Vivimos en un mundo hiperemotivo. No descubro nada, excepto para los que todavía creen que es necesario alimentar más las emociones. Y esto va desde la multiplicación de programas escolares para educarlas pero que, de hecho, las exasperan, hasta programas de televisión de emoción basura con finales dramáticos de los que entonces se sorprenden. O desde la publicidad de las programaciones de música clásica hasta la que, por vender energía que contamina, recurre a una voz melíflua como si poner gasolina fuera hacer sexo.
El problema ya nos lo había anticipado Michel Lacroix en ‘El culto a la emoción’ con un subtítulo tan sugerente como ‘Atrapados en un mundo de emociones sin sentimientos’ (La Campana, 2005). La exacerbación de la ’emoción choque’ -como dice Lacroix- supone una sobreestimulación sensorial que empobrece nuestra sensibilidad y que, centrados en nosotros mismos, recorta aquella disponibilidad para la empatía, la comprensión o la capacidad de estar para los demás. Y, de antes, recuerdo un viejo artículo de Umberto Eco en el que, tras asistir varios días a un festival de filmes publicitarios, sostenía que el exceso de estímulos apaga el deseo, como había experimentado aquellos días.
Más recientemente ha sido Gilles Lipovetsky quien en ‘Plaire et toucher. Essai sur la societé de séduction’ (Gallimard, 2017) ha afirmado que la seducción se ha convertido en el motor del mundo. No es nada nuevo, como no lo es el estímulo del deseo, propio de las especies humana y animales. Pero, como en tantas otras cosas, los humanos tenemos la capacidad no de deshacernos, sino de superar y hasta de manipular nuestra condición animal, llevarla al límite y, aquello que era necesario, convertirlo en pulsión patológica. La tesis de Lipovetsky es interesante, pero no sé decir si supera a la de Edgar Cabanas y Eva Illouz sostenida en ‘Happycratie. Comment l’industrie du bonheur a pris le contrôle de nos vies’ (Premier Parallèle, 2018). Y es que la seducción sólo funciona si vende la promesa de una felicidad emocional más individual que colectiva.
Como resulta que estas lógicas de sobreestimulación emocional que van en contra del aprendizaje de la sobriedad emotiva -no de ignorarla y descuidarla- no son cosa de ahora mismo, ya podemos empezar a ver sus consecuencias. Algunas de las patologías que ahora descubrimos, especialmente entre los jóvenes, podría ser que se atribuyeran equivocadamente a desafíos de corto recorrido, como la reciente pandemia y el confinamiento. En cambio, podrían ser el resultado de la acumulación de tanto estímulo emocional. Mi tesis -a demostrar- sería que la hiperemocionalidad conduce, tarde o temprano, y por acumulación generacional, a una mayor fragilidad o, como se dice ahora, vulnerabilidad social. Ya llevamos a dos generaciones educadas en un clima de sobreprotección que las hace poco hábiles para gestionar la frustración. Y ahora, adultos jóvenes ellos mismos sobreprotegidos se muestran incapaces de ejercer la mínima autoridad necesaria para conducir a los hijos y, por supuesto, tenerlos.
Inquieta, pues, ver que una escuela se anuncia diciendo que hará feliz a los niños -en lugar de hacerlos inteligentes y aptos para afrontar las dificultades de la vida- o leer que se hace un drama por el proceso de duelo que se vive cuando se te ha muerto el gato. Y, más aún, preocupan las consecuencias de que todo esto conviva con una apelación hiperemotiva -y poco racional- a la toma de conciencia de la fatalidad de una supuesta apocalipsis causada por las grandes desgracias y desafíos que efectivamente tiene planteados el mundo actual.
Sería ingenuo esperar a que llegue una ola de sobriedad emocional y de mayor confianza en la razón que nos cure de unos dramas sobreactuados, causados más por la inseguridad personal que por la incertidumbre colectiva, y que, si no fuera porque crea víctimas reales, deberíamos decir que son ridículos. Pero, por ingenuo que parezca, yo no veo más remedio.
ARA