Maquiavelo lo dejó bien sentado: a una conquista militar le sigue una usurpación política y seguidamente una invasión cultural. Coetáneo de la conquista de Navarra, parece que el autor de «El Príncipe» se inspiró en ella. Así, los españoles llevan cinco siglos adoctrinándonos, apoyados en una abundante intelectualidad cipaya, estabulada, para más inri, en nuestras propias universidades. Toda evidencia histórica que recuerda nuestra singularidad nacional, nuestras luchas pretéritas por la de libertad, ha sido contrarrestada por sesudos historiadores con un relato oficial y falsario, bien ornado, eso sí, con el celofán del academicismo.
El ejemplo de Zumalakarregi y las guerras carlistas es uno más. Frente a la corriente histórica tradicional, hace ya décadas que la historiografía dominante sostiene que Zumalakarregi fue solo un patriota español, que los Fueros nada tuvieron que ver con el levantamiento popular que sacudió Euskal Herria y que solo la defensa del «Trono y del Altar» echó al monte al pobrerío vasco, en contra de los cresos liberales. Sin embargo, reconocen que para la gente los Fueros se resumían en quintas, contribuciones y aduanas, y que además el triunfo del liberalismo llevaba implícito la privatización de los comunales y otras gabelas, como de hecho ocurrió. Pero nuestros abuelos debían ser imbéciles, porque no les importaba ir ocho años a Ultramar, pagar más contribuciones o encarecer los productos básicos. Tampoco que les robaran los comunales. Ellos pasaban de Fueros. Morían y mataban solo por el rey absoluto, la Inquisición y la intransigencia religiosa. Zumalakarregi, dicen ahora, nunca enarboló la bandera foral.
Olvidan aposta que en los albores de la guerra (14.XI.1833) se levantó un acta en Estella en la que los jefes sublevados dicen lo contrario. Que el levantamiento era para defender los derechos del «Rey Don Carlos VIII de Navarra y V de Castilla» y a tal fin acordaban dejar el mando de las tropas a Zumalakarregi porque amén de su adhesión al Rey, reunía la cualidad «de adhesión a los fueros y leyes de este Reino». Se enviaron copias del acta «a la Diputación del Reino y las de las Provincias Vascongadas» y, días más tarde, reunidas en Etxarri Aranaz, las diputaciones «de mancomún acordaron conferirle el mando en jefe de las fuerzas vasconavarras». La Religión, ni se nombra en esta importante acta, que nuestros conspicuos historiadores ni citan.
Pero hay más. Cinco meses más tarde Zumalakarregi es invencible, tiene Euskal Herria en un puño y, sin embargo, no hay noticias del Rey, que todos creen en Portugal. Y es en ese momento cuando aparece la carta manuscrita, descubierta por el historiador Sorauren, que el 9 de abril de 1834 escribió Zurbano, agente de negocios de la Diputación en Madrid, dirigida al secretario de la misma José Basset. Es decir, una comunicación al más alto nivel de las instituciones navarras liberales. Zurbano informa que ha llegado a Madrid «una proclama de Zumalacárregui en la que dice que en atención a la inadtitud y abandono con que mira la defensa de su causa Don Carlos, se declara el Reino de Navarra y provincias vascongadas en República Federal y para ello se convocarán a los estados, luego que las circunstancias de la guerra lo permitan».
Este texto, creíamos algunos, revolucionaba la historiografía vasca, porque coincidía con lo que muchos autores de época (Mackencie, Chaho, Wilkinson, Laurens, Lassala, Leguía, Somerville, Lataillade, Aviraneta, Viardot y otros) habían dicho. Hasta el loado Pirala dijo haber «barruntos para creer que trataba de declarar la independencia de las provincias». Pero claro, convertir al gran Zumalakarregi en un prócer del independentismo y republicanismo vasco era un sapo demasiado grande para tragar. Y la cátedra optó entre el desprecio y el silencio.
Pero como un puzzle, en el que una vez comenzado encajan mejor las nuevas piezas, la imagen de lo ocurrido aquella primavera de 1834 ha ido cobrando claridad. El mismo Jose Antonio Urkijo, otro de los historiadores que hablan de nuestras «elucubraciones» independentistas, aporta datos sueltos que refuerzan lo descubierto por Sorauren. Y es que no solo los más altos funcionarios de la Diputación, sino que el general Harispe, héroe de Francia y Comandante General de los Bajos Pirineos, escribió el 6 de mayo una carta al Ministro de la Guerra francés diciéndole que le había llegado «desde vías diferentes y bastante seguras, una noticia muy particular: la Junta de Navarra al ver que Don Carlos abandona el juego, estaría de acuerdo con Zumalacarregui en proclamar la independencia de Navarra y las tres provincias para formar una república federal. (…) No se puede negar que la separación fuera algo muy fácil e incluso muy popular en estas provincias, que están unidas a España tan solo por vínculos muy débiles».
Harispe era un viejo conocedor del País. Bajonavarro de Baigorri, su alto cargo era la mejor atalaya para ver cuanto ocurría en la frontera, de la que él era el responsable. Que un mes más tarde «desde vías diferentes y bastante seguras», afirme lo mismo que Zurbano sería para tenerlo muy en cuenta. Añadir que la independencia sería «muy popular» ya es un pleonasmo. La noticia además rodó por toda Europa: el 14 de mayo el periódico ginebrino «L’Europe Centrale» informaba que «Zumalacarregui acaba de emitir una proclamación a los habitantes de las cuatro provincias insurgentes, mediante la cual los declara independientes, y los exime de cualquier sumisión a la autoridad de Don Carlos o la de la Reina». La noticia era tan relevante que el periódico aparece como adjunto en una nota de Von Metternich, canciller del Imperio Austríaco. En Italia, el Giornale del Regno delle Sue Sicilie del 14 de junio repicaba lo mismo, y no sería difícil encontrar más referencias. Es decir, que las diputaciones vascas, la prensa y los gobiernos europeos conocieron lo que luego muchos cronistas ratificaron: que los vascos podían sacar de la ecuación política al Rey, pero no a sus Fueros y libertades. Lo dijo el hispanista francés Louis Viardot, en 1836: «si se reconoce de una vez que Navarra y las provincias vascas no luchan por otra cosa que por su independencia, y no por la causa carlista, la cuestión se simplifica».
El resto ya es sabido: el pretendiente Carlos entró por fin en Navarra y Zumalakarregi abandonó la idea de una república federal independiente, novedad política que suponía un salto en el vacío inaudito en una Europa totalmente monárquica. Pero el precedente está ahí y tarde o temprano tendrán que admitirlo, como tuvieron que admitir la violenta conquista de Navarra o las masacres de 1936. Mientras, alegrémonos: aquella primavera, impulsado por su pueblo, surgió el prócer de la futura república vasca, federal, independiente y comunalera: Tomás Zumalakarregi.
Naiz