A lo largo de la carretera 44, entre Budapest y Gyula, antesala húngara de Rumanía, casi todas las gasolineras lucen la bandera roja de Lukoil. Los rusos han vuelto. Lo mismo ocurre al otro lado de la frontera impuesta por el tratado (Trianon, 1920) que entregó Transilvania a los rumanos y acabó con los sueños de la Gran Hungría. Lukoil también impera en la ruta que enlaza Timisoara (rebosante de empresas del Véneto italiano) con la Sublime Puerta de Estambul. El oligopolio ruso del petróleo alimenta el corredor entre Centroeuropa y Turquía. Chicas rumanas que sólo han conocido la pobreza se ofrecen a los camioneros, apostadas cerca de las gasolineras. El paisaje es hermoso y la vida dura en la vasta llanura que invita a soñar con el Danubio.
A lo largo de la carretera 44 han pasado algunas cosas importantes. La noche del 4 de noviembre de 1956, János Kádár culminó en la localidad de Szolnok la traición a Imre Nagy, el comunista moderado que intentaba capear la revuelta popular contra el estatalismo soviético y procuraba convertir la diezmada Hungría en una segunda Austria: un país neutral fuera del Pacto de Varsovia. Desde Szolnok, el ferroviario Kádár pidió el regreso de los tanques rusos. (Jruschov, que no quería ser Stalin, dudaba; Occidente estaba distraído con la crisis de Suez, y la opinión decisiva en Moscú acabó siendo la de Mao, que desde Pekín imaginaba el efecto dominó de la pequeña Hungría).
Entre el 16 y el 25 de diciembre de 1989, el ejército húngaro apostado a lo largo de la carretera 44 interceptó las transmisiones de la Securitate rumana, ofreciendo valioso apoyo a la revuelta de Timisoara, hoy rumana, ayer húngara (Temesvár), verdadero principio del fin del siniestro régimen de los Ceausescu. Meses antes, los herederos de Kádár (que después de la traición del 56 se convirtió en una especie de Oliveira Salazar oriental y dirigió el régimen comunista más mórbido del Pacto de Varsovia), dieron el gran estacazo al muro de Berlín al permitir que los alemanes del Este transitaran hacia Occidente a través de la llanura magiar.
En la carretera 44 pronto volverán a ir mal dadas, sostiene el politólogo norteamericano George Friedman en Los próximos cien años, un libro desconcertante que hay que leer. Presidente de una compañía privada de análisis geopolítico denominada Strategic Forecast (Stratfor), el señor Friedman sostiene que Turquía, cansada de esperar ante las puertas de la Unión Europea, pasará a la acción y volverá a merendarse Centroeuropa, como en tiempos del imperio otomano. Este es su pronóstico: Turquía será una de las potencias emergentes del siglo XXI y trastocará la actual relación de fuerzas en Europa. Empujada por el aliento vital de sus más de setenta millones de habitantes, cohesionada por el islam y espoleada por su vieja tradición expansionista, la economía turca tomará la carretera 44, repostará en los surtidores de Lukoil y no frenará hasta llegar a las puertas de Varsovia. Sorpresa: los polacos frenarán al Sultán.
Polonia -asegura Friedman- sustituirá a Alemania como principal potencia europea. Nada será lo que hoy parece, afirma este analista estadounidense al que unos dan crédito y alaban como jefe de una verdadera CIA privada y otros consideran poco menos que un majadero. Alemania y Francia, sostiene el analista provocador, están agotando el combustible de su vieja pujanza económica y Rusia fracasará en el segundo pulso a Estados Unidos. ¿Nostradamus?
Más profecías: China se colapsará pronto como consecuencia de su vertiginosa expansión económica (una dinámica demasiado potente acabará rompiendo las costuras del unitarismo mandarín) y Japón resucitará. Japón será la gran potencia oriental, rivalizando con Norteamérica en una fabulosa carrera militar en el espacio. Conclusión de Friedman: Estados Unidos seguirá siendo El Imperio.
¿Y España? Periferia, con algunos puentes atlánticos. Debilitadas las energías industriales de Francia y Alemania, definitivamente dislocada Italia entre un norte cada vez mas mitteleuropeo y un sur sin arreglo, España y Portugal serían el Extremo Occidente en el 2070.
Ante tal alarde, dan ganas de preguntarle al visionario jefe de Strategic Forescast sobre el porvenir del corredor mediterráneo, nuestra carretera 44. Me imagino la respuesta: “¿Ustedes creen que una Alemania en dificultades y recelosa de las cuantiosas deudas acumuladas por la Europa del sur, querrá financiar un corredor logístico llamado a restar clientes al puerto de Rotterdam y al poderoso eje del Rin?”
Del corredor mediterráneo se volverá a hablar en los cien días que vienen. El consenso sobre la única política razonable para la España mediterránea se ha hecho tan grande que el Gobierno Zapatero está obligado a buscar con ahínco el sello de corredor europeo prioritario (con las consiguientes subvenciones de Bruselas). En el 2002, el Gobierno Aznar ni siquiera se lo planteó, siendo la tenaz Loyola de Palacio comisaria europea de Transportes. Escasas fueron las protestas. Y es que la geopolítica evoluciona que es un primor.