Huella histórica de los Borbones: sed y ambición de poder

QUÉ clase de metamorfosis puebla en el ser humano, cuando el poder le deslumbra con su rayo? La tormenta desatada no escampa hasta que el imperio del dominio se emplaza en el cuerpo usurpado, infortunado y suprimido por la ambición”. Fue Ayala, recientemente instalado en el recuerdo, el que pregonó la esclavitud, la sujeción de los seres vivos al poder y al dominio que ejerce éste, sobre todo, en los humanos, de cómo se clava en nuestra miserable existencia, corroyendo el mínimo atisbo de raciocinio. Eso, porque, dice, aceptamos cualquier condición, por dura que sea, con tal de persistir en él y con él. Poco importa que nos despachen, exilien, debiliten o subyuguen, mientras no demos a torcer nuestro deseo de encumbramiento, la convicción de estar y mandar por encima de todos. En definitiva, de ser notorios y adulados. También es cierto, que existen grados de sed y ambición de poder.

Los valores de cada cultura, entendiendo que cada sociedad produce los propios, están correlacionados con actitudes o conductas determinadas. Bien es cierto, que es más fácil responder sobre una cuestión cuando ha generado una conducta, que cuando se trata estrictamente de una sensación. En este caso nos referimos a los Borbones. Llevan demasiado tiempo entre nosotros, como para no poder opinar sobre su conducta.

Por lo tanto, un repaso a la historia reciente de la monarquía borbónica, en este su reino conquistado, siempre un puzzle de taifas, donde las piezas se encajan, o mejor, se fuerzan, con pegamentos de baja calidad y peor resultado, nos invita a reflexionar. No podemos adentrarnos en todo su periplo usurpador y rapaz, pero desde Felipe V hasta Carlos IV, las guerras, las masacres, las expulsiones y la inquisición, entre otras lindezas, trajeron horror, hambre, dolor y encono a las diversas gentes que ocupaban su territorio. Por mucho que nos quieran hacer tragar con la rueda de molino de Carlos III, y su reformismo ilustrado, el bagaje Borbón fue injurioso para el populacho de entonces, el proletariado posterior y los súbditos actuales, la población en general.

Prefiero mencionar con más detalle a los sucesores de Carlos IV. Napoleón llamó a Fernando VII, junto con su padre, Carlos, al que había querido derrocar en Aranjuez (no ha sido la única vez que se lo han hecho entre ellos) utilizando la sed de permanencia borbónica en el trono. Tras la entrega de los derechos de la corona a favor de José I Bonaparte, Fernando VII, pese a lo que pasó, volvió a ser aceptado como monarca, por las Cortes de Cádiz en 1814. El Deseado llegó y proclamó el absolutismo, despachando con furia el progreso que la revolución atlántica, entendida como fenómeno de alcance universal, pretendía impregnar en el mundo, con objeto de sustituir una forma de organización social y política obsoleta, por otra nueva. Una vez más los Borbones obtenían su legitimidad, mixtificando el presente y reconstruyendo el pasado (tampoco ha sido la única vez que lo han hecho). Su política, igual que su carácter, lo mismo que el sistema impuesto, fue no tener ninguno. Su gobierno fue una clara manifestación de dictadura absolutista, una colosal embestida a los aires incipientes del progreso.

En 1833 muere Fernando VII, bastante menos deseado que a su llegada, dejando como herencia a su hija Isabel y una guerra civil que ensangrentaría todo el territorio (no ha sido la única vez que han enfrascado al pueblo en una guerra). Carlos María Isidro, hermano de Fernando VII, fue heredero al trono hasta que tras el embarazo de la esposa de éste, María Cristina, se firmó la Pragmática Sanción, hoy en vigor a la inversa, Ley Sálica. Ello elevó a Isabel II, la hija, como princesa de Asturias. Mediante la afirmación a su derecho al trono por parte de Carlos -Manifiesto de Abrantes- y dieron comienzo casi cuarenta y cinco años de guerra civil: las tres guerras carlistas. Siempre la sed de poder, el hedonismo egocéntrico de los Borbones por encima de todo y de todos, sin importarles las consecuencias y las víctimas inocentes de su ambición.

El reinado de Isabel II de Borbón abonó el humus del caciquismo, la presión y represión sobre el electorado, la manipulación de los resultados de las votaciones, la censura y prohibición de la libertad de expresión, y, desde luego, en este juego del poder, destacan sobremanera los espadones militares que actuaban a su antojo y con el beneplácito de los Borbones. Esta fue, entre otras lindezas, la siembra que realizaron a la espera de una abundante cosecha de autoridad y permanencia en el trono (no será la única vez que actúen así).

Isabel II abdicó a favor de su hijo Alfonso XII; aunque éste tuvo que esperar para ejercer su herencia. La situación era insostenible tanto social como políticamente, La Gloriosa, la guerra en Cuba, la tercera guerra carlista, consiguieron una ruptura del poder hegemónico de los Borbones. Primero esperaron a que Amadeo I de Saboya agotara su permanencia en el trono, desde 1871 hasta 1873. Luego, la proclamación de la I República a principios de 1873, que inesperada y por ello frágil no se asentó en el territorio hostil del odio y el rencor de los monarcas de origen divino, precipitándose a los arrecifes de la fatalidad a finales de 1874. Fueron dos episodios de marcado carácter popular. Amadeo fue propuesto por el parlamento y la República, como sabemos, es el gobierno del pueblo. Como digo, dos capítulos que muestran la experta paciencia monárquica para el retorno al poder. La historia del reinado Borbón ha sido cíclica, las conspiraciones les han aupado siempre al trono, ¿qué más natural, pues, que siempre que caen derrotados, vuelvan a conspirar para conseguir subir al poder? La república cayó, de forma oficiosa, a manos de un militar amigo de Isabel II, el general Pavía, dando paso a un gobierno dictatorial de concentración nacional a manos de otro militar, el general Francisco Serrano y Domínguez. Como vemos, la ayuda de los militares es inestimable para los Borbones.

Para no variar, fue otro golpe militar -pronunciamiento- en este caso a manos del militar Martínez Campos, con la colaboración de Cánovas del Castillo -aunque este, dicen, que optaba a la restauración por un medio pacífico- el que volvió a elevar a los altares del poder a los Borbones. El rey restaurado fue Alfonso XII, hasta ahora exiliado y agazapado a la espera (como en otras ocasiones) aunque su muerte prematura, en 1885, concluye en una nueva regencia a favor de María Cristina, esposa de Alfonso XII y madre del futuro rey, Alfonso XIII. Hasta el nombramiento de éste en 1902, España se sumerge en otra serie de calamitosas hazañas. Desacuerdos y desastres en las colonias, problemas con Marruecos, la génesis del nacionalismo, la cuestión agraria y el analfabetismo de la población… confluyen en la degeneración proyectada por la sed de poder borbónica y sus acólitos, en la decadencia de una fachada que ocultaba el vacío organizativo en que se habían subsumido los gobernantes. En definitiva, las aguas embravecidas por los sucesos torrenciales desembocan en el acreditado Desastre del 98.

El intervencionismo militar en la política no cesó con el encumbramiento de Alfonso XIII como monarca. Al revés, se acrecentó. El estamento militar, y con él, los Borbones a su mando, ha influido históricamente (como hemos visto) en las tareas de gobernación; sobre todo, en los momentos en que veían peligrar sus posiciones. Es difícil sostener a los profesionales de la guerra, a quienes la paz viene a estropear el negocio, es complicado mitigar los razonamientos acerados y pujantes de sus espadones en la vaina astuta de la negociación. Oligarquía y caciquismo acompañaron a este nuevo Borbón remontado al escabel del poder, y otra vez (ya hemos dicho que no ha sido una, sino varias) se apoyaron en los militares para sostenerse en la cumbre. En 1923, después de la Semana Trágica, la guerra del Rif, con un altísimo índice de analfabetismo en el país, con las huelgas del proletariado brutalmente reprimidas, con el problema del campo, otra vez, como digo, la receta fue el espadón. Primo de Rivera, con el beneplácito no sólo del rey -también alguna central sindical le favoreció- asumió el poder imponiendo la dictadura. Otra vez los Borbones a salvo, y el país atemorizado, bajo el toque marcial. Por mucho que nos digan que fue una dictadura social, la propia primera palabra lo dice todo.

Llegamos al final, un final que, como ya hemos dicho, es una constante en el camino de esta rama de la monarquía francesa. Si no les ha importado abandonar a sus familiares (Alfonso XIII huyó sólo del país, ante la llegada de la II República), imaginemos qué le importaría lo que sucediese al pueblo. Luego dirán que era por la seguridad de todos. No. Fue otra vez por la seguridad de mantenerse en el trono. Cuando las cosas volvieron a pintar mal, ya no sólo para la monarquía, sino para sus sacristanes, caciques y oligarcas, se volvió a echar mano del Ejército. Franco saltó a la palestra. Pero, el juego se les fue de las manos. El golpe militar esta vez no supuso el retorno monárquico, sino que el estamento militar decidió quién iba a ocupar el trono pero después de él (los imperios siempre han acabado en manos de sus mercenarios). El origen divino de la monarquía conoció a su Dios descendido y resucitado en la tierra, Franco y los militares. La abdicación de Alfonso XIII en su hijo Juan, en 1940, no originó su acceso al trono. La mano divina de Franco eligió a Juan Carlos como el seguidor de su obra en este país, proclamándole su beneficiario con la Ley de Sucesión de 1947. Si Franco, aun siendo monárquico, hubiese fecundado un hijo, ¿las cosas hubieran sido así? Franco expuso, en la Ley de principios del Movimiento Nacional, que aquello no “era una restauración (de la monarquía caída en el 31) sino la instauración (de una monarquía surgida el 18 de julio)”. El desarrollo de la ley implicaba que al producirse la vacante en la Jefatura del Estado, se instaurase la corona en la persona de un rey -que por origen divino de la doctrina franquista recayó en Juan Carlos-, cuya corona se transmitirá según el orden regular de sucesión. Otra vez, la paciencia de los Borbones y su ansia, su codicia, asaltaban el trono pese a todo lo que pasó: una guerra civil con innumerables muertos y ajusticiados, una posguerra con el sufrimiento esclavo de los perdedores, unos hechos execrables para la humanidad, no le hicieron renunciar a un trono ensangrentado, durante más de dos siglos, con el sufrimiento de incontables víctimas. Sólo se guían por sus huellas dinásticas.

Hoy, tras los sucesos no aclarados del 23 de febrero de 1981, se mantiene la estirpe borbónica en el poder, su heredero Felipe mantiene la misma ambición que sus antecesores (recordemos que aún está vigente la Ley Sálica que no permite reinar a las mujeres, aunque si engendrar herederos). Por lo tanto, las huellas históricas de los Borbones mantienen los mismos rasgos heredados que auparon en el trono a Felipe V, sed y ambición de poder, pese a lo que pase.

Montaigne, emplea una sentencia que podemos ajustar perfectamente a los Borbones: “¿Quién ha visto nunca a un médico valerse de la receta de un compañero sin quitar ni añadir cosa alguna? De este modo traicionan en buena medida su arte, y nos muestran que se preocupan más por su reputación, y en consecuencia por su beneficio, que por el interés de sus pacientes”.

 

Publicado por Deia-k argitaratua