Hace falta más verdad

La principal condición para que el proceso soberanista siga adelante es añadirle verdad. Y por verdad entiendo el reconocimiento franco de las dificultades presentes y futuras que debe superar si quiere mantener el colosal desafío que hemos planteado tanto al Estado español como a la propia sociedad catalana. Resalto que no he dicho ‘la verdad’, y menos ‘mi verdad’. Hay tantas verdades como diversas son las perspectivas, las prisas o las expectativas que cada uno asocia al final del camino. Pero ahora ya no podemos fiar todo al entusiasmo colectivo y sería irresponsable ocultar la magnitud de los obstáculos por miedo a desilusionarnos. Es un combate que no se ganará con arrogancia sino con inteligencia. Y si ya se ha hecho frente a los miedos que venían de fuera, ahora hay que superar los propios miedos, los que se originan en el corazón del mismo movimiento independentista, y que son los más peligrosos.

Y el primero que hay que reconocer, sin excusas, es que la independencia necesita más apoyo, porque con el actual vamos cortos. El avance que ha hecho el independentismo en diez años es impresionante. Y no se puede cuestionar la valiosa victoria del 27-S, lograda en condiciones extremadamente adversas, que permite que el Parlamento y el Gobierno sigan avanzando en el proyecto. Pero no es suficiente para terminarlo. Conviene analizar por qué del 9-N de 2014 al 27-S de 2015 no se ha seguido creciendo como se esperaba. O por qué antiguos votantes de ERC o de CDC se decantaron por la CUP y dejaron a Juntos por el Sí a un diputado de poder hacer gobierno. Y no se pueden cometer errores de estrategia: ni en cuanto a la velocidad, ni en el orden de las decisiones a tomar.

Hace falta verdad, también, en la previsión de las dificultades internas que se producirán cuando debatamos sobre el modelo de país y tengamos que distinguir entre lo que es deseable, lo que es necesario y, sobre todo, lo que es posible. Hacer un país nuevo debe permitir cambios imposibles en el actual Estado español. Pero el nuevo país no es una hoja en blanco donde se puede escribir cualquier cosa. Decidir cómo gestionamos la complejidad lingüística, si nos mantenemos en la UE o cómo asumimos las responsabilidades exigibles en Defensa es un asunto de una gran complejidad técnica y política que no se puede tratar alegremente ni se puede aplazar más si queremos más adhesiones. Claro y neto: la República Catalana no satisfará todos los deseos particulares ni todas las aspiraciones colectivas.

Y, ahora mismo, hace falta toda la verdad sobre las dificultades para hacer gobierno. Las condiciones que pone la CUP, más allá del veto al presidente Mas, nos alejan dramáticamente de la independencia. Se quiere obligar a meter el clavo de la formación de gobierno por la cabeza de imponer un modelo de país que ni tiene un apoyo mayoritario ni es viable. Se impone una confrontación directa e inmediata con el Estado que no se puede ganar. Y si se está dispuesto a hacer todo tipo de piruetas porque se teme el posible resultado de unas nuevas elecciones en marzo, será que no se tiene suficiente confianza en la consistencia de la propia fuerza.

Si nos hemos dicho que era la sociedad civil quien había llevado la iniciativa, los difíciles equilibrios que ahora se viven en el plano político institucional también los ha determinado esta misma sociedad civil, que ha actuado con candidez. No habernos dicho toda la verdad ha hecho pensar que más que la prudencia lo que había que premiar electoralmente era la temeridad. Que nosotros poníamos la sonrisa, y que los políticos ya enseñarían los dientes. Pero la radicalidad y la fuerza del soberanismo nos la ha dado, paradójicamente, la moderación y la fragilidad de las voluntades que se han añadido a última hora. La victoria no la obtendremos por la intransigencia de los primeros incondicionales, sino por la confianza serena de los últimos que se apunten a la causa de la libertad.

ARA