Henri Alleg: La question (la tortura en Argelia)

 

La tortura no es una respuesta ocasional del Estado contra la insurgencia. La tortura es la columna vertebral del Estado, el pilar de una institución que se atribuye el monopolio de la violencia y que se legitima con su poder para destruir física y psíquicamente a un ser humano. Hijo de padres judíos, Henri Alleg –cuyo apellido verdadero es Salem- nació en Londres en 1921. Al estallar la Segunda Guerra Mundial, se trasladó a Argelia, interiorizando poco a poco el anhelo de independencia de un pueblo colonizado. Periodista y militante comunista, soportó la durísima experiencia de la tortura, sin delatar a nadie. Cuando aún se encontraba bajo custodia de las autoridades francesas, recreó sus penalidades en un relato que burlaría la vigilancia penitenciaria y comenzaría a circular con notable éxito, revelando que el Estado francés secuestraba, torturaba y asesinaba con un absoluto desprecio hacia los principios de la República. Entre 1950 y 1955, Henri Alleg dirigió Alger Républicain, un periódico que reflejaba la lucha del pueblo argelino por constituirse como una nación libre y soberana. En septiembre de 1955, el periódico fue prohibido y en 1956 Alleg comenzaría a vivir en la clandestinidad. Los colaboradores de Alger Républicain van cayendo uno tras otro. El 12 de junio de 1957 la décima División de Paracaidistas secuestra a Alleg y le confina durante un mes en El Bihar, un barrio situado en la periferia de Argel. Durante ese tiempo, sufre las torturas más terroríficas, pero no proporciona ninguna clase de información. Después de ese tiempo, le envían al centro de internamiento de Lodi, donde Alleg escribe furtivamente La question, con una letra microscópica. En esa época, hay miles de argelinos en campos de concentración, sin que se haya formulado contra ellos ningún cargo. Una simple decisión administrativa sirve para privarles de su libertad, ignorando cualquier protocolo jurídico. El abogado Léo Matarasso, miembro del Tribunal Internacional sobre Crímenes de Guerra (también conocido como Tribunal Russell), acepta representar a Alleg y logra sacar el manuscrito, escondido en unas zapatillas. Cuatro folios en cada comunicación. El texto se difunde y produce una verdadera conmoción en la opinión pública internacional. Se especula sobre la situación de Alleg. Muchos temen por su vida. La trascendencia mediática del caso consigue que el 17 de agosto comparezca ante un juez instructor, que le acusa de atentar contra la seguridad del Estado al intentar reconstruir el disuelto Partido Comunista de Argelia. Durante el proceso, Alleg sufrirá varios careos con sus torturadores, que niegan haberlo maltratado. El 12 de febrero de 1958 se pone a la venta el libro en Editions de Minuit. Edgar Morin, compañero de clase de Henri, publica una reseña en France-Observateur, celebrando el libro. Jean-Paul Sartre escribe un artículo titulado “Una victoria” en L’Express, elogiando la obra. El periódico es secuestrado por orden judicial, pero el libro y la nota de Sartre ya han corrido como la pólvora. La obra se secuestra el 27 de marzo de 1958, pero en esas fechas ya se han vendido 65.000 ejemplares. La question se traducirá a 30 idiomas. En 1976, Laurent Heynemann realizará una adaptación al cine y en 2006 François Chatoten elaborará y escenificará una versión teatral.

 

Alleg logró que el juez militar visitara el inmueble de El Bihar. Sus precisas referencias a la cocina, el lugar donde transcurrían las torturas, confirmó que su versión no era una ficción, sino un testimonio veraz. El informe médico elaborado en Lodi corroboraba sus declaraciones, pues un mes después de los interrogatorios aún conservaba las huellas de la tortura: marcas en las muñecas y los tobillos, quemaduras, hematomas. Al inicio de La question, Alleg cita a Jean Cristophe: “Atacando a estos franceses corruptos, lo que defiendo es a Francia”. Escondido en el apartamento del joven profesor de matemáticas argelino Maurice Audin, que sería torturado y ejecutado extrajudicialmente por los paracaidistas franceses, Alleg conviviría durante 30 días con la tortura y la muerte, escuchando los gritos de los supliciados y soportando la brutalidad de unos militares que se comparaban con la Gestapo y las SS, orgullosos de infundir pánico. Saber que en el ala reservada a las mujeres se hallaban activistas tan valientes como Djamila Bouhired, aguantando sesiones de electricidad y vejaciones sexuales, le ayudó a mantener su determinación de no colaborar con sus verdugos. Los oficiales que le interrogan cumplen una formalidad que tal vez alivia sus conciencias. Le entregan un papel y le piden que escriba una delación, facilitando nombres y direcciones. Si no lo hace, será interrogado con métodos altamente persuasivos. Alleg no se deja intimidar y declina la oferta. Comienza entonces el procedimiento habitual. Le desnudan, le atan a una tabla y le enseñan un generador de corriente eléctrica. Le advierten que ser blanco y no “un moro”, agrava la situación, pues no tienen compasión con los traidores. Alleg conserva la serenidad y les recuerda que la ley les obliga a ponerle a disposición judicial en un máximo de 24 horas. Además, exige que no le tuteen. Los paracaidistas se ríen y le colocan unas pinzas dentadas en un dedo y el lóbulo derecho. Después, le rocían con agua. La primera descarga eléctrica le produce convulsiones y acelera su ritmo cardíaco, pero no le hace cambiar de actitud. Enfurecidos, los militares se ensañan con él, sin respetar ninguna zona de su cuerpo. Cuando la electricidad llega a sus genitales, experimenta la sensación de sufrir los mordiscos de un animal salvaje. Su resistencia les asombra y le llevan a presencia de Audin, que aún sigue vivo. Le piden que le cuente lo que le espera. El profesor, terriblemente desmejorado por las torturas, se limita a decirle: “Es duro, Henri”. Alleg es miope, pero ha perdido las gafas a consecuencia de los malos tratos y su visión borrosa le produce una aguda sensación de irrealidad. No volverá a ver Audin, que probablemente fue arrojado al mar o enterrado en una fosa clandestina. Es lo que se hace con las víctimas de las torturas, cuando han hablado y se convierten en un estorbo. Unos 40.000 argelinos correrán ese trágico destino.

 

En esas fechas, François Mitterrand es Ministro de Justicia y, con anterioridad ha ejercido de Ministro del Interior. Puntualmente informado por las autoridades militares, es imposible que no colaborara con el general De Gaulle y otros miembros del gobierno en la planificación de la contrainsurgencia, estableciendo como sistema de trabajo la tortura y el asesinato. Así lo afirma el oficial Paul Aussaresses, estrecho colaborador del general Jacques Massu. En 2001, Aussaresses, que ya se encontraba en la reserva con el cargo de general, publica Servicios especiales, Argelia 1955-1957, relatando sin tapujos sus crímenes:“Nuestro equipo salía cada noche hacia las ocho y nos las arreglábamos para estar de vuelta antes de medianoche con nuestros sospechosos, para proceder a los interrogatorios. […] La mayor parte de las operaciones conducían a interrogatorios y otras terminaban con liquidaciones puras y simples, que se hacían sobre el terreno. […] La tortura era utilizada sistemáticamente si el prisionero rehusaba hablar, lo cual sucedía con frecuencia. Era raro que los prisioneros interrogados por la noche llegaran todavía vivos al amanecer”. Cuando fue detenido Ben M’hidi, jefe del Frente de Liberación Nacional de Argelia, Aussaresses se reunió con el general Massu y ambos decidieron asesinarlo: “Llegamos a la conclusión de que un proceso a Ben M’hidi no era deseable: habría implicado repercusiones internacionales. […] Aislamos al prisionero en una habitación ya preparada […] y con el apoyo de mis ayudantes le ahorcamos de una manera que se pudiera pensar en un suicidio”. En una entrevista con el diario Le Monde, Aussaresses descartaba cualquier remordimiento: “Había que hacerlo y lo hice”.

 

Alleg pasará por diferentes formas de suplicio. Le quemarán con un soplete, le introducirán un tubo de goma en la boca y le obligarán a tragar agua hasta perder el conocimiento, le propinarán patadas y puñetazos, no le dejarán dormir, le suspenderán del techo, le aplicarán descargas eléctricas en la lengua, le amenazarán con violar a su mujer y matar a sus hijos, le obligarán a escuchar los gritos de otros torturados, no le dejarán dormir ni usar el baño. Una de las sesiones de tortura se prolongará doce horas. Alleg deseará morir, intentará aturdirse, anhelará que su corazón se rinda y deje de latir. El ayuda de cámara de Massu le visitará y le anunciará que va a desaparecer, si se niega a colaborar. Un médico, que trabaja con los torturadores, le inyectará pentotal, pero solo logrará producirle sueño y estupor. Alleg advierte que la tortura no solo afecta a los detenidos. La barbarie diseñada por políticos sin escrúpulos deshumaniza a todos los implicados. El “centro de clasificación” donde se tortura sin tregua es también “una escuela de perversión para los jóvenes franceses”. Alleg solo hallará consuelo en sus camaradas argelinos, que al cruzarse con él en los pasillos le susurran: “¡Valor, hermano!”. Saben que le han torturado, pues su cuerpo está lleno de heridas y vendajes. “En sus ojos –apunta Alleg, finalizando su valiente alegato- leía una solidaridad, una amistad, una confianza tan totales que, precisamente por ser europeo, me sentí orgulloso de tener un lugar entre ellos”. Cuarenta años después, Gilles Martin entrevistará a Henri Alleg, que en 1961 había publicado Prisionero de guerra, señalando que su experiencia debería ayudar a las nuevas generaciones a comprender las intenciones de fondo de las intervenciones militares en países extranjeros. Se afirma que el propósito es “combatir el terrorismo, salvar a la patria o defender la libertad, pero el verdadero motivo es explotar yacimientos de petróleo, de gas, de mineral, de diamantes, e impedir que algún pueblo se libere”. En su conversación con Gilles, Alleg equipara la “noche colonial” con la “noche nazi”. De hecho, Francia cometió horribles masacres. El 8 de mayo de 1945 reprimió una revuelta nacionalista en Setif, asesinando a 20.000 argelinos, incluidos ancianos, mujeres y niños. El 17 de octubre de 1961 la policía de París, dirigida por el criminal de guerra Maurice Papon, responsable de la deportación de 1.645 de judíos franceses a campos de exterminio nazis, ordenó que se disparara contra una manifestación pacífica convocada por el FLN para protestar contra el toque de queda impuesto a los argelinos. La policía no solo disparó contra los manifestantes, sino que también asesinó a transeúntes de rasgos magrebíes. El historiador Jean-Luc Einaudi estima que el número de víctimas oscila entre 200 y 393. Algunas fueron arrojadas al Sena y aparecieron en sus riberas. Otras murieron en el Palacio de los Deportes o el Estadio Pierre de Coubertin, donde se torturó salvajemente a los detenidos. De Gaulle ocultó los hechos, afirmando que solo era “un asunto secundario”. Pocos meses más tarde, se repetiría la tragedia, pero a menor escala. El 8 de febrero de 1962 una manifestación en contra de la guerra de Argelia y de la OAS desembocó en una nueva matanza. Convocada por el Partido Comunista y la CGT, nueve personas perdieron la vida en Charonne, una estación de metro. El 17 de junio de 1966 De Gaulle aprobaría una amnistía para exculpar a los asesinos y evitar futuros procesos judiciales. En la charla con Gilles Martin, Alleg recuerda que no se juzgó a nadie por los crímenes contra la humanidad cometidos en Argelia, salvo al general Jacques Pàris Bollardière, que se negó a torturar y asesinar. Héroe de la Resistencia, Bollardière “no podía soportar ver que los métodos utilizados contra los argelinos eran los mismos que los que aplicaba la Gestapo contra los resistentes franceses. Dirigiéndose a Massu, había dicho en una frase mordaz lo que pensaba de él y sus métodos: ¡Desprecio lo que haces, Massu!”. El comentario le costó un arresto de seis meses. Bollardière abandonará el ejército y dedicará el resto de su vida a luchar contra la guerra y la tortura, identificándose con los principios de la no violencia.

 

Al igual que en los bombardeos israelíes contra la Franja de Gaza, la mayoría de las víctimas de la Francia colonial no eran combatientes, sino mujeres y niños. No se puede hablar de guerra, sino de exterminio. Un exterminio que Camus nunca condenó. “Camus –afirma Alleg- nunca atacó la legitimidad del sistema colonial en sí mismo”. De hecho, “abandona a los comunistas en el preciso momento en que el Partido se compromete en una dirección cada vez más argelina y unitaria con las distintas fuerzas políticas nacionalistas”. El coronel Bigeard fue uno de los militares más implacables. Instructor de torturadores, organizó la desaparición de miles de personas, arrojándolas al mar con los pies en bloques de cemento. Su implicación en un genocidio no impidió que se le ascendiera a general y Giscard d’Estaing le nombró Secretario de Defensa. “En una palabra –observa Alleg-, casi un ministro. ¿Quién osará decir después de esto que la República es ingrata con sus fieles servidores?”. Alleg finaliza la entrevista citando al héroe de la Resistencia checoslovaca Julius Fucik: “Hombres: os he amado. ¡Estad alerta!”. Son unas palabras admirables, pues las escribió al pie de la horca. Fucik nació en Praga en 1903, estudió filosofía e ingresó en el Partido Comunista. Crítico literario y teatral, se pasó a la clandestinidad cuando se produjo la invasión nazi, ocupándose de mantener activas las publicaciones ilegalizadas. Detenido y torturado por la Gestapo en abril de 1942, ninguna tortura logró quebrantar su resistencia. Mientras esperaba la muerte en la celda 267 de la prisión de Plötzensee en Berlín, escribió 70 hojas que lograron burlar una a una los controles de la cárcel. Es la misma historia de Alleg, que confirma la tenacidad del espíritu humano. Fucik fue ahorcado el 8 de septiembre de 1943. Su obra se publicó por primera vez en 1945, con el título Reportaje al pie de la horca. El libro se tradujo a 80 idiomas y en 1950 Fucik recibió a título póstumo el Premio Internacional de la Paz. Al igual que La question, la obra rebosa humanidad y coraje: “Has tardado mucho en llegar, muerte. Pese a todo, esperaba conocerte más tarde, después de largos años. Esperaba vivir aún la vida de un hombre libre: poder trabajar mucho, amar mucho, cantar mucho y recorrer el mundo. Precisamente ahora, cuando llegaba a la madurez y disponía todavía de muchísimas fuerzas. Ya no las tengo. Se me van agotando. Amaba la vida y por su belleza marché al campo de batalla. Hombres: os he amado. Fui feliz cuando correspondíais a mi cariño y sufrí cuando no me comprendíais. Que me perdonen aquéllos a quienes causé daño. Que me olviden aquéllos a quienes procuré alegrías. Que la tristeza jamás se una a mi nombre. Ese es mi testamento para vosotros, padre, madre y hermanas mías; para ti, mi Gustina, y para vosotros, camaradas; para todos aquéllos a quienes he querido. Llorad un momento, si creéis que las lágrimas borrarán el triste torbellino de la pena, pero no os lamentéis. He vivido para la alegría y por la alegría muero. Agravio e injusticia sería colocar sobre mi tumba un ángel de tristeza”. Alleg murió por causas naturales el 17 de julio de 2013. Al igual que Fucik nos legó su alegría, su optimismo, su esperanza de un mundo mejor. A pesar de su terrible experiencia, siempre se rebeló contra la sentencia de Plauto, según la cual “el hombre es un lobo para el hombre”: “¿Quién si no aquellos que tienen un interés evidente en no cambiar nada del orden actual pueden contentarse con una visión tan pesimista y desesperanzadora del futuro del hombre?”.

 

No soy capaz de concluir esta nota sin mencionar a José Humberto Baena Alonso, fusilado con otros cuatro militantes antifranquistas el 27 de septiembre de 1975 por un régimen, cuyos hijos y nietos ideológicos gobiernan España hoy en día. “Papá, mamá: Me ejecutarán mañana de mañana. Quiero daros ánimos. Pensad que yo muero pero que la vida sigue. Recuerdo que en la última visita, papá, me habías dicho que fuese valiente, como buen gallego. Lo he sido, te lo aseguro. Cuando me fusilen mañana pediré que no me tapen los ojos, para ver la muerte de frente”. Los héroes nos dejan sus palabras, su ejemplo, su alegría y su esperanza. Los verdugos, en cambio, esconden su rostro, como hizo Billy el Niño en la Audiencia Nacional, pues saben que sus actos les han arrebatado hasta el último ápice de humanidad. La tortura se asocia a los gobiernos totalitarios, pero lo cierto es que nunca ha dejado de existir en Estados Unidos o en la UE, es el peón favorito del imperialismo norteamericano en su batalla por la globalización de su modelo político y social. En el Estado español, se cursan unas tres mil denuncias anuales por malos tratos y torturas, pero solo un 3% se resuelven con la condena –liviana- de algún agente de las Fuerzas de Seguridad. En esos casos, el gobierno suele intervenir, aplicando la gracia del indulto. Eso explica que en nuestro país la mitad de la población tema ser torturada en una comisaria o un cuartel de la Guardia Civil, si llega a ser detenida. En la democrática Francia, el porcentaje baja ligeramente: solo el 35% alberga ese miedo. Tal vez esa inquietud colectiva solo refleja la trastienda de dos países que abrazaron el fascismo en un pasado reciente. La España franquista y la Francia de Vichy asimilaron las técnicas de tortura de la Gestapo y prolongaron sus estragos durante décadas. El recuerdo de héroes como Alleg, Fucik o Baena (condenado en un juicio farsa) nos obliga a luchar para que la esperanza tenga la última palabra.

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