Que el Estado español es un estado de derecho resulta difícilmente discutible. Las publicaciones internacionales más reconocidas sitúan a España en un lugar destacado dentro del ranking de países con un sistema democrático. Y de manera consistente y continuada desde hace varias décadas. Negar a España la condición de estado de derecho no tiene credibilidad.
Ahora bien, el hecho de que España sea un estado de derecho no quiere decir que su conducta sea siempre la que corresponde a este tipo de estado. En realidad, no hay ningún estado de derecho en el mundo que se comporte siempre como tal. En todos se producen desviaciones, más o menos intensas y más o menos frecuentes.
En el continente europeo, desde que disponemos de un Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) como institución del Consejo de Europa y de un Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TUE), tenemos constancia a través de las sentencias de estos tribunales que todos los países se han desviado del estándar de conducta exigible a un estado de derecho. Y en este terreno el Estado español es un estado más, que no destaca especialmente por el número de ocasiones en que ha sido condenado.
El problema en España es que el Estado tiende a no comportarse como un estado de derecho en dos extremos que son decisivos para la supervivencia de nuestra democracia parlamentaria: la monarquía y la unidad política del Estado. Cuando, por el motivo que sea, el estado de derecho intuye que se puede poner en peligro la institución monárquica o la integridad territorial del Estado, tal como son entendidas por los partidos de gobierno desde la entrada en vigor de la Constitución, España deja de comportarse como un estado de derecho.
Tuvimos ocasión de verlo en la reacción a la reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña de 2006 y lo estamos viendo en la reacción ante la conducta de Juan Carlos I durante los años de su reinado y también desde la su abdicación.
El estado de derecho se ha visto como un estorbo para hacer frente al nacionalismo catalán. Un fastidio que dentro del ámbito español no se ha percibido como tal porque el Tribunal Constitucional no ha ejercido el papel que tiene constitucionalmente encomendado de máxima instancia en cuanto a la garantía de los derechos fundamentales. En cambio, que el estado de derecho era un estorbo sí se ha percibido cuando han intervenido instancias judiciales de otros países europeos o el TJUE. Y ya veremos qué pasa cuando le llegue el turno al TEDH.
No se ha logrado convencer a ningún juez o tribunal europeo para que conceda la extradición de Puigdemont, Comín, Ponsatí o Puig. Ya sea porque no ha aceptado que hubieran cometido el delito de rebelión o sedición, como hizo de manera señalada el Tribunal Supremo de Schleswig-Holstein, ya sea porque no considera que el Tribunal Supremo es el “juez ordinario predeterminado por la ley” para poder solicitarlo, como acaba de hacer la justicia belga. No se pudo convencer al TJUE de que los nacionalistas elegidos parlamentarios europeos no podían adquirir la condición de tales por no haber jurado la Constitución. Puigdemont, Comín y Ponsatí son diputados europeos. Oriol Junqueras está pendiente de la decisión del Tribunal General de la Unión Europea. Todavía no ha llegado el momento, pero llegará, en que el TEDH deberá pronunciarse.
La manera de reaccionar ante el nacionalismo catalán da la impresión que se ha reproducido o, mejor dicho, se está reproduciendo- en relación a la monarquía. La pretensión de reducir la posición constitucional del rey a la “inviolabilidad”, que es lo que han sostenido hasta ahora y de manera ininterrumpida los letrados de las Cortes Generales -por ejemplo, para rechazar la creación de una comisión parlamentaria de investigación- , se continuará manteniendo ante los tribunales de justicia. La Constitución, para el rey Juan Carlos I, empieza y termina en la inviolabilidad.
Y de este modo, a veces parece que hay materias de las que no se puede ni hablar. Ni en sede parlamentaria ni en sede judicial, a menos que lo hagamos en esta última y al amparo de las garantías constitucionales del proceso penal, que son: principio de legalidad, juez natural, imparcialidad y doble instancia.
¿Hasta cuando?
ARA