Vivir en la historia

Recientemente participé en un debate público con Paul Keating, ex primer ministro de Australia. Es un hombre interesante, un intelectual genuino motivado por sus demonios internos tanto para despellejar a quienes le adjudican un crédito insuficiente a su papel transformacional en la política australiana como para exponer lo que él considera palabrerías y mitos.

Esto normalmente lo envuelve en la controversia, pero puede tener un propósito educativo. Recientemente, por ejemplo, denunció la idea de que los sacrificios australianos en la campaña de Gallipoli en 1916 durante la Primera Guerra Mundial de alguna manera habían conformado y redimido a su nación. Para él, Australia alcanzó la mayoría de edad en Kokoda, muchas veces llamada la Thermopylae de Australia, cuando un pequeño grupo de jóvenes soldados resistió el avance de las divisiones del ejército japonés que parecían dispuestas a tomar Port Moresby en Papúa Nueva Guinea y amenazar al continente australiano. Keating era de la idea de que la batalla de Kokoda representaba los verdaderos dolores de parto de una Australia independiente, no algún apéndice colonial de Gran Bretaña creado para servir objetivos imperiales en el Lejano Oriente.

No me atrevería a cuestionar las sensibilidades de los australianos sobre su propia historia. Me gusta demasiado su país como para hacer eso. Pero las observaciones de Keating plantean un interrogante general sobre la historia que llega al corazón de la sensación de identidad que une a cada comunidad.

La mayoría de los países inventan al menos parte de su historia; o simplemente embellecen aquellos fragmentos que no coinciden con la idea heroica que tienen de sí mismos. Mi propio país, por ejemplo, inventó gran parte de lo que significa ser británico para que Escocia, en el siglo XVIII, se hiciera a la idea de ser gobernada por Inglaterra, y para persuadir a todo el Reino Unido de que no debía objetar ser gobernado por reyes alemanes.

Durante toda mi vida adulta, la sensación de Gran Bretaña de cuál es su lugar en el mundo estuvo básicamente definida por el liderazgo de Winston Churchill durante la Segunda Guerra Mundial y sus opiniones sobre nuestro papel en el mundo cuando la guerra hubo terminado. El y otros líderes políticos eran entusiastas de una Europa unida. Pero eso se aplicaba a los demás. Gran Bretaña no era parte de eso. La historia había escrito un papel diferente para nosotros -soberano, independiente, desapegado de cualquier enredo continental y, si no un par de Estados Unidos, al menos un asistente leal y con experiencia.

Una honestidad un poco más aguda sobre el verdadero peso de Gran Bretaña en el mundo de posguerra podría habernos permitido a los británicos desempeñar un papel más central en los asuntos de Europa, moldeando a la emergente Unión Europea más cerca de nuestros propios intereses nacionales.

Así es que, cuando uno entiende mal la historia, puede sesgar sus propias elecciones estratégicas. Pero, peor que eso, la ceguera frente a lo que realmente sucedió en el pasado puede distorsionar el desarrollo de nuestra sociedad. Tarde o temprano, las sociedades más sanas enfrentan lo que han sido -bueno o malo- y, como resultado, crecen en decencia y seguridad en sí mismas.

Alemania lo hizo de manera admirable. En el último par de años, he visto dos películas alemanas dolorosamente honestas -«La caída», sobre los últimos días de Hitler, y «La vida de los otros», sobre las operaciones de la ex policía secreta de Alemania del este (la Stasi). Desde aquellos días oscuros, Alemania se ha desarrollado como una democracia vibrante y saludable.

A otros todavía les cuesta confrontar su propia historia. Rusia se tropieza con Stalin y su legado de mal. China se aleja de una revaloración de Mao o un relato honesto de lo que sucedió en Tiananmen en 1989. Algunos japoneses todavía quieren escribir o creer en cuentos de hadas sobre su historia previa a la guerra y en tiempos de guerra, que complicó inmensamente los esfuerzos de Japón por encontrar una reconciliación confiada y perdurable con China.

En cambio, consideremos la manera en que Francia y Alemania enterraron el hacha y aprendieron a vivir en paz y confianza. Es este extraordinario acto histórico lo que hizo posible la reconstrucción y el desarrollo exitoso de Europa en el último medio siglo.

Existen al menos tres lecciones que se pueden extraer de estos divagues de quien alguna vez fuera un estudiante universitario de historia. Primero, la historia nos enseña tanto sobre hoy como sobre ayer. El escritor inglés G.K. Chesterton alguna vez escribió «La desventaja de que los hombres no conozcan el pasado es que no conocen el presente».

Segundo, para entender cómo hacer frente a los problemas que nos acosan -desde el terrorismo hasta la proliferación nuclear-, es sensato saber cómo y de dónde surgieron. ¿Por qué nos enfrentamos hoy a vendavales económicos mundiales? ¿Cómo se comparan los problemas de hoy con la crisis financiera de 1929 y la depresión que vino a continuación? ¿Qué nos cuenta la historia sobre las consecuencias de la respuesta proteccionista a esos hechos?

Finalmente, si bien los estados naciones siguen siendo los componentes básicos en los asuntos internacionales, y la lealtad a nuestro país -patriotismo- es algo positivo, el nacionalismo crudo puede ser profundamente destructivo. «Mi país, acertado o equivocado» es el origen de mucha miseria. Una investigación histórica rigurosa nos puede salvar de la ceguera sobre quiénes somos y qué podemos hacer. El debate histórico es un signo de una sociedad saludable. De modo que tres aplausos para Keating, acertado o equivocado.

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Chris Patten fue comisionado de la UE para Relaciones Exteriores, presidente del Partido Conservador británico y el último gobernador británico de Hong Kong. Actualmente es rector de la Universidad de Oxford y miembro de la Cámara de los Lores británica.

Copyright: Project Syndicate, 2008.

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Traducción de Claudia Martínez