Un joven profesor de historia de América, preocupado como tantos otros por su futuro profesional en un país que no valora la investigación, me ha hecho notar la situación vivida y la frase que acompañó a la muerte de un ilustrado colombiano independentista. Ambas vienen a cuento aquí y ahora, al coincidir los recortes presupuestarios en ciencia con la todavía reciente celebración de los bicentenarios de las repúblicas iberoamericanas.
Los naturalistas apenas sabíamos de Francisco José de Caldas, conocido en Colombia como “el sabio Caldas”, por su trabajo botánico y, fundamentalmente, por sus discrepancias con Humboldt. Reiteradamente, Caldas pretendió acompañar al barón en sus expediciones, y reiteradamente éste lo postergó en favor de Carlos de Montúfar, hijo de un influyente marqués quiteño que, además, pagaba al prusiano una suma cuantiosa por ocuparse de su retoño. Descontento, y con motivos o sin ellos, Caldas se dedicó a sugerir en cartas a Celestino Mutis la existencia de una relación amorosa entre Humboldt y Montúfar, dando pie a los aún vivos rumores sobre la homosexualidad del centroeuropeo. Por chismoso, Caldas no nos caía del todo bien.
Pero hoy sé que, a más de botánico, fue zoólogo, astrónomo, inventor, geógrafo, escritor, periodista y, sobre todo, político e ingeniero militar. Se sumó al alzamiento popular de 1810 y condenó con vehemencia la represión española. En los años siguientes se ocupó de dirigir la escuela militar y fábricas de armamento, y a la construcción de puentes y fortificaciones. Pero cuando las tropas realistas del virrey Sámano recuperaron Nueva Granada en 1816, fue capturado, trasladado a Santa Fe (Bogotá), juzgado sumariamente por un consejo de guerra, y condenado a muerte.
Caldas pidió un último deseo. Quería acabar el informe científico de una expedición botánica y para ello necesitaba que le dieran una semana más de vida. No le importaba que fuera en un calabozo y hasta admitía escribir con grilletes. “Siete días más, por favor; debo hacer las cosas bien”. Cuentan que los miembros del tribunal se conmovieron ante la súplica, pero les habían ordenado que muriera. Es más, el capitán de fragata Pasqual Enrile, en línea con el más rancio oscurantismo patrio, sentenció: “Denegado. La España no necesita de sabios”. Fue fusilado.
Nos avergüenza Enrile, más tarde brillante gobernador de Filipinas. Pero tengo la impresión de que aún muchos consideran que los sabios son, entre nosotros, un prescindible adorno.
*Profesor de investigación del CSIC
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