Y esto, ¿quién lo paga?

A la hora de terminar esta serie de cuatro artículos sobre la cultura política catalana, vuelvo a recordar que mi pretensión no pasaba de hacer una modesta e intuitiva aproximación a algunos de los aspectos que la caracterizan. El mismo concepto de cultura política es más intuitivo que estrictamente descriptivo, y no tiene una definición clara y precisa. En los artículos precedentes he hablado de las reglas del juego político entre partidos, que considero que están en el origen del mismo desprestigio de la política. ¿Qué no se desprende, por ejemplo, del twit de un diputado socialista que estos últimos días vinculaba el incremento de ahogados en las playas catalanas con la suposición de que el Gobierno estaba distraído organizando la Vía Catalana? Sugerir -como lo han hecho tantos discursos en sede parlamentaria- que hay gobiernos tan irresponsables que son felices creando malestar en la ciudadanía es trasladar el debate político racional a un plano moralista, más propio de una conferencia episcopal -hay diputados que, sistemáticamente, sermonean- que de un Parlamento democrático.

 

También consideré las relaciones entre periodismo y política, porque esta última es esclava de su escenario de representación, que son los medios de comunicación. Cualquier observador afinado, con nuestras valoraciones sobre la situación política, podría descubrir cuál es nuestra fuente de información. Los marcos de representación y significación se determinan por una confusa mezcla entre los hechos que un medio considera destacables y las valoraciones que hace. En este sentido, recomiendo vivamente la serie The newsroom, de Aaron Sorkin -el de The West Wing -, para hacerse cargo de la naturaleza de esta dependencia entre medio, política y mercado.

 

La tercera reflexión iba sobre el déficit de sentido institucional, que en el caso estricto de la política significa la falta de sentido de Estado, absolutamente previsible porque ya no tenemos memoria. Pero, tal como sostenía, el déficit es más general y afecta a ámbitos institucionales no estrictamente políticos. En el trasfondo, está implícito cómo entendemos el poder. No es extraño que haya quien afirme que el poder es intrínsecamente perverso. Diría que es un prejuicio que abunda en una sociedad construida históricamente a la contra de los poderes institucionales. Ahora bien, desde el punto de vista de las ciencias sociales, el poder es consustancial a toda forma de organización. Y sí, hay poderes perversos. Pero hay poderes constructivos, como los que emanan del conocimiento científico que permite hacer progresos a los que no renunciaría ni la conciencia más antisistema imaginable en caso de poder salvar la piel. O poderes que han permitido sacar adelante revoluciones que han dignificado la condición humana. O que han creado la riqueza y bienestar que muchos quisiéramos generalizada a toda la humanidad.

 

A esta difícil y ambigua relación con el poder se deben algunos de los grandes debates políticos del momento. Por ejemplo, la cuestión de la verdad y la mentira, que ahora mismo pone en entredicho al presidente Rajoy, más allá de los posibles cobros irregulares. O el gran debate entre el secreto y la transparencia, vinculado al de la corrupción, y que lo es sobre cómo poner límites al ejercicio del poder sin desactivarlo totalmente. Da risa que nos escandalicemos ante estos debates políticos, sin darnos cuenta de que se repiten, en la proporción debida, en nuestra vida cotidiana: en las relaciones de pareja, con los hijos, cuando negociamos las condiciones de un puesto de trabajo, cuando presidimos una AMPA y una escalera de vecinos, en el sindicato o en la ONG más abnegada y altruista.

 

Ahora bien, si de algo vamos escasos, es de corresponsabilización con el ejercicio del poder político. Quiero decir que cada cuatro años solemos votar y dar el poder más con el corazón o las vísceras que con la cabeza. Y ello porque no hemos desarrollado los mecanismos necesarios de control y rendición de cuentas. Nos empeñamos, por ejemplo, en exigir una nueva escuela para el barrio, sin saber ni qué parte de nuestros impuestos se comerá, ni si pone en riesgo otras prioridades. No estamos acostumbrados a ver cuáles son las consecuencias de los derechos que exigimos. Durante treinta años, el político en el gobierno ha presentado su acción -inauguración de hospitales, escuelas, parques y carreteras- como si fuera resultado de su magnanimidad en el reconocimiento de unos derechos intrínsecos del ciudadano, de manera que nunca hemos preguntado eso tan elemental de: «¿Todo esto, quién lo pagará?» Una práctica que eximía doblemente de la responsabilidad a gobernante y a gobernado. Acabar con una cultura política basada en la no responsabilidad de unos y otros: este es el primer cambio de todos los que tenemos que hacer posible con el ‘volver a empezar’ que tenemos a la vista.

 


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