Juan de Zumárraga y Diego de Landa son dos de las figuras destacadas que hoy homenajean las instituciones que representan a todos, todas y todes los españoles. Sin su escrupulosidad destructora, el artista Joan Fontcuberta nunca hubiera podido presentar en México uno de los proyectos que figuran en la exposición Monstres, que estos días puede verse en el Museu Can Framis de la Fundació Vila Casas. Fontcuberta expone una muestra de los 451 ejemplares que chamuscó de Fahrenheit 451 de Ray Bradbury. A diferencia de lo que sucede en la ficción, Fontcuberta empezó a quemar las portadas para, acto seguido, salvarlos de la quema. El volumen que recoge esta acción se titula Fahrenheit 451, Reloaded, un libro de artista en edición limitada a 20 ejemplares, editado en Ciudad de México por Ediciones Troconi-Latayf & Campbell (2020). Una caja de madera de nogal con un libro, doce originales fotográficos, una bolsa para pruebas forenses con ceniza de libros y una llave USB con el vídeo de la acción crematoria. En México, cinco siglos más tarde, aún tienen ganas de celebrar con grandes salvas de horror la piromaníaca intolerancia de algunos de los evangelizadores hispanos, tal como recuerdan dos de las nuevas bestias negras del españolismo: el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador y el papa Francisco, tildado de antiespañol sin rubor.
Grandes salvas de horror es lo que merecen hoy los dos héroes que inspiran la obra de Fontcuberta. De entrada, el franciscano Juan de Zumárraga, primer arzobispo de México, que en el año de Nuestro Señor de 1530 consideró que los códices aztecas eran demoníacos y los quemó en una hoguera que duró ocho días. Tres décadas después, el religioso Diego de Landa se invistió de inquisidor y organizó el Auto de Fe de Maní (Yucatán), que, el 12 de julio de 1562, quemó todo tipo de ídolos y otros objetos mayas, entre los cuales miles de códices escritos con los signos jeroglíficos de la lengua maya. Se calcula que Diego de Landa hizo incinerar toneladas de libros. Tan radical fue la destrucción que, tras unos años de reflexión en la península, se arrepintió, volvió al escenario del crimen y quiso reparar la quema masiva escribiendo una Relación de las cosas del Yucatán que, en el fondo, es el inventario de una destrucción atroz a través de la voz de su compungido destructor. En 1992, durante las celebraciones de los 500 años de Hispanidad, parecía que habíamos alcanzado el máximo grado posible de estulticia.
Tres décadas después comprobamos que esta aumenta año tras año.
La Vanguardia