Manifestación a favor del catalán en la escuela y concierto de Lluís Llach en el Palau Sant Jordi donde todo el mundo cantó la Estaca. Todo el mismo día y… en color. Porque si no fuera por eso, se pensaría que estamos en enero de 1976 cuando el cantautor de Verges protagonizaba conciertos en el Palau dels Esports de Barcelona y muchos maestros y padres de los niños catalanohablantes hacían lo imposible para introducir el catalán en las aulas de la nación. El pasado sábado todo tuvo un cierto aire de ‘déjà vu’.
Si se quiere construir cualquier estrategia política, es necesario, ante todo, saber exactamente dónde se está. ¿Lo sabe el independentismo de base? Me da la impresión de que no del todo. Pero seguro que no hay nadie que crea que “lo tenemos a tocar” o “el mundo nos mira”. Sólo un iluso, o alguien con sueldo oficial, puede negar que el relato que va ganando ahora es que la independencia es imposible. Por esta razón, estamos defendiendo el último bastión de la patria (la lengua) en lugar de prepararnos para la proclamación del Estado catalán. Estiremos fuerte por aquí y estiremos fuerte por allá, pero la estaca no cae.
Éste resulta el mejor escenario para perpetuar una derrota momentánea que todo el mundo sabe que se ha producido, pero que ninguno de los actores institucionales y parlamentarios responsables reconocerán nunca. Sería aceptar su responsabilidad, impotencia y mediocridad. Es así como el conflicto lingüístico ha sido un regalo divino para el govern y sus aliados de la CUP. Volvemos a las mismas luchas de nuestros padres. Si seguimos así, el próximo año el eslogan de la manifestación del once de septiembre será: “libertad, amnistía y… NUEVO estatuto de autonomía”. ¿Exageraciones mías?
No hace falta ser muy sagaz para ver que absolutamente ninguno de los dirigentes políticos actuales piensa en cómo romper con España . Incluso se les escapa en público su incapacidad para ello. No hace muchos días el secretario general de Junts, Jordi Sànchez, reconocía que no sabía qué camino debía seguirse para llegar a la independencia. Es la manera mezquina de desmoralizar aún más a la gente. Porque, claro, si los líderes no saben qué hacer, ¿cómo diantre tendrá que saberlo un simple catalán de a pie?
Todo esto obedece a crear un clima colectivo donde sólo podemos aspirar a lo que sirven los dirigentes del independentismo institucional. Nuestra ambición nacional acaba con el 6% del catalán en Netflix o una posible ampliación del aeropuerto de El Prat. Es la impotencia del esclavo disfrazado de ‘realpolitik’. Quieren instalar entre nosotros su debilidad para que aceptemos cualquier migaja de Madrid.
Sin embargo, y como no se puede vivir eternamente en un clima de derrota, fijarán algún nuevo “objetivo de país” que tenga el “máximo consenso”. Repetirán como loros que la política es “el arte de lo posible” y nada más factible que plantear una “nueva relación con el Estado” a través de un nuevo texto estatutario. Naturalmente, los gobiernos de izquierdas de Madrid (por eso hay que apuntalarlos como sea) siempre estarán dispuestos a hablar de estas cosas que “están dentro de la ley y la Constitución”. Un escenario idílico para seguir manteniendo el pesebre y no tener que encararse a la realidad que puede hacer estallar el conflicto nacional: el odio congénito de España contra Cataluña y los catalanes.
EL MÓN