En estos últimos meses, los ciudadanos de Barcelona están alarmados por la degradación física y social en la que va cayendo la ciudad, después de una temporada en la que se la veía cuidada y próspera, con promesas de futuros positivos y esperanzadores y en una consideración internacional creciente. Se daban críticas y advertencias de pasos mal dados y quizá de errores de ideología, de criterio o de gestión, pero, en general, existía la confianza en unas mejoras urbanas -en el sentido físico, social, representativo- que, incluso con una visión crítica, la valoraban desde dentro y desde fuera.
Ahora, protestas más generalizadas se refieren, principalmente, a la grave dejadez del espacio público: la suciedad enquistada, el ruido, la mala educación, las obras desorganizadas, los usos descontrolados del espacio público, la delincuencia callejera, el botellón, los top manta, etcétera, son los principales motivos de malestar, no solo por sí mismos sino también por las mafias y el desorden social que conllevan. No es que no se recalquen también temas estructurales más profundos que denotan insuficiencias y abandono, pero la descalificación grosera y malsana del espacio público ha arrancado una indignación popular, sobre todo cuando los medios de comunicación han denunciado el sector quizá más llamativo: el terrible espectáculo de la prostitución desenfrenada al aire libre en todo el Raval, principalmente bajo la columnata del entorno de la Boqueria. Es desesperante ver cómo aquella Barcelona ilusionada y prometedora de la primera democracia y de los Juegos Olímpicos ha acabado -o existe el riesgo de que acabe si las autoridades no asumen su autoridad o si no se resuelven los grandes problemas sociales y sus precedentes económicos- en un urinario público, alternado con las urgencias de un prostíbulo cochambroso.
Pero sería un error pensar que estos espectáculos más degradantes son hechos aislados que hay que atender y corregir como situaciones autónomas y aisladas. A mí me parece que son consecuencia de una falta de atención a la importancia social del espacio público, de sus valores representativos y de su función colectiva. Diría que el espacio público, el espacio en el que se conforma la vida urbana, o sea, el espacio generador de la ciudadanía, no es hoy tan protagonista en las intenciones de los políticos que nos gobiernan como lo era en las de los políticos de aquella Barcelona que culminó con los Juegos Olímpicos. Porque la degradación del pórtico de la Boqueria es muy llamativa y muy noticiable, pero existen casos de mayor envergadura, como es, por ejemplo, la degradación lenta pero segura de muchas plazas y muchos parques construidos hace 25 años. Podríamos decir que lo que ocurre en la Boqueria -o en la calle de Petritxol, o en la Rambla, o en los alrededores de la plaza Reial- es solo el escaparate de una situación nefasta que afecta a buena parte de Ciutat Vella.
Este cambio de actitud respecto al espacio público urbano se manifiesta, por ejemplo, en todo lo que está pasando en unos espacios muy significativos de la política urbanística de aquellos años pasados: la plaza de los Països Catalans y el parque Joan Miró. Los dos fueron muestras cruciales de una nueva forma de entender el diseño urbano y, específicamente, la imagen, la función, el signo cultural del espacio público. Podríamos decir que, junto con algunos proyectos de la misma época -parques de L’Espanya Industrial, el Clot, Pegaso, la Creueta del Coll, plazas de La Palmera, Sóller, etcétera-, quedó marcado el modelo Barcelona, no en el sentido demasiado absorbente de política general en el que hoy se utiliza, sino en el de un estilo y un método específico de diseño urbano que conquistó reconocimientos internacionales. Pues bien, la plaza de los Països Catalans está toda destrozada, anulada y ridiculizada por culpa de unas obras que hace años que duran y que han ocupado lo que queda de ella con servicios y escombros de la obra pública. No queda nada de su poética sutil ni del testimonio de una primera experiencia mundial de plaza amueblada.
En el Parque Joan Miró la catástrofe todavía es peor: el proyecto ejecutado en 1981 fue el resultado de un concurso muy polémico en el que se discutieron temas esenciales para el futuro del método, estilo y gestión del espacio público. Al cabo de unos cuantos años de inaugurarse se transformó radicalmente para incluir en él un depósito regulador de agua, un aparcamiento y otros servicios. Tuvieron el acierto de encargar la modificación a los mismos autores. Pero esta modificación se dejó inacabada y, por tanto, mutilada. Ahora, de pronto, el ayuntamiento ha decidido ocupar la plaza con un cuartel de bomberos, un edificio cuya provisionalidad es dudosa por la envergadura, los costes y las imprevisiones de gestión ya incorregibles al programar una ampliación del Hospital Clínic en el solar del viejo cuartel.
Podemos ampliar la lista de intervenciones urbanísticas de los años 80 y 90 que han recibido últimamente malos tratos, todas ellas programadas bajo la bandera de la reconstrucción de Barcelona y de la recuperación del espacio colectivo como marca de imposición civilizadora. Ahora parece que se acabó la voluntad de reconstrucción y que, al acabarse, sobresalen los desechos indignos, las enfermedades incurables, como la prostitución al aire libre del Raval. Pero, ¿podemos quejarnos solo aisladamente de que la columnata jónica de la Boqueria sea maculada por la prostitución, mientras el ayuntamiento destroza la plaza de los Països Catalans y el parque Joan Miró? ¿No habrá que hacer una crítica seria sobre la Autoridad de las autoridades?
*Arquitecto.