Resulta tremendo presenciar la agonía de tantas ciudades. Espléndidas, opulentas, ajetreadas, han sobrevivido durante siglos, a veces milenios, a las vicisitudes de la historia: guerras, pestes, terremotos. Pero ahora, una tras otra, se están marchitando, vaciando, transformándose en decorados teatrales en los que se escenifica una pantomima sin vida. Allí donde antes vibraba la vida y la humanidad irascible se abría paso empujando, a empellones, ahora solo hay bares para el aperitivo y puestos de recuerdos (todos iguales) que ofrecen «especialidades locales»: muselinas, batiks, prendas de algodón, pareos, pulseras. Lo que antes era un torrente vivo, lleno de gritos y animación, está ahora pulcramente reducido a un folleto turístico. La sentencia de muerte se dicta desde un edificio elegante de París (plaza Fontenoy, séptimo Arrondissement) tras un proceso burocrático casi interminable. El veredicto es una etiqueta que ya no se puede despegar: un sello marcado para siempre.
Ser incluida en la lista de los lugares Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO es el golpe de gracia para una ciudad. En cuanto se estampa la marca, se acaba con la vida de la ciudad; está lista para el taxidermista. Este urbicidio (palabra horrorosa) no se perpetra a propósito. Por el contrario, se comete con toda la buena fe y la intención más noble del mundo: conservar (sin cambios) un «legado» de la humanidad. Tal como la misma palabra sugiere, «conservar» significa embalsamar, congelar, salvar a algo de la decadencia debida al paso del tiempo; pero en este caso también significa detener el tiempo, fijar el objeto como lo haría una fotografía, protegiéndolo de todo crecimiento o cambio. Por supuesto que hay monumentos que precisan cuidados y atención, pero si la Acrópolis hubiera estado sujeta a una orden de conservación en el 450 a. C., ahora no tendríamos el Partenón, el Propileo o el Erecteón. La UNESCO se habría horrorizado con la Roma de los siglos XVI y XVII, que produjo un admirable popurrí de neoclasicismo, manierismo y barroco.
No es imposible alcanzar un equilibrio entre construcción y conservación: vivir en ciudades llenas de museos y obras de arte, en lugar de vivir en mausoleos con barrios dormitorio. Hace poco tiempo volví a San Gimignano después de treinta años. No había ni un solo carnicero, frutero o panadero auténtico dentro de sus murallas. De hecho, una vez que los bares, los restaurantes y las tiendas de recuerdos habían echado el cierre, no había ni un solo habitante de San Gimignano en la ciudad antigua: todos viven fuera de las murallas, en bloques de apartamentos modernos cerca de los centros comerciales. Dentro de las murallas, todo se ha convertido en un decorado para una película sobre la vida medieval, con los inevitables productos de una «tradición inventada» en exposición. Cuanto más pequeña es una ciudad, más rápido perece.
La ciudad laosiana de Luang Prabang ha sufrido el mismo destino. Ahora, su centro histórico es una trampa turística. Las casas han sido transformadas en hoteles y restaurantes, con el típico mercado al aire libre (idéntico en todo el mundo) donde se venden los mismos collares, bolsas tejidas y cinturones de cuero. Paradójicamente, la consecuencia no intencionada de intentar conservar la singularidad de un lugar es la creación de un «no lugar», que es reproducido en los emplazamientos Patrimonio de la Humanidad en todo el planeta. De la misma manera que hay que salir de las murallas medievales de San Gimignano para encontrar a sus auténticos habitantes, hay que pedalear dos kilóme- tros por la carretera de Phothisalath, más allá de Phu Vao, para llegar donde viven los laosianos. Consideremos Portugal: al pasear por Oporto, la frontera invisible del barrio que es Patrimonio de la Humanidad se percibe inmediatamente: la humanidad heterogénea de su entramado urbano da paso como por arte de magia a una monocultura de hosteleros, mesoneros y camareros a la caza de clientes, a los que se reconoce instantáneamente por su forma de vestir (pantalones cortos, botas de monte) radicalmente inapropiada para la ciudad. En Gran Bretaña, pocos sitios están tan muertos como los centros históricos de Bath y Edimburgo. Curiosamente, ambos son sedes de festivales, que es la función inevitable de una ciudad Patrimonio de la Humanidad. Venecia tiene el festival de cine y varias bienales; Aviñón, el festival de teatro; Spoleto, en Umbría, tiene el Festival de los Dos Mundos. En otros casos (Salzburgo, Bayreuth), un festival de prestigio proporciona la justificación para la inclusión en la lista de la UNESCO. Estas ciudades reciben el estatus de Patrimonio de la Humanidad porque ya son decorados teatrales, pintorescas naturalezas muertas; a la inversa, las actuaciones teatrales o musicales que la etiqueta atrae les pueden proporcionar una apariencia de vitalidad.
Vender autenticidad
El turismo de masas es el legado más perdurable del auge económico de la posguerra. Comenzó en la década de 1950 y se aceleró en las de 1960 y 1970. El caso de Grecia es ejemplar: en 1951 solo 50.000 turistas visitaron el país; diez años más tarde esta cifra se había elevado hasta el medio millón; en 1981 llegó a 5,5 millones y en 2007 alcanzó los 18,8 millones, casi el doble de la población nativa del país. Por lo tanto, no es sorprendente que en la década de 1970 se creara la etiqueta de Patrimonio de la Humanidad. En 1972, tras muchos años de discusión, la Conferencia General de la UNESCO aprobó la Convención sobre la protección del patrimonio mundial, cultural y natural, que ha sido ratificada por ciento noventa países desde entonces. En 1976, se estableció el Comité del Patrimonio de la Humanidad, y dos años más tarde identificó su primer bien. En otras palabras, la marca se «lanzó» coincidiendo con el despegue de la revolución del turismo mundial, representando tanto sus logros como la clave de su continua autopromoción. La marca UNESCO permite a la industria turística cobrar por el valor comercial de la autenticidad, de la misma forma que se hace con la etiqueta de un diseñador de moda o con la clasificación de vinos Grand Cru de las denominaciones de origen controladas; de hecho, los bodegueros de Borgoña están intentando conseguir el estatus de Patrimonio de la Humanidad para sus vinos. Adorno acuñó la expresión «la jerga de la autenticidad», la crítica del turismo como parte de la industria de la cultura está muy relacionada con las ideas de la Escuela de Frankfurt. A este respecto, Dean MacCannell, en su imprescindible ensayo sobre el turismo, cuestionó la tesis de Walter Benjamin al sostener que el aura de una obra de arte original surge solo después, y no antes, de ser copiada: la reproducción técnica confiere el aura. En este sentido, la función de la UNESCO es precisamente proporcionar la certificación del aura.
La marca Patrimonio de la Humanidad no es la causa del turismo, sino su sello de legitimidad, la institución bienhechora que proporciona a la industria su tapadera ideológica. Aquí entramos en la órbita de la filosofía escolástica medieval: el problema de los universales, la relación entre los nombres y las cosas. La etiqueta no es la cosa; pero tal como J. L. Austin sostenía, las palabras tienen fuerza performativa y un certificado puede ser un instrumento poderoso. El Patrimonio de la Humanidad es la Fischöne Seele hegeliana de la industria turística, la hermosa alma que nos permite aceptar la devastación del turismo en nombre de la conservación estética.
Nunca ha habido una antítesis entre cultura y turismo, conservación y capital; no ha habido enfrentamientos titánicos entre los operadores turísticos (que con los paraguas bien altos lideran el ataque de las hordas de turistas hacia nuestras antiguas ruinas) y los heroicos conservadores ilustrados que salvan los tesoros inestimables de nuestro pasado. Si surgen algunas contradicciones menores entre ambos, debemos tener en cuenta la lección de Pierre Bourdieu sobre el papel del capital cultural como subfracción, dominada por las fracciones más grandes y poderosas del capital económico y financiero, incluso aunque procure ganar un mayor grado de autonomía y autodeterminación respecto a ellas. Aunque a la postre el capital cultural debe su propio poder sobre los estratos dominados de la sociedad al capital económico. Es una lucha entre los que dominan que nunca pone en duda los límites y el poder de la dominación.
Sin embargo, la marca Patrimonio de la Humanidad padece dos contradicciones potencialmente dañinas. La primera es lo que podríamos llamar fundamentalismo cronológico, según el cual cualquier cosa más antigua se considera más merecedora de conservación. Por lo tanto, la excavación de una muralla romana justifica la alteración de un claustro medieval magnífico, como en la catedral de Lisboa. La segunda contradicción tiene un carácter más filosófico: puesto que la UNESCO está multiplicando sus lugares Patrimonio de la Humanidad, y la humanidad continúa produciendo obras de arte (o eso esperamos), si algunas partes del globo están ya inmovilizadas por los «restos», ¿en qué condiciones estará dentro de otros mil años: estaremos todos viviendo en la Luna y comprando entradas para visitar el planeta Patrimonio de la Humanidad? En el fondo está la cuestión del entendimiento que este proceso establece entre pasado y presente. Es evidente que el presente produce monstruosidades; pero siempre lo ha hecho. Lo mismo se decía en Roma durante la época barroca: Quod non fecerunt barbari, fecerunt Barberini, «Lo que no hicieron los bárbaros, lo hizo la familia Barberini». Y el paso del tiempo no ha sido benévolo: nos ha dejado montones de literatura clásica de tercera categoría mientras que incontables obras maestras han desaparecido, entre ellas toda la pintura de la Grecia clásica y la mayoría de sus bronces ecuestres.
En la querella de los antiguos y los modernos del siglo XVII, Fontenelle señaló en sus Diálogos de los muertos que los antiguos eran modernos en su época, y que la única virtud de los modernos contemporáneos era haber llegado después; los horrores de su época no eran peores quizá que los horrores entonces modernos de los antiguos. En su momento, los templos griegos (con sus pesados tejados de madera y las columnas y frontispicios pintados de rojo y azul) habrán parecido achaparrados, de mal gusto y estridentes: muy lejos de la estética celestial de sus ruinas. Actualmente, el horizonte de París sería impensable sin la Torre Eiffel, pero cuando fue construida para la Exposición Universal de 1889, fue denunciada como una aberración que desfiguraba la perspectiva: un golpe mortal para la ciudad. ¿Quién puede a afirmar que dentro de dos mil años los centros comerciales actuales no vayan a ser considerados obras maestras de la arquitectura? Ya ha sucedido con los almacenes del puerto de Ostia Antica del siglo I.
Italia es el país que más ha sufrido la marca UNESCO al tener la mayor densidad de bienes Patrimonio de la Humanidad del mundo. En 1909, Marinetti anunció que, junto a sus colegas, iba a lanzar allí el Manifiesto Futurista porque «Queremos librar a Italia de su gangrena de catedráticos, arqueólogos, guías turísticos y anticuarios. Durante demasiado tiempo, Italia ha sido un mercado para tratantes de segunda mano. Queremos liberarla de sus innumerables museos, que la asfixian como si fueran cementerios». Al contrario de Marinetti, no tengo nada en contra de los museos. Simplemente, me opongo a la museificación como categoría universal que (para usar la expresión kantiana) subsume la vida entera de una ciudad y una sociedad. Se podría pensar que, después de cuarenta años de actividad de la UNESCO, todo el patrimonio de Italia estaría ya etiquetado. Pero el proceso ha sido casi exponencial: un bien en la década de 1970, cinco más en la de 1980, veinticinco en la de 1990 y otros veinte en el nuevo milenio. Ciudades y regiones hacen cola todavía, haciendo campaña ante los funcionarios de la UNESCO. Como los países que aspiran a ser sede de los Juegos Olímpicos, que parecen no darse cuenta de la consecuente ruina que les empujará al abismo, los alcaldes, los consejeros y las oficinas de turismo de Italia se esfuerzan en lograr el estatus de Patrimonio de la Humanidad.
Las ciudades turísticas son el máximo ejemplo de un problema urbanístico más general. El capitalismo posmoderno ha intensificado la noción reduccionista racionalista-modernista de zonificación, que llegó a dominar la planificación urbana del siglo xx. La zonificación se basa en la monofuncionalidad: no se duerme donde se trabaja, no se sale de juerga donde se duerme, no se hacen negocios donde se va de juerga. De esta forma, la ciudad queda segmentada en distritos («turístico», financiero, comercial, residencial, industrial) que nunca se cruzan o coinciden (nunca encontrarán un bar en un barrio residencial estadounidense). El problema de la zonificación es que las ciudades se levantaron con un objetivo diametralmente opuesto: lugares de interconexión y articulación entre las diversas actividades humanas. El urbicidio bienintencionado de la UNESCO es un paso más en lo que ya se ha conseguido por medio de la monofuncionalidad. Detroit ha caído, pero Chicago sobrevive, porque mientras que la Motor City era monoocupacional y totalmente dependiente de la industria del automóvil, la Windy City posee una mezcla: agricultura, procesado de alimentos, industrias químicas y del acero, finanzas y cultura, varias instituciones universitarias y de investigación. Cualquier ciudad que dependa de una sola industria (sea el turismo o las finanzas) está condenada a muerte.
Extraido de New Left Review, núm. 88. / Público