Cataluña ha sobrevivido el último siglo en dos dictaduras pensadas para exterminarla que sumaron 47 años, a una derrota bélica con 50.000 muertos, en un exilio que le arrebató 100.000 de sus mejores hombres y mujeres, a unas cuantas ocupaciones armadas y a una posguerra feroces, a cuatro oleadas migratorias que le triplicaron la población y a una transición ‘superprogre’ y ‘multiculti’ que la quiso salvar de lo que llamaban ‘aldeanismo’. Y, en todo momento, a oprobios y humillaciones, a militares y paramilitares, a prensa insultante, a propaganda hostil, a persecuciones, a leyes punitivas…
Ahora, en pleno siglo XXI, con cientos de miles de catalanes en la calle, cuando un auditorio abarrotado clama en castellano en Bellvitge por la independencia, vienen personajes histriónicos y hacen, por ejemplo, una ley para españolizar a los niños (¡otra!) o para que los políticos no puedan viajar al extranjero (siempre los habían enviado al exilio y ahora no les dejan salir). O se inventan una campañita para convencer a los catalanes de que España no les roba (que ya había estrenado la FAES el año pasado). ¡Pero si hemos aguantado campañas de siglos, con la lengua prohibida, sin poder publicar ni un libro!
Parece un film cómico en blanco y negro. Laurel-Margallo y Hardy-Wert tapando el sol con un dedo en la era de la comunicación global, de la Unión Europea, de la rebelión en red, con un gobierno y una oposición que -ya era hora- están por la tarea. ¿En qué mundo viven? Como el infierno de Dante, abandonad toda esperanza: la historia no se puede cambiar en una reunión de la FAES.
Barcelona, capital de Cataluña, ha sido bombardeada cada dos generaciones, cautiva entre dos fortalezas que le encaraban la artillería. Lleida, puerta de Cataluña, ha sido devastada en cada bocanada de poniente, con la catedral convertida en cuartel vigilante. Tortosa, Manresa, Perpiñán (¡ay!), Tarragona, Cardona, Cambrils…
Estas ciudades resistieron, a menudo sin esperanza. Miles y miles de vidas tan solo para salvar la dignidad, para devolver el nombre de cada cosa a las generaciones venideras. Los decretos de Nueva Planta se impusieron para borrar hasta la señal más insignificante de la personalidad del país. Joan Francesc Mira explica que Felipe V planificó en el Reino de Valencia un sistema de destrucción de la lengua, las instituciones, la economía y las personas, que se convirtió en el primer intento de genocidio por cuestiones étnicas en Europa. En el Principado, siete años más tarde, fue aún peor.
Tras decenios, los políticos, acomodados, lo miraban con displicencia, quien pasa un día empuja el año, hasta que un pequeño pueblo organizó una consulta de feria e, inesperadamente, el universo estalló. Accionada por un resorte ignoto, la memoria colectiva emergió. El país entero se despejó. En la Vía Catalana había más de dos millones de ciudadanos, según la ‘Official World Record’. No hay en el mundo ningún movimiento como éste.
Una nación es una cadena de generaciones, dice Jordi Sales. El pensamiento catalán rebrota siempre y sobrevive a sus ilusos enterradores, advertía Francesc Pujols. Cuando a una nacionalidad se le despierta la conciencia de que lo es, trabaja en seguida para producir un Estado, sentenció Prat de la Riba.
José Carreras lo explica con una sencillez que horroriza: ‘En casa, nos habían enseñado a ser catalanes, lo llevábamos dentro’. Encerrados a cal y canto, el milagro de la supervivencia. En familia, en cenáculos, en las catacumbas, una llama encendida.
Laurel-Margallo y Hardy-Wert hace un año que boquean sorprendidos ante el incendio. Contaban como independentistas sólo a los votantes de ERC y ahora no entienden nada. Durante veinte años, los viejos militantes de Convergencia habían explicado que el 90% de los afiliados eran soberanistas. ¿Cuántos había en IC? ¿Cuántos en un PSC que era el partido mayoritario? Estaban en el armario (donde continúan los de Unió) y Josep Carreras tenía la explicación. La clave era hablar. De hecho, Cataluña ya es libre porque ha saltado el muro de la resignación y el silencio. El resto vendrá solo.
No les contaban que Jordi Pujol, que reconoce que era ‘españolista’, buscaba un encaje desesperado; por qué Maragall intentó todo tipo de federalismos, por qué Carod pasaba del independentismo ‘exprés’. Los tres habían hecho de dique de contención, los tres fueron a la Vía Catalana por la Independencia.
Ha ascendido una nueva generación que no ha vivido el franquismo, que no se cree el miedo, que se expresa libremente en catalán y que ha retomado el hilo de la historia. ¿Quién les convence de que votar está prohibido? Ellos tampoco habían sido contados.
Laurel-Margallo y Hardy-Wert confían aunque sea una fiebre de verano y parece que tienen un plan: sembrar el país de sal, estrangularlo para reventar la moderación y hacer caer al presidente. Necesitan el caos, hacen lo imposible para que vuelva la violencia en el País Vasco, querrían una Cataluña enfrentada en la calle. Les veremos la cara hoy. No se arrugarán porque cualquier concesión fortalecería el pensamiento catalán y ellos quieren extirparlo (también arrastran una tradición).
Se creen la propaganda propia y cierran sus ojos a un torrente de mil años de poso que ha reventado la presa y baja atronadora hacia mar abierto. La historia quizás se pueda detener, pero un pueblo unido, alegre y combativo (por muchos años, maestro Estellés), no.
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