar a nada, a ser lo que ya era, para ser también catalán. Felizmente, no somos una raza, sino una cultura, dinámica, cambiante, que se mueve al ritmo de la vida. Una cultura que tiene una lengua característica y que es la aportación nacional insustituible al patrimonio cultural de la humanidad. Y una lengua siempre se puede aprender. La pertenencia a la nación catalana no excluye, sino que integra la posibilidad de simultanear la identidad adquirida por la voluntad con aquella otra recibida como herencia. La nación nos pertenece a todos, a los que nacieron aquí y a los que llegaron de otros lugares, y no es más de unos que de otros.

Entre todos podemos hacer una nación que sea un ámbito voluntario de emociones, referencias, intereses y complicidades, conjugando lo nuevo y lo viejo, igualmente útil, atractivo y afable para los que son catalanes ‘sólo’ que para los que son catalanes ‘también’. Por eso hemos de huir del debate de identidades que quiere partir por la mitad la sociedad catalana, para situarlo en el del poder político y la soberanía. Gestionar un proyecto político nacional desde los sentimientos es peligroso y arriesgado, porque se sitúa lejos de la racionalidad y cerca de las vísceras, lo que lo hace altamente manipulable. El debate debe producirse en qué sectores sociales son los más interesados en una Cataluña soberana y cuáles son los que, objetivamente, se oponen más. Porque resulta que hay sectores sociales minoritarios acomodados, ahora sí, que hacen negocio con la dependencia de Cataluña y embaucan a sectores populares con un discurso anticatalán, españolista, profundamente reaccionario, apelando a los sentimientos y no a la razón. El Estado que queremos construir, la República que queremos hacer -y no sólo proclamar- tiene sólo a la gente, a la gente de hoy, no a las generaciones de hace cincuenta años, como protagonistas sociales y sujetos históricos únicos, con todo un futuro nuevo por escribir y por protagonizar. ¿Y en nombre de quién alguien podría negarse a formar parte de un país así?

EL MÓN