No es una pregunta retórica. La migración de millones de personas a través de las fronteras es uno de los fenómenos más calientes de la globalización, y algunas de sus agudas aristas se perfiló cuando salió a la luz la suerte de unos polizones que arribaron en barco a un puerto de nuestro litoral. Descubiertos, fueron detenidos y tratados como delincuentes por las autoridades.
No hay duda de que la inmigración es un bien que nos enriquece: rejuvenece la tasa de población en edad laboral, remueve el estancamiento de la economía, cubre servicios que el trabajador local no está dispuesto a atender, incluso revitaliza la pirámide poblacional con su fertilidad… Pero no podemos perder de vista que la afluencia de gentes de distintas procedencias y tradiciones también crea profundos trastornos en las sociedades que los reciben. De hecho, altera los procesos internos de integración, de cohesión social, de formación y educación, rompe equilibrios en la transmisión cultural, de las lenguas, sin hablar de situaciones de marginación y desarraigo, etc.
Por no perdernos en lecturas genéricas, quería comentar esa historia de los polizones que llegaron a nuestras costas y fueron apresados por su condición de inmigrantes ilegales. El representante de una ONG de acogida salió a un medio local, a una radio vasca, y relató las circunstancias. En su discurso de denuncia (de la actitud de las autoridades) y solidaridad (con los recién llegados) este solidario profesional dejó bien sentadas su posición y su conciencia. Habló de estos sujetos desventurados que se ven obligados a arriesgarse para llegar a un país como el nuestro, de diferente cultura, de 44 millones de habitantes. Denunció que para regularizarse se les exige conocer nuestro idioma y quince días no son suficientes para que nadie aprenda el castellano. “La inmigración -vino a explicar el miembro de la ONG de Bilbao- nos permite conocer otras culturas, otras mentalidades, otras lenguas, más allá de la nuestra, algo que nos enriquece…” Y lo decía alguien que no conoce el euskara, que no nos reconoce como cultura, alguien supuestamente altruista que mira por encima de nuestra realidad.
Desde luego, no es de recibo que se trate como delincuentes a personas que son ilegales por causa de la ley, no de su comportamiento o sus actos. Personas que vienen a trabajar, que sostienen la economía, que nos sirven y favorecen, y que sin embargo una legislación criminal las convierte en carne de comisaría. Es inadmisible que la historia trágica de los cayucos o pateras la gestionen policías con tricornio y fusil (como tantas otras historias sociales, políticas, culturales y demás, en este Estado, dicho sea de paso).
Lo que tampoco es de recibo es que no sepamos quiénes somos. Si hablamos de encuentro conflictivo de culturas, ¿por qué el lugar de referencia en el que se sitúa a los recién llegados es el marco estatal, el de 44 millones de súbditos, y no el de nuestra comunidad? ¿Por qué es una injusticia que se les exija un atropellado aprendizaje del castellano, y jamás se haya planteado la obligatoriedad del euskara en tierra vasca? Porque, puestos a emplazar distintos marcos (legislativo, modelo de sociedad occidental…), el de referencia por excelencia es el europeo, el que estos inmigrantes tratan de alcanzar. Y si se prefiere, en términos ajustados a otras variables, el geográfico, para el cual serían muy diferentes las circunstancias entre Canarias, el Estrecho de Gibraltar o la Ría de Bilbao. Sea como sea, es obvio que el referente primordial de estos debates es el de la comunidad a la que llegó el polizón; es decir, aquí la vasca.
Si la inmigración representa un desafío a la realidad de acogida, un trastorno a las propias condiciones de sociabilidad (convivencia, lengua, educación, integración social, transmisión de la cultura, gestión institucional, participación ciudadana en las decisiones colectivas…), está claro que lo que para nosotros está en juego es nuestra sociedad.
En otros países del entorno europeo se mantiene un vivo debate entre las ventajas y dificultades de sendas estrategias frente a la avenida de otras gentes del mundo: los partidarios de la multiculturalidad frente a los defensores de la integración cultural. ¿A cuál de las dos visiones nos apuntamos quienes somos incapaces de imponer el conocimiento y la enseñanza en euskara a los mismos educadores, a los profesores de Bertandona? ¿Qué multiculturalidad se puede dar cuando desaparece nuestra cultura de la visión del más solidario de los militantes de las ONGs? ¿Qué encuentro de qué culturas?
¿A dónde viene el que llega? Porque de atender al discurso del representante de la ONG, el polizón llegó a una costa española, y nuestra cultura y sociedad eran ahí tan ilegales como las del pobre inmigrante. Al seguir la triste suerte del polizón y la retorcida solidaridad de su defensor, se me ocurrió que de nuevo nos colocan el cartel de polizones en nuestra propia tierra.