La Cámara de Comptos es uno de los pocos instrumentos históricos del autogobierno que sobrevivió al naufragio tras los procesos de liquidación uniformadores de los regímenes forales en el siglo XIX -con la mal llamada Ley Paccionada primero y la Gamazada después- y tras la imposición franquista en el siglo XX. Pero la Cámara de Comptos es, sobre todo, el órgano de fiscalización encargado de controlar la gestión que lleva a cabo el poder político de las cuentas públicas. Es decir, cumple una función clave de transparencia democrática, un papel garantista que sólo la independencia de sus responsables garantiza. Sin embargo, al igual que ocurre con otros órganos diseñados para proteger los derechos de los ciudadanos ante la Administración y el control democrático del gobierno, son piezas apetecibles que intentar adocenar en favor de los intereses de los vigilados. Por eso, el nombramiento de su máximo responsable está siempre sometido a la tensión partidista. Al poder no le gusta ser controlado en ningún caso y busca siempre situar en esos puestos claves personalidades afines o que suponen domesticables. Los parlamentarios navarros lo deben tener en cuenta en la elección del nuevo presidente de la Cámara de Comptos, valorar tanto la cualificación técnica de los propuestos como sus simpatías políticas o amistades personales con quienes luego tendrán que fiscalizar y, sobre todo, su compromiso ético con los valores democráticos. Y a ser posible evitar la lastimosa imagen de someter a un sorteo el nombramiento del responsable de una institución clave en el entramado democrático y garantista de Navarra.