En dos libros escritos y publicados en la políticamente tormentosa década de los años veinte del siglo pasado y que merece la pena todavía releer -‘Las dictaduras’ y ‘Por la concordia’-, Francesc Cambó decía, entre otras cosas, que la cuestión catalana había sido el factor más determinante de la política española desde el año 1898, es decir, desde el fin de la guerra de Cuba. El ‘problema catalán’ había tomado el relevo del ‘problema cubano’ en las preocupaciones políticas de España de la Restauración. Sobre todo desde que la aparición electoral del catalanismo político había hecho que un número considerable de electos catalanistas quedaran al margen del bipartidismo dinástico entre liberales y conservadores (de Cánovas a Sagasta, de Sagasta a Cánovas) en el que se sustentaba el régimen.
La apreciación de Cambó era justa por completo, pero quizás con el paso de los años la podríamos formular de otra forma y con otros nombres. Quizás el problema cubano y el problema catalán eran, en el fondo, dos expresiones de lo que podríamos llamar el problema español: la dificultad para definir desde principios del siglo XIX una nación española moderna y de crear una conciencia nacional española compartida entre todos los ciudadanos (o más bien súbditos) del Estado. Cuando España debe ir dejando de ser un imperio y debe pasar a ser un Estado nación moderno, el Estado ya lo tiene, pero le falta la nación. En la Constitución de Cádiz se proclama que “la nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”. Con la pérdida de Cuba y Filipinas, lo de “los españoles de ambos hemisferios” ya se ha ido absolutamente al garete. La construcción de la nación y la generalización de un sentimiento de pertenencia español debía circunscribirse a un trozo de la Península Ibérica (y Canarias y Ceuta y Melilla).
Pero entonces aparece con fuerza en el caso catalán –y, de forma incipiente, en el caso vasco– la existencia de realidades nacionales diversas que tienen además conciencia y voluntad política. Realidades que se resisten a su disolución. Y aquí vuelve a manifestarse el problema español. ¿Cómo crear una nación española sobre una realidad en la que hay territorios con un sentimiento de pertenencia propio? ¿Se debe construir España, la nación española, borrando o folklorizando estas realidades preexistentes? Sería el modelo francés, pero el proyecto nacional español es menos potente y menos atractivo, mientras que las realidades que quisieran borrarse son más fuertes, más arraigadas y en algunos caos más modernas, incluso económicamente. ¿Debe construirse esta conciencia nacional española respetando e integrando las demás conciencias nacionales, en una lógica de carácter confederal? ¿O simplemente es imposible construir una nación española homogénea, con un único mapa político compartido de arriba abajo, y sin expresiones políticas de las otras identidades, y por tanto es inevitable en un plazo u otro la disgregación, sobre todo si llega a funcionar un régimen democrático?
Este problema español es realmente una constante de los dos últimos siglos de la política española, que no se entiende sin la profundidad y la presencia constante de esta cuestión. Y las últimas elecciones en Galicia se pueden leer como un episodio más, y relevante, de este problema español sin solución, a estas alturas: ninguna de las tres posibles salidas se ha acabado imponiendo hasta ahora, ni la imposición de una conciencia nacional uniformada y homogénea (y mira que se ha intentado), ni la construcción de una España confederal respetuosa con las distintas identidades ni la disgregación o la secesión. La campaña de las elecciones gallegas ha estado más centrada en la cuestión nacional –y especialmente en la cuestión nacional española, paradójicamente- que en los debates sociales, económicos o políticos estrictamente gallegos. La posibilidad de una presidenta nacionalista de la Xunta -fuera del bipartidismo dinástico, para recuperar la terminología de la primera Restauración- había encendido todas las alarmas del sistema. Y finalmente los resultados electorales, con la sustitución del PSOE por parte del BNG como oposición alternativa al PP, se convierten en la confirmación de una nueva expresión en Galicia del problema español: la confrontación aún abierta sin que ninguna se haya impuesto de una forma rotunda y duradera de las tres vías, uniformización, confederación o secesión.
¿Qué ha pasado en Galicia? Dicho rápido, que el PP ha conservado su eterna hegemonía, algo debilitada. Que el PSOE se ha hundido, básicamente por un trasvase de votos al Bloc Nacionalista Gallego. Y esto en un escenario de crecimiento de la participación y de irrelevancia electoral del resto de fuerzas políticas que se presentaban. Esto puede leerse en términos de política española coyuntural, pero no es muy interesante, aunque a veces es muy interesado. Los electores gallegos, ¿han castigado, tal y como se ha escrito, la amnistía a los independentistas catalanes? Hombre, si lo hubieran querido castigar los electores del PSOE habrían pasado al PP o a la abstención, no al BNG. ¿Que el PP se refuerza? Ciertamente, ha ganado, pero no ha crecido y confirma en Galicia su problema general en España: no puede gobernar si carece de mayoría absoluta, porque ha roto los puentes del pacto con todos excepto con Vox. Un PP que se había convertido en algunos momentos en una suerte de partido regionalista gallego –cubrí un año la campaña, y el PP era visto como el partido de aquí, como lo intentó ser el PP de Cañellas en Baleares o el PSOE en Andalucía- llega a estas elecciones con la paradoja de ser el bastión del uniformismo español, sin querer perder por completo la marca gallega. Y salva los muebles en la ambigüedad. ¿Que el PSOE se hunde? Ciertamente, y debe preocuparse. Pero sólo relativamente: la apuesta del PSOE de Sánchez en una política española bipolar es encabezar un frente amplio con todos los que no quieren al PP, y esto incluye al BNG. El PSOE se debilita, pero el bloque que encabeza no. Otra paradoja: un PSOE que en Galicia siempre había sido especialmente jacobino se hunde en favor de un partido nacionalista gallego precisamente cuando parece más abierto a los nacionalismos llamados periféricos…
Pero más allá de la coyuntura, el problema español. El mapa político gallego no es –ya no lo era, pero ahora menos aún– el mapa político español. Existe un mapa propio, expresión de una realidad diferenciada. Hay una disputa en Galicia por la conciencia nacional y la cuestión nacional -española, catalana, gallega- ha marcado la campaña electoral. ¿Quiere esto decir que ahora, además del problema catalán y del problema vasco, España tiene también un problema gallego? Puede decirse así. Pero también puede decirse que se ha visualizado un nuevo frente para el viejo problema español, para el problema de definición, de vertebración y de interiorización de la nación española. Un problema que lleva décadas y décadas arrastrando y que no encuentra solución, ni en una uniformización que no se ha llegado a producir ni en una lógica confederal que ni siquiera se ha probado en serio ni en unas secesiones que tampoco han llegado… Un problema que España seguiría teniendo -se ha visto ahora en Galicia- incluso al día siguiente de una hipotética secesión catalana. Y un problema que en Galicia se ha hecho algo más grande y algo más evidente.
EL MÓN