Hay que crear un gobierno provisional de la República

Con dos años es suficiente para hacernos una fotografía clara de dónde estamos, y diseñar unos apuntes que nos permitan llegar a donde queremos llegar. Desde la preparación del referéndum de autodeterminación hasta el desbarajuste político de estos últimos meses, compartido en Barcelona y Madrid, nos podemos hacer una idea más clara de cuáles son las reglas del juego en un proceso de construcción republicana, que, si bien sembrado de obstáculos y minas, sigue siendo un camino por donde la mayoría ciudadana de nuestro país, con más o menos determinación, ha decidido transitar. Es el único camino, además, que un régimen posfranquista, quizás no agonizante aunque sí bastante tocado, nos fuerza a emprender.

La primera lección que hemos aprendido, muy amarga, por cierto, para los que tiempo atrás no teníamos ningún problema en identificarnos como españoles, es que España no es una democracia. Que el Estado español de hoy es una actualización del mismo sistema operativo instalado en la fuerza en 1939 con un acto ilegítimo de violencia, y que mantiene la vigencia de sus principios rectores mediante la monarquía, los símbolos nacionales y una constitución que sólo es tomada en serio a la hora de reprimir la disidencia. Dos años después, nos ha quedado claro que no nos enfrentamos a un Estado occidental democrático, con unas normas de funcionamiento mínimamente razonables, sino a una dictadura, a un imperio que, parafraseando a Mijail Bakunin, sólo puede sostenerse gracias a la violencia y el crimen. Un régimen que, a pesar de que hace ingentes esfuerzos por mantener las estructuras de poder y dominación construidas durante el sanguinario franquismo, no deja de ser una versión relativamente sofisticada del antiguo régimen, fundamentada en la persistencia de los privilegios de una minoría que controla absolutamente todos los poderes fácticos y estratégicos, capaces, por ejemplo, de hacer sabotaje a cualquier gobierno mínimamente de izquierdas que cuestione el ‘status quo’. Un régimen que se fundamenta en un cierto culto a la personalidad -de ahí la importancia de mantener artificialmente una monarquía representada por personalidades mediocres y chapuceras- y con un aparato propagandístico -un nacionalismo español bastante banal- que asegura la adhesión de importantes sectores populares, que tienen en la catalanofobia un espacio de cohesión.

En estos dos años también hemos constatado la pluralidad del independentismo. Esto ha evidenciado una cierta fragilidad, que en el fondo también implica una solidez importante. Hay independentistas de izquierda y de derecha, creyentes y agnósticos, neoliberales y anarquistas, ambiciosos e ingenuos, razonables y pasionales, identitarios y posnacionales. Esto, como no puede ser de otra manera, origina fricciones explotadas diariamente por la propaganda imperial y guerrillas de ‘trolls’ que se dedican a intoxicar las redes sociales, este espacio tan necesario y tan sucio que sacude una realidad paralela, no siempre coincidente con una normalidad aceptable en las calles. Imagino que todo esto es inevitable; sin embargo, siempre he sostenido que las peleas, que tiene que haberlas, habría que reservarlas para el proceso constituyente, al día siguiente de la independencia efectiva. Ahora, en cambio, resultan un lastre contraproducente y paralizador.

En estos dos años, también ha quedado claro que el comportamiento errático de los principales actores requiere un cambio radical de orientación y de estilo. No descubriré América si reivindico que hace falta una hoja de ruta republicana adaptada (y adaptable) a las circunstancias de guerra sucia a la que nos han abocado. Y esto implica una combinación de tácticas y acciones por parte de muchos actores e intensidad cambiante. Implica las instituciones, las entidades independentistas y la ciudadanía políticamente organizada. Esto se traduce en la necesidad de la desobediencia a niveles diversos, una desobediencia civil que tiene poco que ver con la idealización progresista del término o la mitificación literaria; hablo de una agria confrontación, de ensuciarnos en el ring de barro al que la monarquía nos ha arrastrado. Una desobediencia civil que puede llegar a ser antipática, desagradable, fea, si bien necesaria, que pueda contrarrestar la guerra sucia por la que ha optado el Estado, sus ‘mariachis’ mediáticos y sus cloacas. Esta guerra sucia, consistente en hacer acciones de propaganda y guerra psicológica, ha conseguido manchar la ordenada y casi ‘novecentista’ lucha por la independencia, ha afeado el panorama vivido, aunque no deja de ser una buena señal, porque es una buena muestra de la impotencia del Estado a la hora de reconducir un irreversible proceso mental de divorcio emocional entre Cataluña y España.

Efectivamente, el Estado ha optado por la estrategia de la represión, una guerra propagandística que trata de desmoralizar a los independentistas y despersonalizar a la ciudadanía catalana a ojos de los españoles, y probablemente la desestabilización, chantaje o soborno de algunos líderes o figuras emblemáticas que puedan poner palos en las ruedas. Nada que no haya sido experimentado, con éxito modesto, en otros procesos de independencia cercanos y que históricamente España ha utilizado en todos los territorios de los que ha tenido que salir en contra de su voluntad.

Frente a esto, durante demasiado tiempo, el independentismo ha abusado de lirismo o del debate estéril. Aparte, la mayoría de tácticas y acciones que se han hecho hasta ahora han estado bien, y deberían mantenerse: una presencia pública constante, con manifestaciones, concentraciones, actos ante las prisiones, murales, esteladas o lazos amarillos que dejan en evidencia la dimensión del problema y la deslegitimación pública del Estado español y sus símbolos y representantes. Del mismo modo que, durante los últimos meses de la República Democrática Alemana, las concentraciones constantes acabaron por deslegitimar la dictadura comunista, haríamos bien en mantener e intensificar el esfuerzo y la participación. A pesar de que el formato de la Diada debería cambiar, este 11 de septiembre se debe mantener, a toda costa, la potencia de la movilización anual para denunciar la anormalidad de la dictadura española y la legitimidad de la autodeterminación, así como la del resultado del referéndum del Primero de Octubre.

Pero ahora mismo tenemos tres frentes de lucha (el presidente en el exilio y el Consejo para la República, las instituciones propias tuteladas por un Estado hostil y las entidades soberanistas acompañadas de la sociedad civil), cada uno con sus responsabilidades y ámbitos reales y potenciales de actuación, a los que habría que añadir otro: el gobierno provisional de la República.

El gobierno provisional de la República, que debería tener un carácter semiclandestino (una institución no oficial, aunque con visibilidad pública, preferentemente en el territorio), debería estar constituido por un presidente (que podría ser el Muy Honorable Carles Puigdemont, dada la legitimidad que le otorgaron las urnas en diciembre del 2017 y en las elecciones europeas) con un conjunto de personalidades de prestigio en el ámbito de su cartera correspondiente, de todos los espectros ideológicos y sociales, preferiblemente no asociados a partidos. Este gobierno provisional, que es lo que quizás haría falta que instituyera el Consejo para la República, debería convertirse en embrión de la administración republicana: debería tener capacidad de expedir pasaportes y debería publicar un ‘Dorca’ (Diario Oficial de la República Catalana) donde, además de la necesaria declaración de independencia, se recogieran las principales medidas de urgencia que tuvieran suficiente carga política para ser un polo de atracción ppara la mayoría del país. Por poner un ejemplo claro, en uno de los campos que conozco, la educación, habría que decretar de urgencia la gratuidad de la universidad; o en el campo del trabajo, penalizar la contratación temporal cuando fuera necesario; o en el campo de la vivienda, regular su precio. La existencia y presencia de este gobierno debe convertirse en un factor desestabilizador de la dictadura española, un desafío abierto y permanente que ponga en evidencia el conflicto entre una república democrática, con valores liberales y sociales, y una monarquía obsesionada con la represión y el autoritarismo. Muchos votantes del 1-O no elegimos entre España y Cataluña, sino entre franquismo y democracia. Es obvio que, dentro de las obligaciones de este gobierno provisional, institución de referencia de los republicanos, habría que preparar una nueva administración de justicia, un sistema de defensa y un sistema financiero y bancario propio. Una estructura, en definitiva, apta para actuar desde el primer minuto como autoridad provisional hasta unas elecciones constituyentes.

¿Qué pueden hacer las instituciones? Hay que entender que la Generalitat de Cataluña está intervenida -ya mucho antes del referendum- y que hay una parálisis profunda y un cierto miedo entre los técnicos no políticos que hipotecan la acción cotidiana, como resultado de una represión fundamentada en la reiterada desobediencia a las leyes españolas y la constitución. Ahora, teniendo en cuenta la capacidad que unos tribunales teledirigidos tienen tendencia a anular cualquier norma que salga del parlamento o del consejo ejecutivo, el impacto de determinadas medidas, aunque sea desde un punto de vista más moral que práctico, puede ser muy determinante a la hora de plantar batalla a la dictadura.

Contra la monarquía. A pesar de la anulación de las declaraciones institucionales de crítica respecto al monarca por parte de un Supremo demasiado condicionado por el ofendido, hay que perseverar en este tipo de declaraciones. Debemos entender que, en tanto que hace un papel simbólico, puede ser el eslabón débil del sistema. Declararlo persona non grata o exigir que no ponga los pies en el territorio de la República deben ser prácticas constantes, que, por muchos primos de ‘Zumosol’ que tenga en las instituciones españolas o en los grupos ‘mediáticos’, no dejará de acelerar su desgaste. Los ayuntamientos de la Asociación de Municipios por la Independencia (AMI) deberían hacer declaraciones de este tipo, por mucho que las anulen, que los amenacen o que los partidos de obediencia imperial les monten espectáculos. Los concejales de aquellos municipios que no sean de la AMI también las deberían impulsar para suscitar contradicciones entre aquellos partidos, que dejarían en evidencia su falta de coherencia política. Y no deberíamos descartar organizar un referéndum destituyente contra la monarquía, bien en el ámbito municipal (como las consultas), bien de alcance nacional, que se convirtiera en un nuevo acto de desobediencia colectiva y de control del territorio difícil de digerir para el régimen del 78. La sociedad civil, además, debería presionar para evitar que pudiera pasearse sin que decenas de miles de personas censuraran su presencia. Finalmente, cualquier entidad, cámara, colegio profesional, sindicato, asociación de vecinos, club deportivo, debería tener iniciativas en este sentido. Quien llama a la represión, quien simboliza la continuidad del franquismo, no puede ser nunca bien recibido.

Ley de reparación de las víctimas del régimen del 78. El millar largo de heridos por el 1-O, los agredidos por los paramilitares fascistas, los cientos de procesados, juzgados y sentenciados por unos tribunales interesados ​​y demasiado dependientes del Estado, los señalados por la ultraderecha, como los docentes denunciados falsamente, los manifestantes detenidos y multados -también por unos Mossos que actúan como correa de transmisión de determinados juzgados-, mientras no puedan anularse sus procesos, deben ser reconocidos por la Generalitat como víctimas, y deben ser compensados ​​con dinero público, favorecidos administrativamente y condecorados públicamente. Es de justicia elemental. Es una prueba que las instituciones catalanas, y muy especialmente en el parlamento, deberían pasar. Y, a pesar de que previsiblemente los poderes oscuros del Estado harán tanto como puedan para evitarlo, inventándose normas, procedimientos o sentencias, el hecho de que pase ya es poner en evidencia un régimen que ha incumplido sus derechos y que ha actuado como un Estado turco. ¿O es más bien Ankara quien se inspira en Madrid? El parlamento actual ha de impulsar una ley de estas características, el gobierno provisional decretar la anulación de todos los actos administrativos que se refieran a las mismas y la sociedad civil organizada ha de señalar con el dedo a los represores mediante la movilización constante.

Desde la perspectiva del brazo civil, es necesario impulsar y profundizar algunas medidas interesantes que ya se han emprendido. La propuesta de la ANC de crear un registro de empresas que no se dejan intimidar por las presiones de Madrid es interesante, pero no suficiente. Habría que crear, con aportaciones voluntarias de la ciudadanía republicana, una especie de holding republicano -si pudiera ser, en colaboración con algún grupo económico de algún Estado que tenga cuentas pendientes con España- que permitiera generar un espacio financiero para favorecer el crecimiento y la expansión de estas empresas y cooperativas, y poder crear o expandir empresas en ámbitos estratégicos, como el transporte, la seguridad, la energía, la comunicación o los medios. Esto, es evidente, debe ir acompañado de un boicot abierto a las empresas que no cumplan, por ejemplo, los derechos lingüísticos de los catalanoparlantes.

Esto ya se va haciendo; sin embargo, hay que profundizar en ello. Las comunidades catalanas en el extranjero deben presionar para desacreditar al Estado español a fin de debilitar aún más su estatus internacional. Esto implica reforzar la identificación catalana como nacionales de la República (también con documentos expedidos por la república provisional, que si bien en un principio no serán reconocidos como válidos, sí poseen un papel simbólico trascendente) y en su acción cotidiana. No es ningún secreto que presentarse como catalán en el mundo ya no provoca caras de extrañeza ni preguntas incómodas. La pedagogía en España no sirve, aunque para el mundo, explicando el conflicto con España como una confrontación entre una cultura política democrática y republicana y un régimen monárquico, represor y autoritario, debe ser una prioridad. Hay que recordar los hilos que ligan la monarquía a la dictadura y a las fuerzas oscuras globales. Hay que hacer evidente que la ultraderecha ligada al nacionalismo español más o menos disimulado. Cabe recordar que el proyecto español consiste en liquidar las minorías nacionales con la misma vocación que se eliminaron las minorías religiosas con un espíritu inquisitorial. Cabe recordar que la lucha por la independencia es la lucha por la democracia. Una democracia que, a diferencia de los extraños conceptos de obediencia a leyes de antiguo régimen que rigen en España, es la capacidad de poder construir una convivencia basada en el acuerdo, el consenso y el respeto a la diversidad y la disidencia. Que la independencia tiene más que ver con un proyecto de futuro que con el hecho de recordar los numerosos agravios pasados ​​y presentes.

La independencia y la República es un camino, largo, complejo y difícil. Sin embargo, y parafraseando (con perdón) a Margaret Thatcher, ‘no hay alternativa’.

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