Fukushima

Agnès Sinaí

Fukushima o el final del Antropoceno

Le Monde

 

 

El tsunami que azotó el noreste de Japón y las explosiones consecutivas en la planta de energía nuclear en Fukushima forman un bloqueo implacable de catástrofes humanas, geológicas y psíquicas.

El cruce de los elementos naturales con los objetos industriales hace que nuestro planeta sea un laboratorio a cielo abierto en cualquier lugar de la experimentación más inmune a la Tierra. Si hay un epicentro natural geológico del terremoto que devastó el nordeste de la isla de Honshu, la central de Fukushima, eeste representa el epicentro simbólico de la era del Antropoceno.

Desde el comienzo de la era industrial, Homo faber se erigió en fuerza geológica central y omnipotente. Esta era comenzó, hace doscientos años, con los inicios de la revolución industrial. Hoy en día, todos los ciclos de la biosfera son modificados por las actividades humanas -el ciclo del carbono, agua, fósforo …

Los glaciólogos miden en las profundidades de los hielos polares una sobredosis de gas de efecto invernadero que se origina desde los inicios de la industrialización a una escala sin precedentes con relación a los más de 800.000 años precedentes. Las condiciones climáticas actuales, transtornadas, no son sólo naturales. Jamás los elementos han experimentado una transformación tan rápida. La energía extraida del carbón, petróleo y uranio ha dado a ‘homo faber’ una capacidad acelerada de explotación y destrucción de la naturaleza.

El lanzamiento de dos bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki marcó el punto culminante de esta época del Antropoceno. La energía nuclear tiene su pecado original en la explosión de la bomba atómica.

El uranio y el plutonio están ahora involucrados en el combustible MOX, que es el orgullo de la industria nuclear francesa. “Ecológicos” porque obtenidos desde el reciclaje de parte de residuos altamente radiactivos, “confinados” en barricas y piscinas hoy evisceradas en Fukushima, estos materiales -los lugares más peligrosos del mundo- alimentan interruptores, radiadores, refrigeradores, los trenes de alta velocidad y las fábricas.

El consumo y el entontecimiento de la masa se habían convertido en un estado de naturaleza en la segunda mitad del siglo XX, los suministradores de electricidad nuclear han revestido las pepitas o copos de una “movida” mundial presentada como fuerza de emancipación. ¿La publicidad reciente de Areva no muestra una central nuclear cerca de una playa de fantasía, como Copacabana o Sendai antes del tsunami, en una fiesta en pleno apogeo con un sonido de lobotomía techno?

El Antropoceno es también ésto: la era de la exuberancia que elimina la ansiedad, donde la industria automotriz y de pantalla plana se han convertido en los derechos humanos fundamentales. Una era de la adicción, donde la producción de medios se ha convertido en el objetivo de la existencia. Una época de aceleración, donde el crecimiento, basado en el ciclo infinito de la producción y el consumo debe producir más cosas y más inútil para los que ya tienen demasiado. Esta es la lógica del productivismo.

El volumen de objetos electro-industriales supera la capacidad de entender nuestros sentimientos y nuestra imaginación”, escribe el filósofo Günther Anders. Que el Japón, un archipiélago vulnerables, ya alcanzado por dos bombas atómicas, haya podido consentir erigir cincuenta y cuatro reactores nucleares en una falla sísmica, probablemente ilustra el desarme del entendimiento humano frente a sus creaciones sorprendentes.

Hasta que un día… el sueño de la conciencia engendra monstruos. Las bombas -nucleares, químicas, climáticas- están comenzando a explotar. En ello estamos.

Frente a los restos de las ciudades destruidas, frente a la textura del futuro, que ya no es la misma, el terror no termina nunca. La reparación de los daños inmensos se antoja pesada y larga, caso de ser posible. Sin embargo, el apagón y la explosión de la contención de los reactores nucleares revelan lo irreparable e irreversible. Áreas enteras van a ser prohibidas para siempre, como en ‘Stalker’ de Tarkovski.

La energía nuclear es otro orden temporal diferente que la fuerza telúrica de las placas tectónicas o el fuego de los volcanes. La dureza de los elementos reveló el exceso tanto como la fragilidad de las máquinas termo-industriales.

La humanidad, actriz y víctima de los excesos, ha creado condiciones de vulnerabilidad al convertirse en motor de la transformación geológica más peligroso que las fuerzas de la Tierra. Hoy en día, la explosión en el centro de Fukushima dice que tenemos una cita con la salida, fracasada, del Antropoceno. Este desastre nos inteima a implementar una forma de despertar, no influenciada por el ritmo de la industria de las termo-máquinas.

El fin de los tiempos que tiene lugar en el noreste de Japón busca un comienzo, la conciencia de la futilidad de las actuales formas de crecimiento, basado en una sed terrible de energía, en beneficio de unos pocos firmas planetarias. Las empresas deben actuar en conjunto para inventar sistemas a escala humana, resilientes y cooperativas.

Agnès Sinaí, es periodista del medio ambiente, profesora de ‘Sciences Po’ en París, cofundadora del Instituto Momentum.

 

Xavier Bru de Sala

Callejón sin salida energético

El Periodico de Catalunya

 

Inevitablemente, la energía nuclear vuelve a estar cuestionada. Con la catástrofe de Fukushima se ha hundido la siempre frágil confianza en la seguridad de las centrales nucleares. A base de datos y argumentos, se había conseguido maximizar su conveniencia y arrinconar el miedo, basado en una peligrosidad real. Aún de manera incipiente, pero con un número creciente de países, la oleada constructora iba adquiriendo grosor. En el mundo hay docenas de centrales en construcción, sobre todo en Asia, incluido Japón. Algunas en el este de Europa. Los planes de nuclearización de Italia, Finlandia o la República Checa son conocidos. Paralelamente, en casi todas partes se ha optado por prolongar la vida de las nucleares en funcionamiento, y a menudo por incrementar su capacidad. La energía nuclear producida en el mundo representa un 16% de la generación de electricidad. A pesar de los esfuerzos en sentido contrario, a corto plazo bajará. Si tenemos en cuenta el incremento de la demanda energética, para no perder cuota, deberían construirse centenares de nuevas centrales, no docenas. Hoy es impensable.

Fukushima ha cambiado el panorama mundial y las perspectivas, a pesar de que el accidente es el resultado de una grave, estúpida y no denunciada imprevisión, consistente en no proteger contra inundaciones los generadores eléctricos que habrían garantizado la refrigeración. Los reactores afectados resistieron el terremoto y el tsunami. Las explosiones y las fugas provienen de la posterior falta de suministro eléctrico, que no se habría producido si se hubieran aislado los generadores al igual que en otros lugares. Los protocolos de seguridad serán revisados a fondo. Esto no quiere decir que, una vez aprendida la lección en todo el mundo, la generación de energía nuclear se recupere de la convulsión. En este conflicto entre la razón y la emoción podría ser que ya no hubiera forma de vencer el miedo con incrementos de seguridad, a pesar de que en Europa los riesgos sísmicos son bajos.

Es probable que el conflicto se resuelva de manera diferente según los países. A los menos ricos y a los menos democráticos les costará más cambiar de planes. En Alemania o Suiza, por ejemplo, la conciencia del peligro y la propia riqueza pasarán por encima de cualquier otra consideración. Los países que consideren que el coste es asumible, irán arrinconando las centrales. Otros con fuerte dependencia nuclear, como por ejemplo Francia, no se podrán permitírselo. El retraso en los programas será general, de forma que en los próximos años bajará todavía más el porcentaje de energía nuclear sobre el total producido.

Dado que el consumo y la demanda de energía aumentan con el crecimiento económico, también aumentará la presión sobre los hidrocarburos, el petróleo, el gas y el carbón. No hay que ser gurú ni profeta para prever un fuerte incremento del precio del petróleo, el bien más escaso, contaminante, causante de mortandad y consumido por nuestra especie. No hay forma de hacer el recuento de muertos por guerras del petróleo (Libia es el último caso, Irak el más flagrante), pero como mínimo, calculando muy por lo bajo, la proporción debe de ser de 10.000 por el petróleo por cada uno de Chernóbil, el único accidente nuclear que ha provocado muertes humanas. Es probable que la proporción macabra sea de 100.000 a uno. La diferencia es que el peligro mortal del petróleo, derivado de las luchas por su control, no afecta a los occidentales. Las centrales nucleares, sí.

Estamos obligados a considerar si la máxima prioridad es suprimir las nucleares o limitar las emisiones de CO2. En otras palabras, no hay ninguna ecuación antinuclear realista que no contemple en el resultado el incremento de las emisiones acusadas de provocar el cambio climático. El dilema es: o más CO2 o más nucleares. ¿Las energías alternativas y el ahorro, suponiendo que sean superiores al aumento del consumo, tienen que sustituir prioritariamente a la energía nuclear o a los hidrocarburos? Con el actual modelo económico o social, no hay alternativa. Las perspectivas de cambiarlo por uno que contemple una drástica reducción voluntaria del consumo energético son extraordinariamente bajas. Así pues, hay que ser muy egoísta, irresponsable o corto de miras para no enfocar el problema en toda su magnitud. Todo está relacionado. Si la energía no sale de aquí, saldrá de allá.

El petróleo barato se acaba. Gas todavía hay. El peligro más importante, para el planeta y para todos sus habitantes, sería -es ya- el incremento del carbón por parte de países como China, que disponen de él quizá para siglos. Libia, por una parte, y Fukushima, por otra, ejemplifican que el de la energía es ya el primer problema de la humanidad. Sea como fuere, incluso con nucleares nos acercamos al final de un callejón sin salida.

Los dos vectores son: más demanda y menos fuentes de energía abundante y a precio asequible. El drama es este. No tiene solución en los próximos decenios. Seamos conscientes: si prescindimos de la energía nuclear agravaremos aún más el problema y llegaremos antes al fondo del callejón sin salida.

 

Francesc-Marc Álvaro

Nucleares y estereotipos

La Vanguardia

 

Cuando tuvo lugar el accidente de Chernóbil, en 1986, el miedo al hongo nuclear que nos marcó durante toda la guerra fría encontró un contrapeso en el estereotipo de unos soviéticos a los que, a pesar de la propaganda, les comenzaba a fallar todo, incluso esos trenes cargados que se perdían en la inmensidad de territorios cuyo nombre se borraba de los mapas. El pánico que inspiraba la tragedia de ese lugar de Ucrania tenía un paliativo popular, mezcla de datos, prejuicios, tópicos e impresiones variadas: es cosa de los rusos, ya se sabe. La censura férrea que aplicaban las autoridades de Moscú confirmaba la singularidad de esa catástrofe. Un accidente propio de un gigante con pies de barro, etcétera. El accidente de Harrisburg, en Estados Unidos en 1979, dejó menos huella en la memoria al no haber causado víctimas. Chernóbil fue, ya para siempre, un topónimo de escalofrío, pero muy lejano y excepcional. Algo de un mundo que no era el nuestro.

Ahora, los prejuicios, los tópicos y los estereotipos sobre Japón y los japoneses deberían jugar a favor de la calma de la comunidad internacional: eficacia, diligencia, disciplina, trabajo bien hecho, bla, bla, bla. Esas colas ordenadas de gente que tanto nos admiran remiten a una sociedad que planifica y no hace las cosas a tontas y a locas. No obstante, no estamos tranquilos. Desde Washington y Bruselas, surgen voces que acusan a las autoridades japonesas de ocultar la gravedad de lo que está ocurriendo. Y un experto, entrevistado por La Vanguardia, se hace preguntas muy inquietantes del tipo: “¿Cómo puede diseñarse una central en una zona de alto riesgo sísmico, al lado del océano, con los generadores de emergencia en superficie?”. La modernidad japonesa, más allá de su color local, es la misma que damos por buena en Europa, así que, ante las imágenes del drama, aparecen todas las dudas y todas las congojas. El razonamiento es mecánico: si ha fallado el ordenado y pulcro Japón (que lo sabe todo sobre terremotos y maremotos), también puede fallar Francia y no digamos España, reino de la chapuza y la picaresca.

No sabemos qué pensar. Doctores tiene la iglesia nuclear y -estos días se constata- no todos están de acuerdo. Así pues, recurrir a los expertos tampoco es concluyente. ¿Hacemos la lista de posibles emergencias? No elimina el miedo, pues siempre será incompleta. Aquí, en el Mediterráneo, no se prevén tsunamis, pero vaya usted a saber qué puede pasarnos. Es como la historia de ese pobre tipo que no fumaba ni bebía para mantenerse sano y un día, por la calle, le arrolló un autobús. Con los soviéticos, teníamos el refugio del tópico negativo, igual que en esos chistes casposos en los que aparecen tres personajes de diferentes nacionalidades. Con los japoneses, no tenemos más remedio que tomarnos la cosa muy en serio. Y repreguntarlo todo sobre la energía nuclear.