Y nos quedaremos ciegos

Cuando los procesos históricos experimentan de repente una gran aceleración, se da a menudo un efecto óptico: muchas de las personas que los viven desde dentro tienen dificultades para captar la magnitud de los cambios que ellas mismas están protagonizando, para medir la distancia que han recorrido en poco tiempo. Intuyo que algo de esto está pasando entre nosotros ahora mismo.

Un ejemplo anecdótico: hace algunas semanas, un catalán de mi generación, de sólidas raíces nacionalistas, con experiencia en la política de partido y en la política institucional, pero que reside lejos del país desde hace cinco años, me confesaba su admirado estupor ante la eclosión de banderas esteladas -estrelladas- («nueve de cada diez», me decía, no sé si exagerando el recuento) en los balcones de Barcelona. En cambio, los que hemos visto cómo se desarrollaba el fenómeno día tras día, desde hace más de un año, ya no nos llama la atención.

Hay un termómetro bastante preciso para evaluar el camino que ha recorrido en poco tiempo el proceso soberanista catalán: las reacciones hostiles que suscita y, más en particular, las advertencias y las amenazas sobre las catástrofes que nos caerán encima si Cataluña se hace independiente. Después de una etapa de desdén (soufflé, bluf, locura, maniobra electoralista, trapo sucio para tapar las vergüenzas de algunos…), desde principios de este curso la persistencia y el fortalecimiento de la marea de fondo -visualizados el pasado Once de Septiembre- han llevado a un desarrollo de augurios apocalípticos, en medio de los que la exclusión de la Unión Europea resulta casi un pronóstico amable.

Así, hemos podido oír o leer -y no pretendo ser exhaustivo- que, expulsados de la UE, nuestra relación con el euro sería como la de Kosovo (observen: no como la de Mónaco o Andorra, sino como la de Kosovo, que resulta un referente más mísero y turbio). El ministerio que regenta el señor García-Margallo y sus corifeos periodísticos han asegurado que un Estado catalán sólo podría vincularse a la ONU «como Palestina»; quieren decir en la condición de Estado observador no miembro, pero asociarlo con el topónimo Palestina evoca refugiados, pobreza y sufrimiento. La señora Sánchez-Camacho afirma que una Cataluña independiente ya habría terminado como Grecia o Chipre. Y el ministro de Agricultura, Arias Cañete, avisaba el otro día que «los agricultores catalanes perderán 400 millones al año si Cataluña se independiza».

Hay quien, sobre la base de las dificultades para cubrir la Vía Catalana en las comarcas del sur, ha pronosticado que, en caso de independencia, la provincia de Tarragona se desentenderá para seguir siendo española. Y, entre augurios de quiebra económica, ruptura territorial, fractura social, fuga de empresas, colapso bancario, etcétera, incluso académicos de los cuales se podrían esperar análisis más complejos -aludo al catedrático Francesc Granell- han sentenciado que una Cataluña independiente sería «un Estado fallido, como Somalilandia».

Desconozco ahora mismo cuántas multinacionales están implantadas en Somalilandia y cuál es el valor de las exportaciones industriales del país -intuyo que cero y cero-, pero queda claro que a la coral del apocalipsis sólo le falta hacer suyas las amenazas con que, los colegios de frailes de mi adolescencia, querían reprimir que descubriéramos la sexualidad: si os masturbáis -nos decían- se os deshará la médula y os quedaréis ciegos. Falta ésto, y empezar a hablar de las pensiones, en la línea del señor Lara…

Resulta una reacción muy paradójica, considerando que un estadista de la talla de Felipe González ya concluyó hace semanas que «la independencia de Cataluña como objetivo es imposible». Pues, si es imposible, ¿a qué viene tanto ruido, tanto asociar un imposible con las diez plagas de Egipto? Si los partidarios de la independencia fueran una exigua minoría, si su objetivo fuera tan absurdo y descabellado, ¿qué sentido tendría quererlos neutralizar con este gigantesco discurso del miedo? ¿No sería eso matar moscas a cañonazos? Los imposibles, los absurdos, las quimeras, ¿no se hunden por su propio peso?

No me interpreten mal: parto de la convicción de que la eventual consecución de un Estado catalán tan soberano como es posible serlo hoy en Europa será cualquier cosa excepto fácil o gratuita. Pero, al mismo tiempo, me parece irrefutable que nunca nos habíamos situado tan cerca de lograrlo. Y la prueba de ello es que nunca antes, en más de cien años de catalanismo político aquí, en un siglo y cuarto de anticatalanismo político allá, no nos había querido asustar con argumentos como los de ahora. A pesar del uso abusivo del epíteto de separatistas, ni el españolismo exterior ni el unionismo interno no habían considerado nunca seriamente -demagogias aparte- el riesgo de una secesión catalana. Y menos aún en un contexto histórico, el de la segunda década del siglo XXI, que hace imposible conjurar este riesgo por medio de la fuerza militar.

De momento, están en la fase de la amenaza y el chantaje. Quizás algún día descubrirán los conceptos de empatía y de inteligencia emocional.

ARA