Etrúria y la política catalana actual

Un pueblo que quizás no quiere morir

Florencia es un buen lugar para meditar, a condición de alejarse del Ponte Vecchio y de las calles que rodean la Piazza della Signoria y los Uffizi. Para dejar atrás las multitudes que comen helados, basta con acercarse al Palazzo della Crocetta y entrar en el Museo Arqueológico. Queda a pocos cientos de metros de la Galleria dell’Accademia, donde los turistas se reúnen ante David de Miquel Àngel cámara digital en mano, pero casi nadie se toma la molestia de recorrer la exigua distancia. Y a fe que es una suerte, porque las salas del Arqueológico y el jardín pueden visitarse en intimidad de pensamiento.

Como casi todos los rincones de Florencia, este museo también tiene sus protagonistas: la famosa quimera y el sarcófago llamado de las amazonas, que data del siglo IV antes de Cristo. Son piezas muy diferentes de la amplia oferta de escultura romana que se encuentra por casi toda Italia. El tesoro del Arqueológico de Florencia es, en cambio, la rica colección de urnas y objetos funerarios etruscos. Es natural, pues, que inspire pensamientos banales sobre el paso del tiempo y la caducidad de las cosas humanas, pero también pensamientos sobre el fundamento del tiempo y las causas humanas de la caducidad.

En el siglo IV AC, los romanos conquistaron Etrúria e impusieron a sus dirigentes, los Lucumones, en la magistratura imperial. Los etruscos no fueron liquidados, pero perdieron sus costumbres y hasta la memoria de haber sido la gran potencia económica de la Italia prerromana. Para los cristianos que vinieron después, la religión etrusca se convirtió en superstición, y la lengua, en un puñado de signos indescifrables, a pesar de que en el siglo IV muchos romanos todavía la hablaban. Hoy, las tumbas de las antiguas ciudades etruscas están vacías y desnudadas de la riqueza que depositaron los pobladores originales. Tarquínio, Cerveteri, Vulci o Volterra, estos lugares nos hablan de una catástrofe a cámara lenta. Nada que ver con el tiempo congelado de Pompeia ni con los esqueletos de los moradores de Herculano, fijados para siempre en el pánico de la catástrofe inesperada. En el vacío aterrador de las antiguas metrópolis etruscas se detectan los efectos de la sumisión a una cultura inspirada en la fuerza.

La comparación podría parecer excesiva, pero el final de Etrúria hace pensar en la actual decadencia catalana, iniciada a paso de hormiga pero llegada a un punto en que hay que temer por su continuidad cultural y hasta por el bienestar, fruto de la antigua capacidad de reacción ante la adversidad. Por esta pendiente se podría llegar en poco tiempo a una sociedad desconocida, sin más vínculos con lo actual que una superficial memoria topográfica, algunas expresiones gastadas como viejas monedas, un patrimonio simbólico indescifrable, y el recuerdo borroso de un tiempo en el que Barcelona, Perpiñán, Tarragona o Valencia fueron centros de una importante actividad comercial cuando Madrid no era más que una villa campesina, del mismo modo que las ciudades etruscas florecían mientras Roma era un pequeño poblado de cabañas.

Ni Roma creció orgánicamente ni lo ha hecho Madrid. Ambas se levantaron con exacciones a punta de espada y de decreto, pero estos tributos quizás no habrían sido tan perjudiciales sin la colaboración de unas élites seducidas por la participación en el poder. Decía Ezra Pound que las civilizaciones se descomponen por arriba. Y en Cataluña hace tiempo que las grandes fortunas son desertoras. Como los príncipes etruscos, convertidos en gruesos e inertes (en palabras de D.H. Lawrence) al servicio en Roma, las élites catalanas han vendido el derecho de primogenitura por un plato de lentejas calóricas. No hablo sólo de miembros del Círculo Ecuestre, que encuentran que el país rebosa de competencias, ni de las defecciones que se armonizan a modo de fórmula, casi con saludo romano.

Hablo también de los partidos que aspiran a gestionar la decadencia, cuyos líderes son la variante propia de los príncipes etruscos conformistas con Roma. Ante la evidencia de que el envite del Estado es el estrangulamiento progresivo de Cataluña, seguir haciendo de la gestión el núcleo de la política de gobierno equivale a anestesiar el país para entregarlo exhausto y mortecino a un ahogo definitivo. La historia avanza implacablemente mientras los partidos que todavía pueden decidir aplazan la decisión que los transfiguraria. Dicho claramente: que todavía haya independentistas en CiU o a Esquerra es una contradicción, no de estos partidos, que llegan donde llegan, sino de los independentistas que militan en ellos. La libertad no puede ser monopolio de ningún partido, sino del compromiso de catalanes de todas clases y procedencias, no porque las diferencias tengan que desaparecer en un pretendido hermanamiento, sino porque la libertad es el bien prioritario de todos. Esto no quiere decir que la independencia tenga que caer del cielo como lluvia fina, sino que necesita del concurso de todas las clases sociales, porque el país lo son todas.

¿De verdad hay que servir a un poder que nos aplasta para compartirlo? Los gestores del poder que contraponen intereses y emociones son lobos con piel de cordero que disfrazan de racionalidad su hambre de cargos. La inteligencia es emocional, pero por suerte no hay que elegir, porque no puede dudarse, sin mala fe, que la independencia traería, además de una democracia de mayor calidad, más recursos y políticas sociales más holgadas. Aún así, su valor principal es ontológico: dar respuesta a la pregunta sobre qué somos y seremos.

Las nuevas propuestas que flotan en el caldo independentista serán creíbles en la medida que superen el debate sobre la gestión, planteen nítidamente un horizonte de ruptura democrática con España y renuncien a la idea, hundida pero persistente como todos los errores de masas, que la solución al problema catalán pasa por formulaciones clasistas. Estas viejas pamplinas ideológicas, calcadas del sistema español de partidos, que por otro lado se desvanecen cuando entra en juego la concepción del Estado, son el escollo más grave para unir las voluntades.

En la fiebre política actual, el fermento independentista es el elemento inequívocamente vivo. Parece razonable interpretarlo no como el estertor agonizante de un moribundo sino como la reacción de un cuerpo todavía capaz de generar una respuesta a las agresiones del ambiente. Pero para que este cuerpo reavive es imprescindible que las fuerzas que le quedan no se agoten combatiéndose entre ellas ni se dispersen disputándose la gestión de la enfermedad. “Primo essere, dopo politicare”.

AVUI, página 22. Sábado, 23 de mayo del 2009

* Catedrático. Director del departamento de estudios ibéricos y latinoamericanos de la Universidad de *Stanford

Publicado por Avui-k argitaratua