Hace años, oí decir a una viróloga de mi universidad que los profesionales de su especialidad son personas que se enamoran de un virus. Recordada en medio de una pandemia que ha causado tres millones y medio de muertes hasta hoy, la frase puede parecer macabra, pero no más que cuando un historiador se apasiona con un periodo repleto de guerras y genocidios. Ni la especialización virológica es una forma de zoofilia, ni el interés por épocas o episodios particularmente brutales del pasado es una señal de sadismo. Sin necesidad de suponer inclinaciones perversas en los investigadores, se puede decir que nadie investiga nada sin tener un motivo personal, sea consciente o, como suele ocurrir, inconsciente. La teoría de Freud de la perversidad polimorfa referida a la sexualidad humana tiene traducción epistemológica en la curiosidad polifacética y multidimensional de la mente. El libro del Génesis liga la curiosidad -y no la sexualidad, como pretende una antigua leyenda cristiana- con la transgresión. La perversión, es decir, la salida de los límites señalados por la autoridad, inauguró la manía de saber. Conocer implica hacerse una representación refleja del mundo, recrearlo virtualmente. Por ello entrar en el mundo de la ciencia equivale a salir del mundo pre-teórico llamado Paraíso.
La religión ha relacionado la voluntad de conocimiento con la concupiscencia, es decir, con un deseo intenso. Teológicamente, la cuestión es espinosa, como lo demuestra Santo Tomás de Aquino en la cuestión 167 de la Segunda Parte de la Segunda Parte de la Suma Teológica, haciendo equilibrios para salvar el conocimiento “intelectivo” distinguiéndolo del ‘deseo’ de estudio, que el filósofo dominico somete a una peculiar casuística, a un oscilante ‘sic et non’, a fin de justificar el juicio de las diversas autoridades.
Dejando de lado la ambivalencia de las autoridades eclesiásticas, quedémonos con la intuición de que la distancia entre la mente y la verdad la cubre el conocimiento en potencia, que diría Santo Tomás, y que este conocimiento potencial sólo puede convertirse en conocimiento en acto espoleado por el deseo. Y, en cuestión de deseos, mejor no juzgar bajo pena de salir escaldado. Cuando hacía el doctorado en la Universidad de Berkeley conocí un estudiante que investigaba una especie particular de caracol. Me pareció algo estrafalario que alguien pudiera dedicar años a estudiar algo tan insignificante como un caracol. Por poca capacidad de reflexión que hubiera tenido, me habría dado cuenta de que mi caso era aún más estrafalario, pues yo trabajaba en una tesis sobre el Santo Grial. Al menos el caracol es un ser, si no compacto sí material, que deja un rastro por donde pasa, mientras que el Grial es un ente ideal que sólo dejó un rastro en la literatura. Por experiencia con esta entelequia numinosa, puedo certificar que el interés que suscita es una sublimación en el sentido freudiano de la palabra. Pero la idea de que quisiera transmitir es que todo objeto de conocimiento, incluso un caracol, es objeto de deseo y que sin este estímulo el mundo es completamente plano y la mente, un desierto sin accidentes.
La pretendida objetividad de la historia ante la subjetividad de la literatura es una patraña interesada de algunos historiadores. No de todos, ni mucho menos. Sólo de los que quedan inconscientes de las propias motivaciones y fetichizan los “hechos”. Con esto no quiero decir que no haya una ética o una deontología de la historia. Evidentemente, hay historiadores honestos y los hay falsarios, como los hay sabios e incompetentes, interesantes y tediosos, originales y epígonos, relevantes y banales. Pero los “hechos” históricos, como el Santo Grial, no se encuentran nunca en presencia del historiador, quien, como el héroe de la leyenda, los ve pasar por una cámara iluminada y desaparecer al instante. Son el producto de una reconstrucción con materiales a menudo dudosos y siempre interpretables. La diferencia radica en la diversidad de metodologías y la finura hermenéutica del historiador; dicho de otro modo, en la justeza del instrumental y la habilidad para manejarlo.
¿Qué inclina el historiador a volcar años y energías en un aspecto restringido del pasado? Las respuestas son diversas. Desde un complejo edípico profundo a una banal actividad mercenaria, pasando por identificaciones directas o vicarias, como por ejemplo el hecho de que la historiografía catalana lo hayan hecho sobre todo historiadores catalanes, la valenciana historiadores valencianos y la española, personas que se identifican con esta construcción nacional ‘in progress’. Otro ejemplo sería que la historia de las mujeres la hacen mayoritariamente mujeres. O por poner uno de contratransferencia psicoanalítica, hay historiadores que se identifican con una causa ideológica contraria a la heredada, lo que suele obedecer a la dinámica edípica mencionada. En un tiempo hubo un sinfín de historiadores marxistas procedentes de las clases acomodadas y, en el contexto español (y catalán), de familias privilegiadas del franquismo. También hay transferencias que parecen conversiones, pero que en el fondo no lo son. Es el caso de intelectuales alemanes de la generación de la posguerra que reaccionaron al sentimiento de culpa colectiva adoptando apasionadamente la cultura de otro país. Uno que se había convertido en un ferviente nacionalista francés me invitó una vez a su casa, en Berlín, para brindar con champán por el aumento de la natalidad en Francia.
El historiador será más “objetivo” y fiable cuanto más arranque de la oscuridad y ponga bajo la luz de su conciencia el “deseo” que lo involucra con un determinado trozo del pasado. Porque es el deseo lo que hace revivir precisamente aquellos fantasmas y no otros. Motor de la voluntad, el deseo es descubridor y censor a la vez. Así es como la curiosidad por los documentos que nos dan noticias de siglos desgastados y hacen pasar ante nuestro ojo interior, como si fueran contemporáneos, personajes y ambientes muy alejados en el tiempo y a veces también en el espacio responde a una inquietud por el presente. Una inquietud que toma la forma de interrogante sobre cómo y en qué invertir nuestra energía, terriblemente limitada. Un interrogante que se presenta con urgencia y busca respuestas en experiencias ya habidas o que podemos descubrir en el archivo de la historia.
La historia no es todo lo pasado, ni mucho menos. Es simplemente la escasa porción rescatada del olvido y que en un momento determinado forma parte de la conciencia o de la zona liminar que Freud llamó el pre-consciente. Los “hechos” históricos brillan en la oscuridad de los milenios como estrellas en la inmensidad del espacio. Por ello, Stefan Zweig tituló una recopilación de ensayos sobre episodios de la historia ‘Momentos estelares de la humanidad’. La historia total ni existe ni es posible, porque sería una repetición completa del pasado. El historiador, por muy ambiciosa que sea su obra, nunca puede pretender ofrecer un informe íntegro, del mismo modo que el cartógrafo, como observó Borges, no puede superponer el mapa y el territorio. El historiador propone un modelo de la sustancia temporal y por eso termina haciendo un relato, aunque lo disfrace con gráficos, cifras y estadísticas por imitar la exactitud de la ciencia. Un relato que, sea más exhaustivo o menos, exige grandes dosis de empatía y que, en este aspecto, puede ser superado por los novelistas. Sólo cabe preguntarse si algún historiador ha logrado una representación tan completa de la vida dublinesa de principios del siglo XX como la que se encuentra en el ‘Ulises’ de Joyce.
El vínculo emotivo del historiador con la historia no obliga a descartarla por “subjetiva” ni a considerar fraudulenta su función de ‘ancilla vitae’, de servidora de la vida o, dicho con términos más epistemológicos, de orientadora del presente. Nos servimos de la historia como de un farolillo en la confusión de los infinitos reclamos y las infinitas seducciones del momento que apenas se perfila y al que hay que dar contenido de una vez por todas con una decisión irrevocable. Por ello, los antiguos veían el orden no en la tierra sino en el firmamento. Está claro que eran los hombres y no las estrellas quienes proyectaban el orden de unas figuras mitológicas en el espacio sideral; pero sin las estrellas situadas a una distancia relativamente constante entre ellas, aquellas figuras tampoco habrían surgido. De manera similar, si el pasado nos permite entender el presente es que el presente, indeciso y problemático, revalúa constantemente el pasado de acuerdo con las actuales urgencias. De la convulsión con que nos sacude y de la angustia con que nos empuja instante que vivimos sale de el sentido de lo que hemos vivido como individuos, como nación, como civilización y como humanidad.
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