¿Quién describirá con palabras este país que solo con imágenes sensuales, violentas, surrealistas y barrocas puede narrarse? Después de cinco meses de regateos políticos de visitas a capitales extranjeras como Riad, del influyente reino de Arabia Saudí, de amagos de arrojar la toalla, el primer ministro designado, Saad el Hariri, heredero del poder del asesinado Rafic el Hariri, pudo formar gobierno.
Se respetaron las cuotas reservadas a la a representación de las comunidades confesionales, y el compromiso de distribuir quince carteras a la coalición prooccidental, diez a la oposición, constituida no solo por el Hezbollah sino también por los cristianos partidarios del general Michel Aoun, apoyada por Siria, vinculada al Irán, y cinco de nombramiento del presidente de la república, el general Michle Sleiman. Como la mayoría parlamentaria ganó discretamente las elecciones de junio, Saad el Hariri, ha debido tener muy en cuenta las condiciones de la oposición.
La entrevista en Damasco del Rais Bachar el Assad, cuyo país ha vuelto a recuperar influencia en El Líbano, y del rey saudí Abdallah, desbrozó el camino hacia la formación de un gobierno de pretendida “unidad nacional”. Uno de los resultados más patentes es que el “Hezbollah” ha conseguido dos ministros, y el general Michel Aoun una destacada participación en el poder ejecutivo, en el que ha vuelto a imponer a su yerno como ministro de Energía.
El Hezbollah ha conservado su derecho de mantener sus armas, tema muy conrtrovertido tanto en el interior del Líbano como en la llamada “comunidad internacional”. En la zona fronteriza, a cargo de las tropas de
Si por un lado los libaneses se lamentaban que la falta de un nuevo gobierno -el presidido por Fuad Siniora se limitaba a gestionar los asuntos de trámite- fomentaba la inseguridad, por otra se congratulaban de que su ausencia permitía evitar decisiones comprometedoras para la república. La población, sometida a periódicas guerras, a inestabilidades incesantes -la crisis gubernamental de 1969 duró nueve meses- ha sabido, adaptándose a las circunstancias, vivir con fruición, con inagotable vitalidad.
Pese a todas estas incertidumbres políticas, este país goza de una increíble bonanza económica, es la “excepción libanesa”. Presumen en Beirut haber capeado la grave crisis mundial. Sus instituciones financieras, con su bien guardado secreto bancario, desafían las catástrofes del mundo. El Fondo Monetario Internacional ha vuelto a congratularse por su buen funcionamiento, previendo un siete por ciento de crecimiento anual de su economía.
En Beirut, en todo El Líbano, la especulación inmobiliaria es arrolladora. Por todas partes se construye rápidamente sin parar. En pocos meses han erigido un edificio, al lado de mi casa, en el barrio de Hamra. Por ahora el miedo de las consecuencias de la crisis global, por ejemplo de las remesas de dinero de los miles de libaneses que viven en el extranjero, no ha hecho mella en la población. En este frágil país, la columna vertebral bancaria es muy sólida. Por eso, muchas veces, se le ha comparado, y no sólo por su paisaje montañoso o por su vocación de administrarse en cantones, con Suiza. Ni en los más terribles años de la guerra civil, las anárquicas guerrillas dejaron de respetar la “inmunidad bancaria”. La tentación de invertir en El Líbano debe siempre tener en cuenta que el riesgo, un riesgo sin embargo incesantemente aplazado, es el del propio país.