Vuelcos de guión

Los acontecimientos de la semana pasada, sobre todo con la sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea -un giro de guión cinematográfico-, han puesto en evidencia un tipo de realidades que, si bien no son novedad, la sobreactuación de la acción política solo disimula. Fundamentalmente, se trata de unas evidencias que muestran el carácter precario y vulnerable de lo que aún pretende presentarse como estable y consistente.

En primer lugar, hay que hablar de la supuesta fuerza de los estados. Es cierto que el Estado dispone de unos mecanismos de coacción que le permiten imponer la ley y el orden. Pero hay algo que es más importante, y es la legitimidad con la que puede imponerse: sin autoridad, sin un poder legítimo, el Estado se desintegra por mucho que recurra a la violencia. En España, por mucho que cuente con el poder policial, judicial y mediático, y al menos en Cataluña, el Estado está en descomposición. Sólo por citar una señal de lo que digo, si para el régimen del 78 la monarquía se había convertido en el símbolo y el instrumento principal de la unidad de España, en Cataluña esta institución tiene la peor valoración de todas, con una media de 1, 82 sobre 10, incluso por debajo de la banca y la Iglesia católica.

La segunda evidencia es que, a pesar de todo, Europa cuenta. No ha contado tanto como algunos esperábamos, pero es claro que la represión del Estado sobre el independentismo, sin Europa, todavía habría sido más brutal. Pero con la sentencia del Tribunal de Justicia de la UE se ha visto que hay líneas rojas que no se pueden traspasar, y que hay unos tribunales que no someten las leyes y los derechos fundamentales a principios nacionalistas superiores, como han pretendido los tribunales españoles. La indisimulada irritación de los funcionarios españoles en Bruselas, empezando por Borrell, es la prueba.

También hay que decir que las soberanías aún son importantes. Para aguar las pretensiones de los catalanes, hay quien se empeña en poner en cuestión la idea de soberanía nacional. Es cierto que la pertenencia a la UE implica someterse a algunas expresiones de soberanía supraestatal. Pero de ahí a menospreciar su relevancia aún falta mucho. Sólo hay que ver el valor que les han dado los británicos y, de rebote, los escoceses. Pero el hecho mismo de que un tribunal europeo pueda poner de cara a la pared un tribunal español demuestra que el juego de las soberanías judiciales -ya lo habíamos comprobado en el terreno económico con la imposición de una reforma exprés de la Constitución- no es ningún artificio caduco sino una jerarquía de garantías fundamentales de toda sociedad democrática.

Asimismo hay que tomar conciencia de la progresiva vulnerabilidad de las estructuras políticas clásicas. Si en 1989 no estaba prevista la caída del Muro de Berlín, hasta hace tres años nadie habría imaginado que el Reino Unido dejaría la Unión Europea. Tampoco estaba prevista la expulsión de Matteo Salvini del gobierno de Italia, o el proceso de ‘impeachment’ de Trump. Por no hablar de los recovecos de la política española de los últimos cuatro años. Se puede considerar que se trata de episodios excepcionales de inestabilidad, pero tengo la convicción de que se trata de la nueva normalidad de unas dinámicas políticas mucho más aceleradas. Y pienso que las llamadas a la estabilidad -tan habituales de los sectores económicos, siempre preocupados por proteger su propia inestabilidad- son pura nostalgia de tiempos pasados.

En definitiva, que los tiempos están cambiando, pero más deprisa de lo que Dylan imaginaba hace cincuenta años. Que mucho de lo que parecía imposible hace cinco años, y precisamente por haber menospreciado las nuevas vulnerabilidades, ahora se hace realidad. Y que el soberanismo en Cataluña no debería perder el tiempo escribiendo hojas de ruta sobre la arena de la política actual y, en cambio, debería saber leer bien dónde están las nuevas rendijas de cambio y confiar más en su propia fuerza transformadora. Los nuevos tiempos nos van a favor, y no hay que distraerse.

ARA