España ni para los españoles

A veces intento ponerme en la piel de un hombre honrado nacido en cualquier barriada obrera de Madrid, que sueña y vota por una España decente. Sin duda vivirá escandalizado porque su Rey, al que miró esperanzado cuando aprobó la Constitución, esté señalado como caco voraz y putero público. Y se preguntará, tonto no es, si su sucesor y actual monarca no sabría nada de cuanto ocurría en su propio hogar, ni nunca vio la máquina contadora de billetes, ni se preguntó jamás de dónde sacaban sus padres tanto amasijo de plata. Nuestro buen hombre deducirá que si no lo sabía, ni nunca vio, ni oyó, ni sospechó nada de los tejemanejes paternos, demuestra tener unas entendederas tan endebles que lo inhabilitan hasta para optar a una concejalía en Aldeanueva de Cameros, perdone su vecindario por la insinuación. Y al comprobar que la gran mayoría de partidos españoles aplauden a rabiar a la Monarquía, nuestro hombre, humilde pero sagaz, deducirá que lo hacen porque son tal para cual. Compinches.

Imagino una campesina de la Alcarria, toda su vida inculcando honradez a su prole, para acabar viendo a «sus» políticos con las manos pringadas en cajones y gavetas públicas. Y qué dirá cualquier autónomo probo de Salamanca, viendo entregar 50.000 millones para rescatar los mismos bancos que jamás tuvieron con él la menor misericordia.

Me imagino a un peón andaluz, antaño niño yuntero, que esperaba con la democracia un futuro para su gente, sin tener que hacerse guardiacivil o depender toda la vida del subsidio PER, el de las peonadas humillantes. Tras cuarenta años de democracia y socialismo andalusí, y viendo a los señoritos con más tierra si cabe que antes, quizás se pregunte si esa solidaridad «entre españoles» que se exige unidireccionalmente a catalanes y vascos (que no padecen latifundios, valga recordar) no estará destinada a mitigar el paro endémico de esas provincias esclavizadas para, en definitiva, garantizar la paz social en las propiedades de los duques de Alba y tantos otros guillotinables.

Me apenan esas buenas gentes de Redes Cristianas y Comunidades Cristianas Populares, avergonzadas al ver sus obispos como forajidos, robando bienes públicos a los pueblos con el ardid de las inmatriculaciones y escandalizando a los creyentes honrados con su hipocresía. Y cuando el nuevo Gobierno «progresista» prometía que iba a encender la luz sobre el mayor robo de la Historia de España, resulta que optan por callar, ocultar los datos, hacerse cómplices porque, en el fondo, todos tienen una trapacería que ocultar.

Y qué decir de los millones de españoles que perdieron la guerra, creyentes en la Transición modélica, que pensaban vivir en una democracia y, de pronto, descubren que el Ejército y la Policía, que dizque estaban para defenderles, están colmados de fascistas que anuncian su fusilamiento, en tandas de 26 millones, en aras a lo mismo por lo que fusilaron a sus abuelos: exterminar el rojoseparatismo.

Es posible que haya dos Españas, como decía Machado, pero siempre afloró una: los mismos borbones, espadones, oligarcas y obispos, bien cebados por un vasallaje servil de prensa, jueces, partidos y sindicatos. Una España «de ladinos y fantoches, cuya leyenda negra es su propia historia», dijo Valle-Inclán.

Por eso es tan triste ser español en España: porque no tienen escapatoria. Un vasco, un gallego, un catalán, un canario, incluso un patriota andaluz, puede soportar el carnet de identidad español porque tiene una ilusión y un plan de futuro en el bolsillo. Se siente libre porque escucha el ruido de sus cadenas cuando se moviliza. Conoce su opresión y espera su hora agazapado, «en el surco, como el arado espera», hasta que opta por zafarse y se levanta –Catalunya ayer– con los suyos, su clase y su paisanaje, buscando un acomodo más amigable en el mundo. Ya señalaron los clásicos que el primer paso hacia la solidaridad internacionalista es la propia liberación nacional.

Hoy, en el Estado español, ser independentista es más que una legítima opción política: es un acto de dignidad colectiva, una rebeldía libertaria, una esperanza social. Más aún, es la mejor forma de ser solidario con los españoles que anhelan zafarse del yugo que arrastran desde generaciones y que, pese a lo que soñara Miguel Hernández, no tiene ningún viso de cambiar dentro de la jaula estatal. Más certero anduvo el gallego Castelao, para quien España era la antítesis de República, justicia social, democracia, laicismo y decencia política. «Cuanto antes sean libres ustedes, antes lo seremos nosotros», nos dijo un dirigente del Sindicato de Obreros del Campo andaluz hace tiempo. En ello andamos, cada día más gente. Y es que esta España no la merecen ni los españoles.

Naiz