La independencia es una aspiración sintetizada en un grito. Por eso es tan fácil despreciarla cuando la confrontamos a un Estado que es capaz de poner en marcha todos los atributos de los que está dotado. David y Goliat se quedan cortos a la hora de comparar la desigualdad entre el afán de autogobierno de unos y la opulencia de poder de los otros. Digámoslo de otra manera. La independencia es una ambición –en lo mejor de los casos, un buen proyecto escrito sobre un papel–, y avanza por el empuje de una esperanza popular siempre expuesta al desánimo y liderada por personas en quienes hay que confiar sin garantías. Proyecto, esperanza, confianza…, ¡qué debilidad tan grande ante la acción de unas sólidas estructuras de poder, capaces de fabricar realidades y de proteger a los gobernantes de su propio descrédito!
No es extraño, pues, que los principales adversarios de la voluntad de independización de un pueblo, desde este punto de vista, sean tanto un cierto progresismo ingenuo que abomina de las estructuras de Estado y desprecia el uso de la fuerza, como el conservadurismo cobarde que siempre apuesta por el más fuerte, por quien ya tiene el poder. Si alguien cree que se debe unir estrechamente la lucha a favor de la emancipación nacional con el debilitamiento de los sistemas convencionales de poder, por nobles que sean sus propósitos, que sepa que no conseguirá ni una cosa ni la otra. En todo caso, téngase un Estado, y después demuéstrese que se sabe ponerlo al servicio de una transformación radical de los modelos que se quieren combatir. Porque si ganar una de las dos batallas parece improbable, las dos a la vez es imposible. De la misma manera, si alguien está convencido de que sus intereses quedarían mejor defendidos en un nuevo país independiente pero resulta que siente aversión al riesgo, más vale no contar con él. Sin la renuncia a los viejos privilegios nunca llegarán las nuevas oportunidades. El cobarde antes se resignará a un maltrato soportable, como el esclavo feliz de Marx, que se atreverá a iniciar la aventura incierta de un futuro digno.
En cualquier caso, lo cierto es que la aspiración de independencia necesita trascender al grito, e incluso ir más allá del proyecto, la esperanza y la confianza. Le hace falta desarrollar protoestructuras de Estado y, paralelamente, desarrollar un sentido de Estado propio. Precisamente, las elecciones que acabamos de pasar han demostrado que entre el grito independentista y el sentido de Estado que lo tendría que acompañar hay todavía demasiada distancia. Hemos votado más como miembros de una comunidad autónoma que como aspirantes a un Estado. No digo que se trate de una manifestación de inmadurez del pueblo, sino que es la misma oferta y el discurso electoral quien ha conducido a ello. A CiU le sobró épica y le faltó la asertividad que da tener sentido de Estado. Y ERC siguió apelando al independentismo, y es ahora que se enfrenta a la responsabilidad de actuar con sentido de Estado. Según mi criterio, la falta de sentido de Estado de las propuestas soberanistas contrastó con el que demostraron los que ya se sienten bien amparados por el Estado actual.
Esta misma falta de sentido de Estado es la que explica que los catalanes nos sintamos especialmente satisfechos de una sociedad civil capaz de movilizarse, pasando incluso por delante de sus representantes políticos. Desde la vertiente de la participación cívica, es ciertamente un punto fuerte. Ahora bien, no deberíamos perder de vista que esta fuerza es más resultado de una impotencia política que de una virtud cívica excepcional. Catalunya se ha acostumbrado a suplir con las organizaciones civiles aquello que la falta de un Estado propio no ha sido capaz de proporcionarle. Es lo que ha salvado la lengua y la cultura de una desaparición inexorable, y todavía sigue siendo así cuando las leyes nos desamparan. Pero esta sociedad civil tampoco ha desarrollado un sentido de Estado fuerte, en parte quizás porque no le corresponde hacerlo sin entrar en contradicción con ella misma, en parte porque se siente incómoda por falta de tradición (sólo hay que ver la dificultad que tenemos para la representación formal del poder en público en todo tipo de instituciones). Nótese que en España los gobernantes suelen ser abogados del Estado, registradores de la propiedad, inspectores de Hacienda, todos bien entrenados en la defensa de los intereses de Estado. En Catalunya, la mayoría provienen del escultismo, de la enseñanza, de la academia, de la empresa pequeña y media, instituciones desganadas en el ejercicio del poder.
Muchos interpretaron como una muestra de debilidad la resistencia del presidente Artur Mas a utilizar la palabra independencia, mientras parecía que se resignaba a una expresión más tibia como la de Estado propio o a la de conseguir estructuras de Estado. No está a mi alcance interpretar las intenciones de por qué CiU escribió Estado propio y no independencia en la ponencia política de su último congreso, o por qué Mas se siente más cómodo hablando de interdependencia y de estructuras de Estado. Pero sí puedo decir que me gusta esta idea de focalizar la etapa política actual en la necesaria construcción de estructuras de Estado como dinámica intrínseca y paralela a la formación de un sentido de Estado sin el cual será difícil que, en el momento decisivo, sepamos ganar consulta alguna. Las elecciones han mostrado que dos tercios de los catalanes quieren decidir su futuro. Pero para tener un Estado habrá que desarrollar también un sentido de Estado, sin el cual no se podrá conseguir el objetivo.