Así como los vinos se alteran viajando, los conceptos políticos mudan de sentido al pasar la frontera. “Democracia”, por ejemplo, significa una cosa en Inglaterra, en Francia otra y una, aún más distinta, en Rusia o España. No sólo cada tierra hace su guerra, sino que cada país hace con el lenguaje lo que más le gusta. E incluso hablando con un mismo léxico, porque así «nos entendemos todos», acabamos no diciendo nada. Ni hace falta en realidad, porque el parlamentarismo es una entelequia necesaria al sistema, un acto de fe que contradicen cada día el ruido y la furia de una conversación que nada significa. Nadie escucha a nadie, porque el discurso es la “superestructura” de los grandes intereses delegados en los partidos. Los argumentos convertidos en consignas y la conciencia rehén de la disciplina de partido disimulan la crudeza con que la ‘Realpolitik’ gobierna en los despachos.
En Cataluña se ha pasado en pocos años del “hablando la gente se entiende” al “hablemos español porque así nos entendemos todos” para acabar en un “dejar hablar puede llevarte a la cárcel”, como bien sabe Carme Forcadell. De hecho, ni hacen falta palabras. La semiótica más exigua puede depurar a todo un ‘president de govern’ como Quim Torra o a un simple ‘diputat’ como Pau Juvillà, uno por haber recordado en un cartel que presos políticos, como las brujas, de haberlos haylos; el otro por haber decorado las ventanas de su despacho con unos lazos como los que han colgado en la sala de casa estos últimos años para intriga y perplejidad de las visitas.
Tanto como el sol sale para todos, la palabra “democracia” se hincha y redondea hasta cubrirlo todo. Casi como el amor, que todo lo aguanta, todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo disimula. Por eso, Francis Fukuyama, director del Centro sobre la Democracia, Desarrollo y Estado de Derecho en Stanford, al advertirle yo de la degradación de la democracia española me respondió que, de acuerdo con la Oficina de Democracia, Derechos Humanos y Trabajo del Departamento de Asuntos Exteriores del gobierno estadounidense, España es una democracia. Una respuesta tan funcionarial me hizo pensar que, si un centro académico acepta de oficio lo que sostiene una agencia gubernamental, si la investigación toma la doctrina geopolítica del gobierno como premisa y al mismo tiempo saca una conclusión, entonces tenemos un ejemplo casi ideal de pesquisa tautológica. Dicho llanamente: una muestra de investigación inútil, puramente confirmativa. Tal como el estudio sobre muertes violentas que la CNN reseñaba el jueves de la semana pasada y que usaba un prolijo análisis cuantitativo para demostrar que en los estados con las leyes de tenencia de armas más laxas mueren más personas por arma de fuego. Los ejemplos no son exactamente equivalentes, porque si el estudio sobre las víctimas de armas de fuego tenía el objetivo de persuadir a las legislaturas estatales para que reforzaran el control de estas armas, la respuesta de mi colega de Stanford indica temor, quizás irreflexivo, que una medida de la democracia que divergiese de la oficial podría complicar las relaciones entre el gobierno y el centro de investigación.
El prejuicio en favor de la oficialidad es siempre señal de timidez epistemológica. Pero en cuestiones políticas que superan el ámbito especulativo el oficialismo es todavía más ofuscante, pues traduce en falsa ciencia la complicidad con el poder. Por eso Fukuyama, jugando el comodín de la imparcialidad, encontraba lícito terminar la partida a favor del ‘status quo’, diciendo que si por un lado recibía mi información, por otro lado sus amigos de la FAES le hacían llegar la contraria. Se elige a los amigos y es cierto que la FAES tiene opciones de influir en centros vinculados a las políticas de Estado, pero la liquidación de la democracia en España no es cuestión de amistad sino de objetividad y en todo caso es perfectamente investigable.
Al fin y al cabo, todo se resume en una cuestión lingüística. Un término como “estado de derecho” es un paraguas tan amplio que puede cobijar realidades políticas muy diferentes, incluso aquella “democracia orgánica” que se regía por unas “leyes fundamentales” que justificarían el apretón de manos de Eisenhower, De Gaulle y Richard Nixon con Franco. Hoy esa democracia tan específica se ha vuelto a “organizar”. “Estado de derecho” es un concepto tan elástico que casi todos los estados lo son, al menos formalmente, aunque en lo alto tengan autócratas como Putin o Asad, o una élite que monopoliza todos los poderes, incluido el cuarto, en una reencarnación postmoderna del absolutismo. Se dice que la democracia peligra y no es cierto; lo que peligra son las democracias. Se tambalean las actualizaciones, a menudo experimentales, de una idea que, como el vino, se altera con la latitud y, como las cepas, es más o menos resistente a las plagas según los lugares donde se ha trasplantado.
La identidad, tan execrable en el sur del Pirineo y en el este del Ebro donde hay independentistas que la repudian, se vuelve amable e incluso necesaria al pasar la raya y repatriarse al país de origen. Pues fue la revolución francesa, más que el descubrimiento de las culturas populares por Herder, quien impulsó el nacionalismo, la idea de que el Estado era la nación y debía tener una única cultura y un único idioma. Y fue la Asamblea Nacional, es decir, el republicanismo, el que impuso esta idea en toda la extensión de lo que antes había sido una monarquía multicultural y multilingüística. Manuel Valls, siempre hostil con la identidad cuando se trata de la catalana, una vez pasada la frontera sostiene que «los republicanos de todas las tendencias deben asumir la cuestión de la identidad». No se refiere a una identidad cualquiera, de las que hay a puñados en toda Europa, sino a ‘la’ identidad, la que bebe del poder y por tanto se lo proporciona.
En España el PSOE ya había dado este vuelco cuando el PP lo atrapó después de dos décadas en el poder y varios escándalos de corrupción y terrorismo de estado. Entonces los socialistas se dieron cuenta de que habían regalado la fuerza emocional del nacionalismo a la derecha y decidieron reclamarla. La sustitución de la bandera de la plaza de Colón de Madrid por una con el palo de 50 metros doblando la anterior y un paño de 294 metros cuadrados fue el pistoletazo de salida de una carrera identitaria que termina, de momento, con escenas de militares cantando con mística de ebrio “Soy español, español, español”, acompañadas del respectivo e inevitable “a por ellos”.
Este vuelco también lo hizo Fukuyama en el libro ‘Identity: The Demand for Dignity and the Politics of Resentment’, publicado en 2019, por cierto con buena acogida en el Estado español. Aunque presentada como una exploración teórica, la discusión no está en la esfera especulativa, sino que se permite adjudicar la legitimidad entre las identidades en pugna. Cuando defiende la identidad nacional se refiere siempre a una identidad estatal, es decir, un régimen legitimado fiduciariamente al margen del grado de democracia ejercida. «La identidad nacional comienza con una creencia compartida en la legitimidad del sistema político del país, tanto si el sistema es democrático como si no lo es». ¿Y qué ocurre cuando un sector de la población no comparte esta creencia, cuando considera ilegítima la ocupación de su territorio por un sistema político que le ha sido impuesto por la fuerza de las armas? En este caso las palabras pueden invocarse de modo que el sentido cambie al pasar la frontera, distinguiendo a los pueblos no de acuerdo con la legitimidad histórica sino de acuerdo con quien controla el Estado. Y así es como Cataluña, no siendo un Estado, no tiene identidad nacional sino “etnonacionalismo” (¡milagros del lenguaje académico!), un complejo que por definición no está legitimado para reclamar la independencia y amenaza la existencia de los estados constituidos y la estabilidad del orden global.
Fukuyama repite la vieja tesis posmarxista de un Eric Hobsbawm o de un Ernest Gellner, confundiendo como ellos las realidades nacionales con los estados nación, sin darse cuenta de que éstos son el balance provisional de luchas etnonacionales en el espacio de imperios previamente constituidos. A su modo, mi colega sigue obsesionado por la voluntad de poner fin a la historia. Por eso en 2017, cuando Fukuyama me dijo que no podía apoyar a los separatismos, al recordarle yo nuestro 4 de julio (1), optó por no responderme. Quizás porque ambos entendemos la legitimidad de la independencia americana dentro del campo semántico que nos asigna la ciudadanía compartida.
(1) Tanto Fukuyama como Resina tienen nacionalidad estadounidense.
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