Y todo esto, ¿cuánto va a costar?

Uno de los aspectos más decepcionantes –por no decir irritantes– de las campañas electorales y sus promesas es que ningún candidato advierte del coste que tendrán para el ciudadano sus compromisos. Contrataremos a tantos más policías municipales, crearemos un nuevo organismo público para atender la vulnerabilidad de tal colectivo, promocionaremos como nadie el uso del catalán, agilizaremos la burocracia administrativa, multiplicaremos la oferta de transporte público, haremos vivienda pública, ajardinaremos más calles, facilitaremos la instalación de nuevas industrias…

En muchos casos, las promesas, más que costes directos, tienen efectos negativos sobre los ingresos de la administración y la actividad económica privada. Se promete poner freno al turismo, obstaculizar la circulación del vehículo privado, limitar determinadas actividades económicas, imponer criterios estrictos de sostenibilidad… Y en todos estos casos, consecuencias no deseadas aparte, tampoco aparecen los costes de no hacer o no dejar hacer.

Obviamente, no discuto la bondad o conveniencia de lo que se promete ni de lo que se quiere limitar o prohibir. Ni tampoco entro a considerar si se trata de promesas realizables, en el sentido de que dependan exclusivamente de la voluntad política de quien gobierna. Pero sí me parece elemental que cualquier compromiso, en positivo o en negativo, para poder valorarlo adecuadamente, debería ir acompañado del cálculo de la repercusión sobre el bolsillo de quien, finalmente, tendrá que pagar o dejará de ingresar. Y no sólo por el impacto crematístico, sino también porque puede comportar la continuidad de negocios, la ganancia o pérdida de puestos de trabajo, la expulsión o la llamada de nuevos habitantes…

Entiendo perfectamente que existen cuestiones de mucha complejidad y que los cálculos no pueden ser exactos ni se puede garantizar que haya acuerdo. Las cifras, en campaña, también pasan de representar la exactitud a ser utilizadas como reclamo o amenaza. Decir que la ampliación de un aeropuerto supondría no sé cuántos millones más de turistas, en un clima de opinión que atribuye a los forasteros todo mal, no es información: es intimidación. Tanto como, para quienes parten de una posición ideológica opuesta, achacar todos los problemas de seguridad al número de empleos y la falta de efectivos policiales. Pero el impacto de una desinversión, o los costes económicos y sociales de la exageración de un conflicto, también deberían tenerse en cuenta.

Por tanto, hay un primer problema grave en las campañas electorales de falta de información o, peor, de desinformación. Al no estar dirigidas a un ciudadano informado sino a los indiferentes e indecisos, los candidatos no persiguen tanto la decisión racional como el impacto emocional. Y es cierto que hablar de cuánto cuestan las promesas enfriaría el entusiasmo buscado. Pero, y eso es aún peor, esta lógica electoral de promesas aparentemente gratis lo que hace es favorecer una actitud irresponsable sobre los asuntos públicos. Por un lado, porque crea un modelo de ciudadano orientado a la demanda ilimitada de servicios y, por tanto, permanentemente insatisfecho. Por otro, porque crea la imagen de una administración pública capaz de atender y resolver todas las necesidades.

No pido a los candidatos que no hagan promesas, pero yo exigiría que las hicieran con dos condiciones. Primera, que en cada promesa hecha advirtieran de sus consecuencias económicas. Y segunda, les agradecería que hicieran saber qué creen que no debe atender la administración pública y qué creen que es responsabilidad del ciudadano. Presentar a una administración pública omnipotente no hace otra cosa, a medio plazo, que hacer crecer la insatisfacción y la desconfianza. En definitiva, una buena campaña –lógicamente, hecha de acuerdo con la ideología de cada uno– debería ser una lección tanto de buen gobierno como de buena ciudadanía. Y las actuales diría más bien que muestran políticos sobreprotectores y que hacen ciudadanos malcriados.

ARA