Crisis alimentaria global: ¿el fin de la abundancia?
Oscar Raúl Cardoso
Durante veinte días de marzo y a través de un paro empresario en el sector agropecuario, la sociedad argentina vivió la peligrosa fantasía según la cual un sector de su economía podía decidir quién comería y quién no podría hacerlo en el país. No, no se trata -aquí al menos- de deslindar los grados de justificación -o lo injustificado- de la protesta sino recordar el debate público que ganó el espacio mediático en los días tensos: los descontentos invocaban democracia y Constitución para explicarse y pocos parecían recordar que ni ese sistema político, ni ninguna ley de leyes cobija el acto de inducir el hambre en las naciones donde imperan.
Otra característica de ese tiempo cercano estuvo dada por la inveterada vigencia del síndrome por el cual los argentinos ponemos un inmerecido esfuerzo por explicar nuestros atolladeros históricos como hechos únicos y aislados que casi nunca son. Es verdad que en esto hemos aprendido algo -sobre todo después de que el mundo nos plantara varias sonadas bofetadas en el rostro, la guerra por Malvinas, la crisis de la deuda, etc.- pero aún tenemos ese impulso distorsionado de excepcionalidad y cada tanto sucumbimos a él.
Este último aspecto es digno de particular atención porque -ahora que los signos son positivos y un acuerdo entre ruralistas y Gobierno parece posible- es bueno recordar que varios aspectos del conflicto no desaparecerán mágicamente y ni siquiera pueden tener una resolución doméstica. Son, inevitablemente, parte de un esquema de crisis internacional de los alimentos que no deja a salvo a la Argentina sin importar que sea un país que está en condiciones potenciales de alimentar a una población superior en diez veces o más a la que hoy posee.
Veamos algunos datos crudos del problema. Entre 1974 -último año en que se recuerda una crisis de precios de alimentos- y el primero de este siglo, los valores reales de los alimentos cayeron, en promedio, 74%. La espiral de precios que la precedió fue breve: arrancó en 1973 después del shock petrolero y los economistas la atribuyeron a factores de corta vida como el impacto sobre el transporte de los incrementos del combustible. Las economías desarrolladas reaccionaron rápidamente e introdujeron cambios mayores de eficiencia en su uso de la energía. Aun así fueron tiempos de inquietud social hasta en el Primer Mundo.
Desde el 2001, los precios de alimentos en los mercados mundiales han ingresado en una espiral loca ascendente. El pasado 25 de febrero, en un solo día de operaciones del mercado cerealero en Chicago, el trigo sufrió su revalorización históricamente más pronunciada: 25%.
Entre otros factores los analistas citaron el anuncio ese día del gobierno de Kazajstán, uno de los grandes productores del cereal, de introducir nuevos impuestos a la exportación para domar los precios domésticos. ¿Suena conocido aquí el dilema de la antigua república soviética? Ucrania, Rusia y Tailandia entre otros se han movido en la misma dirección.
Este cuadro del trigo es posible de ser reproducido, con guarismos apenas diferentes en otras commodities como la soja, el maíz y, por cierto, la carne. Un dato para el desconsuelo es que, a diferencia de lo que sucedió a comienzos de los 70, las razones del descalabro están aquí para quedarse. Cientos de millones de seres humanos se están incorporando al consumo de alimentos a los que antes no accedían -las carnes rojas y el pollo son emblemáticos- en las nuevas potencias en ciernes como la India y China. La agencia Organización Mundial del Alimento y Agricultura (OMAA) -parte del sistema de la ONU- estima que para dentro de ocho años los países en desarrollo consumirán un 25% más de aves y un 50% más de cerdo, claro está si los dejan la oferta y los precios.
Muchos creen que ese futuro de abundancia está en riesgo. El presidente del Banco Mundial, Robert Zoellick, advirtió hace pocos días que no menos de 33 naciones en desarrollo están cerca de enfrentar disturbios sociales originados en la escasez y los precios de los alimentos. “Allí donde la comida cuenta por la mitad y hasta tres cuartas partes del consumo no hay margen para sobrevivir”, agregó.
Hay una estadística que pone esto en blanco sobre negro: en los países desarrollados, entre el 15% y el 20% de los ingresos de una familia en la base de la pirámide social es destinada a la comida; en Indonesia ese porcentaje se eleva al 50, en Vietnam al 65 y en Nigeria al 73.
Desde el año pasado las protestas, muchas veces violentas, se han desplazado como una pandemia desde México a Italia, a Burkina Fasso y más recientemente a Haití. Alimentos es el virus común a todas. Tan solo en el 2007 el gasto de las naciones en desarrollo en alimentos escaló un 25%. Y aun si cada habitante pudiera pagar su comida a valor oro no hay seguridad de que la vaya a obtener: la OMAA estima que este año las reservas globales de grano serán las más bajas desde 1982.
Hay mucho más en el cuadro para considerar: el petróleo que no cede en valor -alcanzó los 112 dólares por barril esta semana- y el oportunismo de los productores a los que ahora interesa más satisfacer la demanda de maíz para biocombustibles -verbigracia, el etanol- que alimentar a un vecino que paga menos por tonelada. Pero el problema central, en un gran productor como la Argentina, no es el margen de ganancia sino la seguridad alimentaria de su población.
* Copyright Clarín, 2008.
Publicado por Clarín-k argitaratua
Mil millones de hambrientos
Sue Horton and Bjørn Lomborg
El hambre ha desaparecido de la conciencia del mundo rico. Las imágenes televisadas de niños del Tercer Mundo con sus barrigas hinchadas ya no remecen a los telespectadores. Las encuestas muestran que las naciones desarrolladas ahora creen que los grandes problemas del mundo son el terrorismo y el cambio climático.
Sin embargo, la desnutrición en las madres y sus pequeños se cobrará 3,5 millones de vidas este año. Las existencias mundiales de alimentos están en niveles históricamente bajos. En África occidental y el sur de Asia se han producido desórdenes civiles debido a la escasez de comida. El ritmo de avance para el objetivo de las Naciones Unidas de reducir a la mitad la cantidad de gente que sufre hambre para el año 2015 es angustiosamente lento, y quienes más sufren son los mil millones de personas que sobreviven con un dólar o menos al día.
La tragedia individual y las dificultades de un país van mano a mano. Vidas más cortas son sinónimo de una menor producción económica e ingresos más bajos. El hambre deja a las personas más expuestas a contraer enfermedades, lo que exige gastos en salud. Quienes son capaces de sobrevivir a los efectos de la desnutrición con menos productivos; los daños físicos y mentales implican que los niños se benefician menos de la educación.
Un ochenta por ciento de los niños desnutridos del mundo habita en el sur de Asia y el África subsahariana. Realizar intervenciones específicas para ayudar a los pueblos de estas regiones arrojaría grandes beneficios. Los estudios realizados por el Consenso de Copenhague indican que un enfoque idóneo sería dedicar más dinero a proporcionar los micronutrientes que faltan en las dietas de las comunidades pobres.
Las naciones ricas casi han eliminado el bocio (inflamación de la tiroides) mediante el uso de sal yodada, medida preventiva que no existe en un 30% de los hogares del mundo en desarrollo, pero que cuesta apenas $0,05 al año por persona. Las cápsulas de vitamina A, que ayudan a evitar problemas que afectan la visión y el sistema inmune, costarían apenas otros $0,20. La falta de hierro, uno de los principales problemas de micronutrientes, causa anemia, que hace que la gente esté más débil y sea menos productiva. La Iniciativa de Fortificación de la Harina apunta a fortificar un 70% de la harina de trigo fabricada en molinos de cilindros con hierro y ácido fólico para fines del año 2008. ¿El coste anual? Apenas $0,10 por persona.
Generalizar estos programas -y añadir suplementos de folato y zinc- para alcanzar al 80% de los habitantes del sur de Asia y del África subsahariana costaría cerca de $347 millones al año, pero permitiría obtener beneficios por una suma tan alta como $5 mil millones en mejores ingresos en el futuro y menores gastos en el sistema de salud.
Hay otras maneras de marcar la diferencia de manera rápida y poco costosa. Los parásitos intestinales como el áscaris, el tricocéfalo y la tenia consumen el hierro de las entrañas del portador, causando enfermedades y retardo intelectual. Los tratamientos de desparasitación eliminan un impedimento para acceder a una nutrición saludable. Un programa de tratamiento centrado en el sistema escolar de Kenia tuvo tanto éxito que hubo que contratar más profesores porque las escuelas se llenaron de alumnos.
También es beneficioso tratar a niños aún más pequeños. Desparasitar a los preescolares garantizaría beneficios en términos de desarrollo motor y del lenguaje por un coste anual de $0,50 por niño. Llegar a 53 millones de niños en el sur de Asia y el África subsahariana permitiría beneficios económicos seis veces mayores que el increíblemente modesto coste anual de $26,5 millones.
Cada una de estas opciones de políticas abordaría sólo un componente del problema general de desnutrición. En consecuencia, las autoridades de las naciones en desarrollo deberían considerar estimular a los hogares a cambiar sus hábitos alimentarios.
Una de las oportunidades más importantes para difundir mensajes educativos acerca de la nutrición es el embarazo. La dieta de una madre, la opción de amamantar y las prácticas de destete son fundamentales para el bienestar del niño. Los programas para aumentar el amamantamiento pueden significar un desafío en comunidades pobres donde usualmente las madres trabajan en labores agrícolas y tareas que significan un gran esfuerzo.
Promover el amamantamiento en el momento del parto también puede ser eficaz. Pesar a la futura madre, y pesar y medir al bebé, son herramientas importantes con las que dar mensajes educativos, y es posible usar las sesiones de educación como oportunidades para proporcionar micronutrientes y realizar tratamientos de desparasitación.
Realizar campañas educativas a nivel comunitario y a cargo de voluntarios que cubran el 80% del sur de Asia y África subsahariana costaría $798 millones al año. Los beneficios anuales rondarían los $10 mil millones.
En un mundo con muchos retos y dinero insuficiente, tenemos que tomar decisiones difíciles y no podemos hacerlo todo, pero no hay duda de que enfrentar el hambre de una manera eficaz en términos de los costes debería ser una importante prioridad global.
De modo que, si los pobres del mundo precisan de mensajes educativos acerca del amamantamiento y la nutrición, las naciones ricas requieren un tipo distinto de educación. Debemos llevar a casa el mensaje de que el hambre en el Tercer Mundo sigue siendo un problema global masivo al que tenemos la obligación moral de dar respuesta. Por una pequeña inversión, podemos comenzar a hacer que se vuelva un problema del pasado.
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* Sue Horton es Vicepresidente de la Universidad Wilfrid Laurier de Ontario, Canadá. Bjørn Lomborg es el organizador del Consenso de Copenhague, profesor adjunto de la Escuela de Negocios de Copenhague y autor de Cool It and The Skeptical Environmentalist.
* Copyright: Project Syndicate, 2008.
* www.project-syndicate.org/
* Traducido del inglés por David Meléndez Tormen