La escritora cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda (Santa María de Puerto Príncipe —Camagüey—, 1.814-Madrid, 1.873), es ampliamente conocida, no solamente por la extensión y la calidad de su obra literaria que abarca géneros diversos, desde la sencilla impresión, o la leyenda, hasta el drama en verso y en prosa y la novela de largo aliento. Corre a la par con éllo su actitud militante en favor de los derechos de la mujer y de los esclavos en una época y sociedad especialmente reacias a considerar siquiera dichos temas. Y tampoco es desdeñable el interés generado por su vida misma, que parece calcada de la de algunas heroínas románticas, reales o de ficción, de aquellos autores europeos de la corriente, que fueron en gran medida sus modelos, en lo literario y asimismo en la vida. En este último sentido, resulta claro que más de un aspecto de las movidas y dramáticas experiencias de doña Gertrudis vuelve a hacer su aparición, cosa por lo demás inevitable, en personajes y situaciones de su producción autoral. Pero todo esto viene siendo fruto de análisis desde mucho tiempo atrás y ha llegado ya a un grado de desarrollo que permite plantearnos una imagen bastante clara y seguramente en la medida de lo posible muy cercana a lo objetivo en torno de la autora y de su obra.
En estas notas buscaremos hacer hincapié en un aspecto algo descuidado de las circunstancias de Gertrudis Gómez de Avellaneda en cuanto a su relación con Euskal Herria, la tierra de su sangre, y ver cómo, a través de la compleja relación que puede deducirse de sus trabajos artísticos e inclusive de aquel material que se ha dado en llamar su “autobiografía”, se hace clara lo que llamamos en el título la paradoja, una paradoja que abarca con sus sombras y laberínticas complejidades no solamente a la escritora, de ascendencia vasca por ambos lados, como lo comprueban los apellidos paternos y maternos, Gómez de Avellaneda y Arteaga y nacida en la Cuba aún colonial, sino también a muchos en iguales condiciones, antes de 1.898 en el caso de la isla antillana y aún hasta hoy, dentro y fuera de las disímiles unidades políticas que a ambas partes del Pirineo parcelan la tierra de los vascos. Un problema de educación, de conocimiento y de desconocimiento, que debe ser comprendido para poder ser enfrentado y superado: la identidad y, en función de ella, el derecho a la percepción, a la expresión, al desarrollo y a la transmisión de una historia y una cultura propias.
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Gertrudis Gómez de Avellaneda y Arteaga. Su obra de temática vasca
Nuestra autora escribía naturalmente en castellano. Resulta hasta dudoso que conociera algo de euskera, aún considerando sus orígenes familiares por ambas ramas, pero con todo en su producción aparecen algunos títulos, no muchos por cierto, que muestran su interés por las cosas de la tierra de Euskal Herria. Podemos mencionar en esa serie dos composiciones en verso muy interesantes —respetamos la ortografía castellana original de Gómez de Avellaneda—, “Al árbol de Guernica” y “El canto de Altabiscar”, una tragedia rimada de temática histórica en tres actos: “El príncipe de Viana” y un grupo de “leyendas” de entre las cuales es la más conocida “La dama de Amboto”, pero que abarca además otros títulos como: “La flor del ángel (tradición vascongada)”, “ ‘La bella Toda’ y ‘Los doce jabalíes’, dos tradiciones de la plaza del mercado de Bilbao” y “La ondina del lago azul, recuerdo de mi última excursión por los Pirineos”, esta última de ubicación geográfica un tanto imprecisa.
La primera de las composiciones que mencionamos expresa de manera anticipada muchos de los temas clave del bizkaitarrismo (no olvidemos que Gertrudis escribía estas obras después del fin de la Primera Guerra Carlista y que moriría en 1.873, cuando Arturo Campión, de 19 años, estaba enrolado con los liberales en la Tercera Guerra, Sabino de Arana y Goiri contaba apenas 8 años y “Amaya” todavía no se había escrito). Doña Gertrudis recorre los tópicos que por lo visto, y esto es interesante observarlo, formaban ya parte por lo menos del imaginario de los intelectuales vascos y tanto camino harían años más adelante: un pueblo indomable de origen antiquísimo, libre y feliz en sus tierras jamás holladas por el enemigo, romanos y moros siempre derrotados por los vascos, inmutabilidad eterna de sus tradiciones, idioma y leyes, democracia popular respetada por los reyes, las alabanzas de Rousseau y de la Convención francesa a su forma de gobierno…, en fin, una serie que nos es de sobra conocida hoy, en lo que de cierto tiene y asimismo en sus exageraciones. En cualquier caso resulta siempre de altísimo interés ver la repercusión de estas ideas en una persona nacida y criada en el Caribe, e hija de un funcionario colonial de la Corona española. También parece casi un presagio la forma en que cierra su inflamada poesía, como sintiendo que una sombra, sin poder superarlo, cubrirá empero muy pronto el ramaje del roble famoso, como todos los días se retira el sol.
En el Canto de Altabiscar Gómez de Avellaneda no hace más que una traducción poética de las expresiones de aquella famosa falsificación de Garay de Monglave de 1834, tan al gusto de los autores románticos y sin duda inspirada en los modelos ingleses de Scott. El canto, como sabemos, fue editado en castellano por Manterola, quien creía en su autenticidad, en su “Cancionero vasco” (serie 2.ª, tomo III, páginas 44-46; Donosti, 1878), cuando ya nuestra autora hacía unos cinco años que había muerto, aunque naturalmente corrían muchas retraducciones y versiones retocadas desde que su verdadero original había sido escrito en francés.
Y al mismo tiempo que se dedicaba a trabajar con habilidad la “materia euskérica”, como diríamos recordando los ciclos de novelas de caballería, Gertrudis Gómez de Avellaneda publicaba otras cosas como la siguiente: “¡Salve, oh pendón ilustre de Castilla, / que hoy en los muros de Tetuán tremolas, / y haces llegar a la cubana Antilla / reflejos de las glorias españolas! / La media luna que ante ti se humilla, / recuerda ya que entre revueltas olas, / de la raza de Agar con hondo espanto, / se hundió al lucir el astro de Lepanto. // Y esa morisma de la Europa afrenta, / que el rugido olvidó de tus leones, / hoy al golpe cruel que la escarmienta, / forjando en su pavor fieras visiones, / de siete siglos a la luz sangrienta / juzga que mira alzarse entre blasones, / sus turbantes teniendo por alfombras, / del Cid, de Alfonso y de Guzmán las sombras. // ¡Oh!, ¡sí!, contigo van, por ti pelean / esos nombres augustos; de su gloria / los rayos en tus pliegues centellean, / como fulguran en la hispana historia. / ¡Que así triunfantes para siempre sean / símbolos del honor y la victoria, / la civilización mirando ufana, / que hoy te hospeda Tetuán, Tánger mañana!” (“Al pendón castellano”), cuya áspera letra nos permite ubicar su producción entre febrero y marzo de 1.860, durante la campaña de Prim en la Guerra de África. El exaltado patriotismo español de nuestra autora no le permitió sin duda notar que esos mismos, sin duda heroicos e ilustres pendones de Castilla, eran con todo los nietos de aquellos que habían tronchado años atrás el protector ramaje del roble guerniqués, herido casi de muerte a las libertades vascas y aún tenido mucho que ver en el doloroso final de la única expresión política de los vascos antiguos, el reino de Nafarroa, por 1.521 y en la tragedia de uno de los personajes que tratara su pluma, el príncipe de Biana. Los mismos pendones que no mucho tiempo más tarde concluirían con lo poco que de los fueros vascos subsistía y llevarían por cierto bastante sangrientos “…reflejos de las glorias españolas” nada menos que a su lejana y muy amada tierra natal al otro lado del Océano.
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Y, puesto que acabamos de mencionar al príncipe de Biana, parece adecuado que visitemos un poco esta producción de más largo aliento de Gertrudis Gómez de Avellaneda, obra con prólogo dedicado a “Fernán Caballero” y que se representara en Madrid en el año de 1.844. La misma Gómez de Avellaneda sostiene que, teniendo como meta el efecto dramático, durante la redacción de la misma prefirió, antes que la historia como ella la conocía al menos, acentuar el aspecto negativo de Juana Enríquez, la madrastra de Carlos de Viana y madre del famoso Fernando llamado “el Católico”, como el verdadero genio maligno detrás de las actitudes del rey de Aragón. A confesión de partes… En parlamentos como el siguiente es claro que la autora no exageraba en lo que decía acerca de su toma de posición frente a la reina de Aragón: “¡Si! ¡Sois la reina!, ¡Si!, ¡sois ese monstruo / que Castilla abortó para su mengua!…/ ¡Sois prole infausta de bastarda estirpe, / que al solio de Aragón se alzó soberbia / —por antojo de un viejo enamorado— / Para hacer que la sangre lo enrojezca / de su estirpe real!… ¡Sois la ambiciosa / que no halló nunca en la virtud barreras…!” Pero más allá de las acusaciones contra la reina de Aragón, la obra hace mucho más hincapié en los aspectos íntimos de los personajes, en el estilo agradable a Gómez de Avellaneda, antes que a la situación general de conmoción que es en su producción más que nada un marco para la actuación de las dramatis personae. Sin embargo, en algunos puntos resulta interesante oírlos hablar. Por ejemplo, cuando Isabel, la hija del canciller y enamorada del príncipe Carlos busca convencer a éste en su prisión de Aitona de que debe encabezar la resistencia sin desistir, porque: “Tres reinos ven sus fueros despreciados / tres reinos ven que a la ambición vendidos / de una extranjera odiosa, en vos se ensaya / la cadena cruel que ha de oprimirlos. / Con vos se salvan o con vos perecen / las libertades patrias; pues los tiros / de arbitrario poder, que a vos os hieran /, contra ellas van, don Carlos, dirigidos…” El argumento es excelente, aunque tal vez un poco ahistórico, en el sentido de que ese panorama tan bien descripto por la autora desde su ubicación a mediados del siglo XIX, difícilmente pudiera haber sido expresado con tanta claridad en el momento en que los sucesos tenían lugar, pero en cualquier caso, valedero y muy adecuado para expresar el verdadero sentido que la imagen del príncipe de Biana, en fin de cuentas por su educación y en parte por su ascendencia poco relacionado con las tierras de las cuales era legítimo soberano, podía revestir ante los ojos de quienes se embanderaron tras su causa, dado que “los tiros de arbitrario poder” contra la figura individual del magnate iban en efecto dirigidos, en el marco de un grand dessein político, precisamente contra “las libertades patrias”, algo relativamente similar a lo que mucho más tarde y en vida de Gertrudis Gómez de Avellaneda pudo en esas mismas tierras dar una amplia base al Carlismo, más allá del expreso juego de palabras. Y la “extranjera odiosa”, “prole infausta de bastarda estirpe” es nada menos que doña Juana Enríquez de Córdoba y Ayala, una castellana de las más encumbradas familias de las tierras donde ondeaba el “pendón ilustre”… Sobre la agitación que movía a los tres reinos que la Gómez de Avellaneda menciona, resulta curioso que precisamente Nafarroa no aparezca casi en la tragedia, cuando sí lo hacen y constantemente, Cataluña y Aragón, e inclusive en una aislada ocasión las demás tierras vascas: “Desatado el infierno nos persigue / acabo de tener noticias ciertas / de que en Guipúzcoa y Álava y Vizcaya / de discordia civil arden las teas; / mientras triunfante de su bando al frente / el condestable de Beaumont la enseña / de Navarra tremola por don Carlos / y en Borja estragos y desastres siembra.” Las teas “de discordia civil” que ardían en las tres provincias y que hallaban su correlato en el enfrentamiento de beamonteses y agramonteses y que poco tiempo más adelante llevarían en su incendio a que se contemplara el drama de fuerzas vascas colaborando con Castilla en la anexión manu militari de Navarra, ya sabemos que no eran más que el resultado final de las guerras Banderizas. Quizás la escritora no haya conocido su historia. Como sea, en “El príncipe de Viana” se hace perceptible por momentos que el pasado y las tradiciones vascas ejercen cierto efecto en sus trabajos literarios. Como no podía ser de otro modo, es justamente en las tradiciones donde la relación de la autora con la tierra de sus antepasados se torna más humana en aquel sentido que expresara Pío Baroja en su “Jaun” al hablar de su sentimiento íntimo con respecto a la tierra de Euskal Herria: “…soy un poeta aldeano, poeta humilde, de un humilde país, del país del Bidasoa”. Naturalmente no deja de seguir los modelos de la producción romántica, un aura de Bécquer se hace evidente en, por ejemplo, “La dama de Amboto” o en “ ‘La bella Toda’ y ‘Los doce jabalíes’, dos tradiciones de la plaza del mercado de Bilbao”. La primera de estas leyendas de Gómez de Avellaneda, por ejemplo, brinda una típica explicación medieval, entendiendo bajo ese rótulo a cómo veían la Edad Media los autores de su corriente, a las mil y una historias sobre Mari que sin duda ha debido conocer, si no de antemano tal vez en alguna de sus estancias en tierras vascas. Es claro que la historia que la autora nos relata es una verdadera capitis diminutio para el complejo personaje que tiene por costumbre habitar las cimas de las montañas vascas, puesto que la reduce a un simple fantasma maligno castigado eternamente a ser agüero de fatalidades por haber, en un ataque de celos, asesinado a su hermano mayorazgo. Los críticos coinciden en cuanto a sostener que esta leyenda es exclusivamente una excusa para que la cubana rompa una lanza a favor de la igualdad femenina. No estarán muy desencaminados, puesto que si de algo carece la obra es precisamente de ambiente vasco, ya que podría jugarse asimismo en, por ejemplo, las fronteras escocesas tan puestas de moda por Scott, y nada se perdería ni se ganaría. Sin embargo, el mismo hecho de haber elegido al Anboto y a su misteriosa habitante señala la predilección de Gómez de Avellaneda por lo vasco, aunque más no fuera como entorno para su creación.
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En suma, una creadora comprometida e inteligente de una época y lugares en los cuales no era muy común encontrar a una mujer como autora, de neta estirpe vasca aunque criada por completo en el amplio seno de lo hispánico, nos sirve de paradigma de tantos vascos nacidos y criados en la América española en un desconocimiento casi absoluto de su propia historia y cultura, pero sintiendo a la par una honda atracción por ellas. Esa problemática se repite con el tiempo y la separación del solar ancestral y es un factor inevitable a tener en cuenta en el momento de considerar las relaciones con tantos miembros de la diáspora vasca en el extranjero, apartados de sus orígenes ya por varias generaciones, para que así muchos de entre ellos comprendan lo que no pudo conocer doña Gertrudis: que hay en sus viejas tierras otros pendones al menos tan ilustres como los de Castilla.
“Al Árbol de Guernica:
Tus cuerdas de oro en vibración sonora/Vuelve a agitar, ¡oh lira!, / Que en este ambiente, que aromado gira, / Su inercia sacudiendo abrumadora / La mente creadora, / De nuevo el fuego de entusiasmo aspira. // ¡Me hallo en Guernica! Ese árbol que contemplo, / Padrón es de alta gloria / De un pueblo ilustre interesante historia / De augusta libertad sencillo templo, / Que —al mundo dando ejemplo— / Del patrio amor consagra la memoria. // Piérdese en noche de los tiempos densa/Su origen venerable; / Mas ¿qué siglo evocar que no nos hable / De hechos ligados a su vida inmensa, / Que en sí sola condensa / La de una raza antigua e indomable? / Se transforman doquier las sociedades; / Pasan generaciones; / Caducan leyes; húndense naciones / Y el árbol de las vascas libertades / A futuras edades / Transmite fiel sus santas tradiciones. / Siempre inmutables son, bajo este cielo, / Costumbres, ley, idioma… / ¡Las invencibles águilas de Roma / Aquí abatieron su atrevido vuelo, / Y aquí luctuoso velo / Cubrió la media luna de Mahoma! / Nunca abrigaron mercenarias greyes / Las ramas seculares, / Que a Vizcaya cobijan tutelares; / Y a cuya sombra poderosos reyes / Democráticas leyes juraban ante jueces populares. / ¡Salve, roble inmortal! Cuando te nombra/Respetuoso mi acento, / Y en ti se fija ufano el pensamiento, / Me parece crecer bajo tu sombra, / Y en tu florida alfombra / Con lícita altivez la planta asiento. // ¡Salve! ¡La humana dignidad se encumbra / En esta tierra noble / Que tú proteges, perdurable roble, / Que el sol sereno de Vizcaya alumbra, / Y do el Cosnoaga inmoble / Llega a tus pies en colosal penumbra! // ¿En dónde hallar un corazón tan frío / Que a tu aspecto no lata, / Sintiendo que se enciende y se dilata? / ¿Quién de tu nombre ignora el poderío / O en su desdén impío / Tu vejez santa con amor no acata? // Allá desde el retiro silencioso / Donde del hombre huía / —Al par que sus derechos defendía— / Del de Ginebra pensador fogoso, / Con vuelo poderoso / Llegaba a ti la inquieta fantasía; // Y arrebatado en entusiasmo ardiente / —Pues nunca helarlo pudo / De injusta suerte el ímpetu sañudo— / Postró a tu austera majestad la frente / Y en página elocuente / Supo dejarte un inmortal saludo. // La Convención francesa, de su seno, /Ve a un tribuno afamado / Levantarse de súbito, inspirado, /A bendecirte, de emociones lleno / Y del aplauso al trueno / Retiembla al punto el artesón dorado. // Lo antigua que es la libertad proclamas… / ¡Tú eres su monumento!— / Por eso cuando agita raudo viento / La secular belleza de tus ramas / Pienso que en mí derramas / De aquel genio divino el ígneo aliento. // Cual signo suyo mi alma te venera, / Y cuando aquí me humillo / De tu vejez ante el eterno brillo, / Recuerdo, roble augusto, que, doquiera / Que el numen sacro impera, /Un árbol es su símbolo sencillo. // Mas, ¡ah! ¡Silencio! El sol desaparece / Tras la cumbre vecina, / Que va envolviendo pálida neblina… / Se enluta el cielo… El aire se adormece… / Tu sombra crece y crece/ ¡y sola aquí tu majestad domina!”.