Hortensia Beauharnais y el olvido

MEMORIA DE UN INSTANTE

Napoleón, el gran tirano corso, que hizo y deshizo países, esparció a su familia como renovados reyes y príncipes títeres de los nuevos reinos europeos que él conquistó primero y reconstruyó, a su antojo, después. Prácticamente todas las monarquías europeas actuales están emparentadas. Pero, en esta memoria de un instante, tan importantes como Napoleón son los Beauharnais.

Bonaparte, tras la ejecución del vizconde de Beauharnais por el Terror, se casó con su viuda, Josefina. Los Beauharnais tenían una hija, Hortensia (y un hijo, Eugène), que Napoleón prohijó primero y, después, sugirió que se casara con su hermano Luis, con lo que logró una hija cuñada. La pareja recibió de regalo de boda el Reino de Holanda, que no fue suficiente para mantener el matrimonio, que se separó unos años después. Incluso aquí está el inevitable Talleyrand presente: se enamoró de un hijo natural suyo, Charles de Flahaut, ayudante de campo de Murat. No fue el único amante, el zar Alejandro I de Rusia también se contó en su larga lista de conquistas.

En el derrumbe napoleónico, Hortensia, sin embargo, permaneció fiel al emperador y, obligada también ella a exiliarse, compró un pequeño castillo en el cantón suizo de Thurgau, a orillas del Rin: Arenenberg.

Allí, Hortensia, al más puro estilo rousseauniano, creó un pequeño paraíso donde filósofos, músicos y literatos estuvieron. La arcadia del lago de Constanza, donde el propio Chateaubriand pasó largas temporadas. “No es el hombre quien detiene el tiempo, es el tiempo quien detiene al hombre”, dejó escrito en sus ‘Memorias de ultratumba’. Una casa de campo con espacios abiertos y una habitación coqueta con un toldo de rayas blancas y azules, con viñedos y terrazas, perros y vacas, y desde donde a ratos la vista sobre el lago debió de recordar a Hortensia las costas de la Provenza. Un instante de paz, después de una vida tan convulsa. Un reino privado y bucólico, perfectamente doméstico, más culto y más dominable que el de los Países Bajos, y donde su hijo, Carlos Luis Napoleón Bonaparte, iba creciendo. Allí vivió casi veinte años.

La muerte de Napoleón II, hijo de Napoleón y la emperatriz de Austria, María Luisa, y la de sus tíos y hermano mayor convirtieron a Carlos Luis en el heredero del bonapartismo. Elegido en 1848 presidente de la II República Francesa, no le bastó y no tardó ni tres años en dar un golpe de estado y proclamar el Segundo Imperio. El desastre de la guerra franco-prusiana lo condenó y le llevó al exilio. Napoleón III reinó dieciocho años.

Se había casado con Eugenia de Montijo, con quien tuvo un hijo, el futuro Napoleón IV (nunca reconocido por la República Francesa), que, educado en el exilio inglés, se alistó en el ejército británico. Murió, enfilado por una flecha zulú, en la guerra de Sudáfrica. La emperatriz Eugenia, que había pasado tantos veranos en el castillo de su suegra y donde su marido fue tan feliz, se convirtió a raíz de la muerte de su hijo en una sombra que se movía maquinalmente entre Biarritz y una casa de campo en Inglaterra. A raíz de su muerte, legó Arenenberg, la arcadia feliz en el cantón de Thurgau. “En Francia el olvido no se hace esperar”, afirma Monsieur de Chateaubriand. En Cataluña, tampoco.

*QUIM TORRA – 131 PRESIDENTE DE LA GENERALITAT

EL PUNT-AVUI