Votos, no. Dinero, sí

Ninguno de los cuatro proyectos de Estatuto de Autonomía aprobados por el pueblo de Cataluña, o bien por sus representantes, ha sido respetado por España. Así fue en 1919 con el texto aprobado por la Asamblea de la Mancomunidad. Y con el Estatuto de Núria, que tenía el apoyo del 99% de los votos emitidos, en 1931. Y con el Estatuto de Sau, en 1979, preparado por diputados y senadores catalanes en Madrid. Y con el del 2006, que en el Parlamento había recibido 120 votos favorables y sólo 15 en contra. El fanatismo radical del españolismo político recorta su contenido en las cortes españolas y el tribunal constitucional hacer el resto, incluso después de haber sido aprobado en referéndum. El voto de los catalanes, pues, no vale nada a la hora de decidir nuestro estatus jurídico-político. Pero tampoco sirve para decidir quién es diputado o senador en Madrid, ni europarlamentario en Bruselas y Estrasburgo, ni para determinar qué persona preside la Generalitat, tanto da lo que vote la gente.

El diputado y el senador más votados han sido suspendidos de esta condición institucional y representativa ganada con nitidez en las urnas y han dejado de ser, pues, diputado y senador, como otros tres elegidos catalanes también. Y el que ha sacado más votos en las europeas ni siquiera puede recoger la acreditación correspondiente, ya que corre el riesgo de ser detenido si lo intenta. No importa que haya obtenido más sufragios que los ganadores de las elecciones en 16 de los 28 estados de la actual UE. Ni siquiera se respeta, para la ronda de consultas con el jefe de Estado, que son los grupos parlamentarios los que deciden quién asume esta función y ¿quién mejor que quien ha encabezado la lista? Votemos lo que votemos, pues, queda claro que, con un pretexto u otro, no somos nosotros quienes decidimos, sino que quien acaba decidiendo por nosotros es España. La realidad es que Cataluña, la sociedad catalana, los votantes catalanes, no tenemos la última palabra en nada, votemos lo que votemos en las urnas, porque no tenemos la consideración de sujeto político soberano, sino subordinado, subsidiario y dependiente de otros. Nuestro voto, nuestra voluntad, no cuenta. Y lo que sí es determinante es la voluntad de otros y sus votos en unas instituciones estatales donde ellos siempre serán mayoría y nosotros minoría.

Nuestros votos no cuentan, decía. Ni quieren nuestra lengua, que les crea rechazo e incomodidad, ni nuestra cultura, que ignoran tanto y que no tienen ningún interés por conocer. No importa que tengamos una literatura rica y potente, comparable a la de otras literaturas de un peso demográfico similar. No importa el coraje emprendedor, el espíritu laborioso, el carácter innovador, la creatividad en todos los lenguajes artísticos, la red empresarial, la cultura industrial, la iniciativa privada, el nivel líder de la ciencia y la investigación, el europeísmo, el cosmopolitismo, la preocupación por viajar y hablar lenguas diversas o la pasión por la modernidad en todos los ámbitos. Ni dan importancia a una sociedad forjada desde ella misma, sin Estado y con el Estado en contra, autocentrada en valores como el asociacionismo, el voluntariado, el cooperativismo o la solidaridad.

Nada de esto, pues, cuenta para España ni tiene la más mínima importancia. No cuentan los votos, ni quieren la lengua, ni les interesan nuestros valores como sociedad nacional diferenciada. En realidad, lo único que les interesa de nosotros es el dinero que nos quitan y nada más. Los Países Catalanes son una fuente de financiación esencial para el mantenimiento, funcionamiento y continuidad del Estado español tal y como lo hemos conocido hasta ahora. No sólo figuran a la cabeza en la recaudación de impuestos, sino a la cola de las inversiones. Los niveles bajísimos de ejecución del presupuesto estatal en estos territorios son un verdadero escándalo, año tras año. El incumplimiento de lo que se aprueba es una práctica regular que castiga el bienestar de nuestros conciudadanos, sobre todo de los más vulnerables, y la modernización general del país.

El estado de las infraestructuras es otra vergüenza, dado que al envejecimiento y deterioro de las ya existentes se se suman la falta de las imprescindibles, como el corredor ferroviario mediterráneo, en una planificación de estructura radial, centralista, donde todo está pensado para que confluya en Madrid y poder articular así, nacionalmente, España. Incluso los puertos de Barcelona y de Valencia han de destinar los beneficios logrados para mantener los puertos del Estado que son deficitarios y nada eficientes. Y es en Madrid donde se eliminan los peajes de autopistas, porque España ha quedado reducida a Madrid, donde una élite parasitaria extrae el resultado de nuestros esfuerzos para su mantenimiento y continúa utilizando el centralismo económico, cultural y político para mantener las regiones más pobres del Estado en situación de subsidio, dependencia y subdesarrollo permanentes. El bienestar de las élites instaladas en Madrid sólo es posible mantenerlo con nuestro malestar.

Sólo nos quieren retener, sólo se oponen a que nos vayamos de España, no porque no quieren perder nuestra lengua, la cultura o nuestros valores, sino porque no se pueden permitir perder el dinero que aportamos, en una práctica de expolio persistente que se hace ya insostenible. Hasta ahora, sólo pagábamos y callábamos. Ya hace tiempo que hemos decidido que no callaremos más y nos hemos puesto a hablar, aunque seguimos pagando. Tengo la convicción de que nuestro único desatascador no es cultural, ni político, sino económico. Sólo saldremos adelante si nuestras decisiones cuestionan, afectan y condicionan, de forma directa, su economía. Porque esto es lo único que les hará reaccionar. En otras palabras, el día que empecemos a dejar de pagar ya habremos entrado, de verdad, en la fase final del proceso.

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