La reunión del G-20 en Corea concluyó en un estrepitoso fracaso. El superficial comunicado está plagado de errores y promesas falsas. Es mal presagio de lo que vendrá.
Para empezar, no se alcanzó ningún acuerdo sobre los problemas más importantes que aquejan a la economía mundial, ni siquiera en lo que se refiere a la llamada guerra de divisas. En su comunicado final los líderes del G-20 acordaron fortalecer la flexibilidad en los tipos de cambio para que reflejen de manera más precisa los rasgos fundamentales de las economías, y dejaron claro que buscarán que las fuerzas del mercado determinen las paridades.
Hay dos problemas con estas ideas. Primero, los flujos de capital y las políticas de esterilización hacen que la idea de un mercado en el que se fija de manera más certera la paridad cambiaria sea una quimera. No existe tal mercado en el que se llega a determinar algo así como un tipo de cambio de equilibrio. Lo que sí existe es un espacio económico apto para dar rienda suelta a la especulación.
Segundo, la flexibilidad cambiaria no sirve como indicador sobre el estado de salud de una economía. Muestra de eso es precisamente la economía mexicana, en la que los flujos de capital han permitido mantener un peso “fuerte” en el contexto de una economía enferma. La razón es que con una liberalización financiera absoluta, los flujos de capital responden más a los diferenciales de rendimientos reales entre economías que a otra cosa. Su preferencia por la nuestra no es más que un reflejo de los bajísimos (o nulos) rendimientos reales en otros países.
La verdad es que aquellas líneas fueron insertadas en el comunicado final a insistencia de Estados Unidos y estaban dirigidas a China, país que regularmente interviene para mantener su moneda subvaluada. Pero Pekín insiste en que su política cambiaria se orienta en el sentido indicado por el comunicado final.
Por otro lado, los líderes del G-20 condenaron solemnemente llevar a cabo devaluaciones competitivas de sus divisas. Este pasaje se incluyó para recordarle a Estados Unidos que muchos países no ven con buenos ojos su política monetaria hiperflexible y, en especial, la inyección de liquidez recientemente anunciada por la Reserva federal. Se dice que la delegación estadunidense quiso cambiar la palabra “devaluación” por “subvaluación”. Eso era algo más que un refinamiento semántico, pues lo que buscaba era revirarle la carga del mensaje a Pekín.
La realidad es que casi la única medida constructiva para contrarrestar la recesión es precisamente la flexibilización cuantitativa de la Fed. Quizás no es lo mejor en el contexto actual en Estados Unidos, pero como dicen muchos experimentados analistas (incluyendo a Nouriel Roubini y Chris Whalen) en vista de que no habrá otro estímulo fiscal, es ya casi lo único que se puede intentar.
Claro, la flexibilización cuantitativa hace que se reduzca el valor del dólar y se aprecien el euro y el yuan. Y en el G-20 se dejó notar el malestar. Sin embargo, las cosas empeorarían si la economía estadunidense se contrajera todavía más, porque las exportaciones del resto del mundo sufrirían. Ni hablar, no se puede dejar contento a todo mundo al mismo tiempo.
Antes de la reunión el presidente del Banco Mundial, Robert Zoellick, publicó un artículo en primera plana del Financial Times haciendo un llamado para introducir un nuevo sistema monetario mundial basado en un patrón oro modificado y un papel menos importante para el dólar. En este artículo reconoce que el sistema monetario que emergió de la conferencia de Bretton Woods dejó de ser viable. El nuevo sistema monetario estaría basado en relaciones de cooperación y debería incorporar al euro, el yen, la libra esterlina y el yuan, junto con el dólar, como las monedas de reserva internacional. Las reglas del nuevo orden seguirían estando basadas en la liberalización financiera y el oro sería la referencia para las expectativas sobre inflación y deflación, así como para la paridad real de esas monedas.
Zoellick argumenta que su propuesta está basada en el reconocimiento del papel de las potencias emergentes y de los rivales del dólar en la economía mundial. Pero no dice nada sobre las verdaderas causas de la decadencia del dólar como la principal o dominante moneda de reserva internacional. En especial, no toma en cuenta el hecho fundamental de que la utilización de estas unidades como referentes de las transacciones y pagos internacionales es una forma de perpetuar la contradicción que conlleva usar monedas nacionales como reserva internacional. Es lo que el G-20 no puede reconocer.
La verdad es que asistimos a la desintegración de un sistema monetario mundial. La experiencia histórica nos dice que las transiciones a nuevos sistemas monetarios internacionales han estado asociados con guerras de grandes dimensiones. El fracaso del G-20 está en su incapacidad para reconocer la necesidad de transitar de manera pacífica a un nuevo esquema de relaciones monetarias internacionales.