La negativa de la gente a besar o a hacer como que no ve la vara que la ha castigado durante tantas décadas ha abierto un nuevo capítulo en la historia de la nación árabe. La absurda idea de que los árabes o los musulmanes eran hostiles a la democracia, por mucho que haya sido una idea tan cacareada por los neoconservadores, ha desaparecido como un pergamino echado al fuego.
Los que promovieron esas ideas parecen los más insatisfechos: Israel y sus grupos de presión en EEUU y en Europa, la industria de armamento, tratando de vender a toda prisa todo lo que pueda mientras pueda y los gobernantes asediados de Arabia Saudí, preguntándose si la enfermedad se va a extender a su reino tiránico.
Hasta ahora han dado refugio a más de un déspota pero, cuando llegue el momento, ¿dónde buscará refugio la familia real? Tienen que ser conscientes de que sus patrocinadores los van a dejar plantados sin ningún tipo de ceremonia y que van a reivindicar que siempre fueron partidarios de la democracia.
Si se pudiera hacer una comparación con Europa se podría comparar con la Europa de 1848, cuando la agitación revolucionaria dejó solo a salvo a Gran Bretaña y España. Al igual que los europeos en 1848, los árabes están luchando contra la dominación extranjera, contra la violación de sus derechos democráticos, contra una clase dirigente cegada por su propia riqueza ilegítima y en favor de la justicia económica. Esto es diferente de la primera ola de nacionalismo árabe, que se preocupó principalmente por encauzar los restos del imperio británico fuera de la región. Con Naser, los egipcios nacionalizaron el Canal de Suez y fueron invadidos por Gran Bretaña, Francia e Israel, aunque lo hicieron sin permiso de Washington y los tres, en consecuencia, se vieron obligados a retirarse.
El Cairo salió victorioso. La monarquía probritánica fue derrocada por la revolución de 1958 en Irak, los radicales tomaron el poder en Damasco, un príncipe saudí intentó un golpe de palacio y huyó a El Cairo cuando fracasó, la lucha armada estalló en Yemen y Omán y se habló mucho de una nación árabe con tres capitales al mismo tiempo.
Uno de sus efectos secundarios fue un excéntrico golpe de Estado en Libia que llevó al poder a un joven oficial semianalfabeto, Muamar Gadafi. Sus enemigos saudíes han insistido siempre en que el golpe fue planeado por la inteligencia británica, exactamente igual que el que catapultó a Idi Amin al poder en Uganda. Las declaraciones de nacionalismo, modernidad y radicalismo de Gadafi fueron nada más que para impresionar, al igual que sus fantasmagóricos relatos de ciencia ficción.
Nunca se extendió nada de eso a su propio pueblo. A pesar de la riqueza petrolera, se negó a educar a los libios, o a proporcionarles un servicio de salud o de vivienda protegida, derrochando dinero en proyectos absurdos en el extranjero. Mientras, en su país mantuvo una rígida estructura tribal, pensando que podría dividir y comprar las tribus para mantenerse en el poder. Pero ya no hizo más.
La guerra relámpago y la victoria de Israel en 1967 fueron el toque de difuntos del nacionalismo árabe. Los enfrentamientos intestinos en Siria e Irak condujeron a la victoria de la derecha baazista con la bendición de Washington. Después de la muerte de Naser y de la victoria pírrica de su sucesor, Sadat, contra Israel en 1973, los jefes militares de Egipto decidieron reducir sus pérdidas y aceptaron las subvenciones anuales de 1.000 millones de dólares de Estados Unidos y un acuerdo con Tel Aviv. A cambio, su dictador fue aceptado con honores de estadista por Europa y EEUU, como también lo fue Sadam Husein durante mucho tiempo.
Las revoluciones árabes, provocadas por la crisis económica, han puesto en marcha movimientos de masas, pero no han puesto en cuestión todos los aspectos de la vida. Los derechos sociales, políticos y religiosos están empezando a ser objeto de polémica en Túnez, aunque no en otros lugares. No ha surgido ningún partido político nuevo, un indicio de que las batallas electorales que están por llegar se reducirán a enfrentamientos entre el liberalismo y el conservadurismo árabes, este último bajo la forma de los Hermanos Musulmanes, tomando como modelo a los islamistas en el poder en Turquía e Indonesia e instalados en los brazos de EEUU.
La hegemonía estadounidense en la región se ha abollado, pero no se ha destruido. Los regímenes postdespotismo tienden a ser más independientes y, con suerte, nuevas constituciones que recogerán las necesidades sociales y políticas. Sin embargo, en Egipto y Túnez el ejército se ocupará de que no ocurra nada preocupante. La gran preocupación de Europa y EEUU es Bahrein. Si echan a sus gobernantes, será difícil evitar un levantamiento democrático en Arabia Saudí. ¿Puede Washington permitirse el lujo de dejar que eso suceda? ¿O desplegará una fuerza armada para mantener en el poder a los cleptócratas wahabíes?
Hace no muchas décadas, el gran poeta iraquí Mudafar al Nawab, indignado ante una reunión de déspotas presentada como cumbre árabe, perdió la calma: «Cumbres… cumbres… cumbres / Cabras y ovejas se reúnen, / Pedos con una melodía…». Sea como sea, las cumbres árabes ya no volverán a ser lo mismo. Al poeta se le ha sumado la gente.
Tariq Ali es escritor anglopaquistaní y autor de El síndrome de Obama.
Publicado por El Mundo-k argitaratua