España la han hecho los tribunales, ergo es un estado de derecho

Arthur Griffiths fue mayor del ejército imperial británico e historiador militar, además de autor de novelas populares de misterio. Griffiths fue también inspector de prisiones en el Reino Unido y conocedor de los sistemas penitenciarios de Europa, sobre los que escribió varios libros. Entre estos se encuentra ‘In Spanish Prisons. Persecution and Punishment’ 1478-1878, publicado en 1900. Una parte sustancial del libro versa sobre la Inquisición. No se trata de una obra historiográfica, como la monumental ‘A History of the Inquisition of the Middle Ages’ en tres volúmenes que Henry Charles Lea publicó en 1887, ‘The Spanish Inquisition’ de Cecil Roth, de 1937, o la obra con el mismo título de Henry Kamen, de 1965, o aún la de Benzion Netanyahu, ‘The Origins of the Inquisition in Fifteenth Century Spain’, 1995. Es una popularización casi periodística para el lector no especializado de la era victoriana. Se trata, pues, de una obra ligera y entretenida a pesar de la morbidez del tema, con anécdotas sobre bandidos y prisioneros y observaciones de viajeros del siglo XIX, como el propagandista de la Sociedad Bíblica, George Borrow. Los cuatro siglos comprimidos en el subtítulo van desde la fundación del tribunal del Santo Oficio por los Reyes Católicos hasta la fecha del proyecto de creación de la cárcel Modelo en Madrid, inaugurada en 1884. La de Barcelona es de 1887 y no empezó a funcionar hasta 1904, cuando sustituyó a la que había en un antiguo convento del Raval, donde los reclusos malvivían hacinados en pésimas condiciones sanitarias. Esta prisión ‘moderna’, por donde pasaron muchos opositores al franquismo, cerró en junio de 2017, como si el sistema penitenciario fuera consciente de que estaba a punto de abrirse una nueva etapa represiva.

A quien no tenga tiempo o interés de profundizar en la relación formativa entre la Inquisición y el Estado español, el libro de Griffiths puede servirle de introducción. A pesar de ser abolida formalmente en 1834 -después de varios intentos, como el de las Cortes de Cádiz el 1812-, aquella máquina de la unidad española continuó funcionando con otros formatos hasta el día de hoy. La carcasa desapareció, pero el espíritu permaneció activo. Como mucho, se han intercambiado los papeles, pues ahora la instrucción del procedimiento la hace el brazo secular y son los togados quienes la ejecutan.

La Inquisición ya existía mucho antes de que los Reyes Católicos introdujeran el Santo Oficio en los reinos peninsulares. Pero la versión medieval, organizada a raíz de las cruzadas contra los albigenses, aunque fue brutal, no tomó las dimensiones que alcanzaría la nueva Inquisición española de los siglos XV y XVI. La principal diferencia era que no contenía ningún propósito nacionalizador. Sin embargo, aquella primera gran ofensiva contra la herejía ya recibió cierta inspiración castellana a través de Domingo de Guzmán, personaje muy activo en la extirpación del catarismo y fundador de la orden a la que se encomendaría el trabajo inquisitorial durante siglos. En 1214, Pierre Cella, ciudadano de Tolosa de Llenguadoc, cedió una mansión cerca del castillo Narbonés, que durante más de cien años fue un centro de la Inquisición.

En la zona mediterránea del país occitano, el catarismo había ganado muchos adeptos y el papado, con gran parte de la clase señorial europea, ardía por frenar la influencia creciente de la heterodoxia. Las órdenes que Roma daba a los señores para que actuaran con violencia contra los herejes no eran fáciles de ejecutar, porque los cátaros no buscaban imponerse por la fuerza sino con argumentos. Después de todo eran gente conocida, vecinos con los que los católicos compartían el día a día. No es fácil ejercer la violencia contra personas pacíficas con las que se trata ordinariamente. Quizás la política actual no es tan cuidadosa. Todo el mundo ha podido comprobar la brutalidad con que políticos del parlamento catalán corearon las bárbaras sentencias contra colegas con los que mantenían relaciones profesionales y un trato de elemental cortesía. A pesar de estas reacciones, ‘ad hominem et ad feminam’ de los comunes revelando públicamente el sentido de su voto a la declaración de independencia, el recelo de la proximidad se manifestó muy pronto en la desconfianza del Estado hacia la voluntad represiva de los Mossos y luego en el traslado de la causa del proceso al Tribunal Supremo. Una frase de Lea condensa la situación: ‘Para la Iglesia este estado de cosas era insoportable. Siempre ha entendido la tolerancia de los demás como si la persiguieran a ella’. Nada delata tanto la esencia del nacionalismo español como este rasgo secular de la Iglesia militante. De ahí las quejas de Rivera, de Arrimadas, de Carrizosa, de Millo, de Iceta, de Llarena, y de tantos inquisidores al chocar con la voluntad catalana de argumentar su derecho. De ahí también el agravio de una paradójica persecución del castellano por el hecho de que, a pesar del ahogamiento secular, todavía haya gente que pretenda utilizar la lengua del país con normalidad.

Una y otra vez, España se vanagloria de ser la primera nación de Europa. Lo dicen en sentido ordinal, pero la expresión, propia del nacionalismo exacerbado, no oculta el sentido de preeminencia, de una España ‘vor Allem’, que también quiere ser ‘über alles’. Esta desmesura está inscrita en el eslogan cuartelero ‘Todo por la patria’. Una idea explícita que estos últimos tiempos hemos visto decantarse en perjurio y falso testimonio por pura voluntad de hacer daño. La frase es el emblema de una ilimitación que en la práctica es siempre extralimitación e institucionalización del fanatismo. Pero en cierto modo el nacionalismo español tiene razón, porque aunque España no haya sido nunca una nación en el sentido moderno de la palabra -el de la entidad creada por las revoluciones americana y francesa- sí que ha sido la primera en desplegar un nacionalismo fabricado no por el pueblo sino por el poder. Es así como se ha convertido en una entidad política de carácter doctrinal, con una forzada homogeneidad de costumbres y creencias y bajísima capacidad de contestación. De esta idea de nación, no se ha movido desde el siglo XV, por lo que la continuidad en la organización y monopolio del poder, simbolizada en la monarquía, puede muy bien presentarse como la institución políticamente represiva más antigua de Europa.

Griffiths cita una frase del historiador estadounidense Williams Hickling Prescott referida a la época de los Reyes Católicos, pero que se aplica perfectamente a la historia de España desde aquel primer asalto a la diversidad: ‘Una página sangrienta de la historia da testimonio de que el fanatismo armado de poder es el peor mal que puede caer sobre una nación’. Durante cuatro siglos, la Inquisición española configuró el talante del país: conformismo profundo con los dictados del poder; participación en el fanatismo ambiente a fin de protegerse de una persecución que puede afectar a cualquier persona de cualquier estamento social; estímulo de las bajas pasiones para alentar las denuncias; fabricación de pruebas acusatorias y supresión de las de descargo, y, en fin, muerte social, si no física, del denunciado. Los tribunales disponían de instrucciones minuciosas -la legislación española siempre ha sido lo contrario de lo que debería ser la ley: sencilla y comprensiva-, pero de una manga muy ancha en el procedimiento. Griffiths cita a Juan Antonio Llorente, ex-secretario del Santo Oficio que a principios del siglo XIX escribió una ‘Historia crítica de la Inquisición en España’, publicada en 1817. Vale la pena transcribir la cita y retraducirla: ‘Es privilegio peculiar del tribunal que sus oficiales no estén obligados a actuar con formalidad; no han de observar las reglas forenses y por tanto la omisión de lo que pueda exigir la justicia ordinaria no invalida sus acciones, siempre que no falte nada esencial a la prueba’.

Este privilegio sigue vigente, como se comprobó durante el macrojuicio del Tribunal Supremo y en más actuaciones que afecten a independentistas. Las detenciones del pasado miércoles, día 28, confirman que hay una causa abierta contra la disidencia sin límites ni reglas fijas. Los cargos no importan, incluso pueden ser ridículos, como lo eran muchos de los que se levantaban contra los criptojudíos. Lo único esencial era la condena, buscada en primer lugar para atemorizar y dominar a la gente con la excusa de la pureza de la fe, pero también por motivos menos confesables, como ganar influencia social y recaudar sumas considerables expropiando a los condenados. Son objetivos habituales en las condenas de independentistas a pagar multas exorbitantes impuestas por motivos triviales o incluso sin pruebas y en el ascenso en el escalafón funcionarial como premio a la actividad represiva.

El escándalo de conceder medallas y promover a quienes se destacan en la represión radica en el hecho de que la incentiva a cualquier precio, por encima de la ley e incluso por encima de consideraciones humanas. La inhumanidad de los guardias civiles Diego Pérez de los Cobos y Daniel Baena, de fiscales como Javier Zaragoza, Jaime Moreno, Fidel Cadena y Consuelo Madrigal y de jueces como Manuel Marchena o Concepción Espejel es el correlato de la inhumanidad de personajes históricos como Tomás de Torquemada, Gaspar Juglar y Pedro Arbués, o del Cardenal Francisco Jiménez de Cisneros, primado de España y tercer inquisidor general de Castilla. Este último suele ser glorificado en las historias nacionalistas a pesar de, o tal vez por, haber sido el promotor de la conversión forzada de los moriscos y el destructor implacable de su cultura, habiendo ordenado la quema de la biblioteca nazarí de Granada con todo el patrimonio poético, histórico y filosófico de siete siglos de esplendor cultural. La parodia que hizo Cervantes en la primera parte del ‘Quijote’ tuvo una trágica segunda parte el 10 de mayo de 1933 en treinta y cuatro ciudades de Alemania, cuando otros fanáticos del ‘todo’ lanzaron al fuego veinticinco mil volúmenes de literatura ajena al espíritu alemán (‘Undeutscher Geist’).

A fuerza de mutilarse, España logró la unidad religiosa y una concentración de poder que, con las alianzas europeas, se alzaría por un tiempo a la categoría de imperio. Pero ya había sembrado la semilla de la ruina cultural y la decadencia económica y política a medio y largo plazo. La unidad ha cambiado de atributo y el fetiche ya no es la cruz sino la ‘rojigualda’, pero el fanatismo subsiste y la consigna sigue siendo erradicar la herejía persiguiendo a todo el que piense y se comporte de acuerdo con otros valores. En España, creer en otro modelo de sociedad convierte fatalmente en enemigo del Estado. Un Estado que, desde su fundación en el siglo XV, en los breves momentos en que apuntaba la tolerancia hacia los demás siempre los ha entendidos como un peligro que había que prevenir estrangulando la libertad hasta extenuarla.

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