LAS elecciones locales y regionales del pasado 5 de mayo en el Reino Unido generaron dos tipos de titulares: los que destacaban la derrota de los liberales, castigados por su participación en el gobierno de coalición en Westminster, y los que destacaban el triunfo del Partido Nacional Escocés (SNP) que conseguía, rompiendo pronósticos, la mayoría absoluta en el Parlamento de Escocia. Aunque los liberales fueron la fuerza que perdió más escaños en las elecciones escocesas, su declive no explica, en absoluto, la evolución ascendente de la formación liderada por Alex Salmond, que en las primeras elecciones (1999) al Parlamento de Holyrood conseguía 35 escaños frente a los 69 (de los posibles 129) alcanzados en estas últimas, poco más de una década después.
El triunfo del SNP puede analizarse con dos ópticas distintas, según pongamos el punto de mira en el corto o el largo plazo. En el corto plazo, no es posible desligar esta victoria de la gestión realizada en el Gobierno escocés en la última legislatura. Pese a no disponer de mayoría en el Parlamento, ha alcanzado una valoración alta. Esta, posiblemente, sea el resultado de tres fuentes distintas. La primera, una gestión eficaz de la nueva administración que le ha proporcionado una imagen de seriedad y profesionalidad. La segunda, una defensa del modelo social en tiempos de crisis. La tercera, un compromiso con la transparencia y la democracia que tiene como colofón la propuesta de referéndum sobre el futuro de Escocia que Salmond ha situado al final de la presente legislatura, en el 2015. La prioridad ahora es la crisis.
Y aquí está la clave, no en la fecha, sino en el orden de los factores que sí puede alterar el producto. Si ponemos la mira en la perspectiva histórica, desde hace años el SNP ha hecho gala de un compromiso firme con los valores de la socialdemocracia y ha vinculado su proyecto independentista con el bienestar de los escoceses y las políticas sociales, dejando atrás la asociación exclusiva con temas etnoculturales. Posponer el referéndum y enfriar los ánimos de los independentistas más radicales ha permitido constatar, una vez más, cuál es el orden de los factores para Salmond. En este punto, clave, conviene hacer un poco de memoria y recordar los tiempos en que el actual líder del SNP era expulsado del partido junto con sus compañeros del Grupo del 79. Corría ese año cuando intentaron hacer un giro hacia la socialdemocracia, sin éxito en un primer momento, que les costó ser expulsados junto con otra facción del partido llamada Siol nan Gaidheal de signo ultranacionalista. Los socialdemócratas fueron, finalmente, readmitidos. Y el tiempo, como hemos visto, les ha acabado dando la razón.
De hecho, treinta años después puede afirmarse que la perseverancia y la no ambivalencia tienen premio en términos históricos. Alguien podrá decir que otra de las claves del éxito ha sido, precisamente, la búsqueda de centralidad del gobierno del SNP, que le ha permitido llegar a pactos puntuales y a contentar tanto a posiciones tradicionalmente de derechas, en temas como la seguridad o la reducción de impuestos, como de izquierdas en materias como las ayudas sociales o la sanidad. Sin duda, en las democracias actuales, el éxito requiere, casi por definición, el viraje hacia el centro sociológico. Pero la centralidad no tiene por qué identificarse con la indefinición o la ambivalencia estratégica. Salmond ha buscado la centralidad sin dejar de distinguirse, en el eje ideológico, del discurso conservador y liberal y, en el eje nacional, de los laboristas, socialdemócratas -en teoría- pero unionistas.
En términos históricos también cabe señalar un segundo factor de éxito: el gradualismo o posibilismo del SNP. De nuevo, hay que retroceder en el tiempo para valorar la apuesta de Salmond.
Cuando a mediados de los 90, y tras un primer referéndum fallido (1979), la posibilidad de una segunda oportunidad fue ganando adeptos, la apuesta por un Parlamento escocés con poderes limitados volvió a abrir la caja de los truenos en el seno de un partido en el que la estrategia tradicional había sido “independencia o nada”. En este marco, defender la Devolution fácilmente podía, y fue, considerado por algunos sectores como poco menos que una traición. Con los años se ha visto que sin el sistema de partidos propio que ha consolidado las sucesivas elecciones al Parlamento escocés no hubiese sido posible el despegue del SNP. En el contexto único de las elecciones a Westminster (o locales) no se daban las mejores circunstancias para que el SNP emergiera. Como destacaba el estudio Nuevas estatalidades y procesos de soberanía, que dirigí, los tres factores concurrentes allí donde se dan reivindicaciones soberanistas social y políticamente bien estructuradas son: haber dispuesto de instituciones propias entre los siglos XV y XVIII (recordemos que la Unión del Reino Unido no se produjo hasta 1707), tener signos de identidad propios importantes como una lengua (gaélico) o una religión (presbiteriana) distintos del resto del estado y disponer en la actualidad de instituciones políticas propias por las que compitan unos partidos en clave no estatal.
En algunas ocasiones, a Salmond se le ha comparado con el expresidente de la Generalitat Jordi Pujol, como aparecía en un artículo del Financial Times tras la victoria electoral. Sin embargo, cuando Pujol era presidente nunca se declaró independentista y la ambigüedad en este punto fue una constante durante sus treinta años de mandatos (aunque ahora se defina como independentista). En el proyecto de CiU no estaba clara, y sigue sin estarlo, la estación final: ¿una versión de la España autonómica mejorada -como todavía defienden los socios de Unió-, o una Catalunya independiente como tradicionalmente han defendido las juventudes de Convergència siempre desautorizadas? Cuando se le preguntaba a Pujol por la independencia, este respondía que la sociedad catalana no estaba preparada. De hecho, esta es una las respuestas típicas que podemos todavía encontrar en los políticos que juegan a la ambivalencia, no importa si en Euskadi o Cataluña. Pero aquí posiblemente pueda destacarse otro de los factores de éxito del SNP y que me lleva a hablar de dos tipos de liderazgo: el liderazgo faro o el liderazgo espejo.
Hay un liderazgo político que se legitima y aspira a reflejar estrictamente lo que en un momento dado la sociedad demanda. Y hay otro que se concibe a sí mismo más como un piloto que, buscando complicidades y al ritmo que la sociedad marque, intenta llevarla hacia el lugar que considera mejor aunque no forme parte de las opciones demoscópicas del presente. Es la opción que desde siempre, y como hacía el líder socialista catalán Rafael Campalans, ha identificado la política con la pedagogía. El liderazgo de Salmond puede encuadrarse mejor en la opción faro que en la de espejo, con el norte puesto en un referéndum. En Euskadi, Cataluña y Escocia, posiblemente, exista hoy una coincidencia en la proporción de independentistas: un tercio estable de la población. Pero, de momento, por estos lares no se ve a ningún Salmond a la vista.