Una expresión habitual en la Grecia homérica, utilizada también por Platón (Crátilo 401 b), era “empezar por Hestia”, es decir, en los asuntos públicos es necesario siempre empezar por las cosas importantes. Parece una idea de sentido común, pero a menudo resulta ausente en los debates políticos actuales. Por ejemplo, en el modo superficial y estereotipado en el que la mayoría de partidos hablan de la Unión Europea (UE) y de su futuro.
Avancemos una conclusión: si no existe una profunda rectificación en los planteamientos y acciones políticas, socioeconómicas y culturales, la UE será más una organización del pasado que del futuro. A nivel internacional hace tres décadas que la UE se está empequeñeciendo, coincidiendo con los procesos externos de globalización y de ampliación interna. Esto supone un creciente descenso en la defensa de sus propios objetivos y valores, y una rémora estructural cuyas consecuencias para las próximas generaciones todavía no se captan bien.
Las dos grandes guerras del siglo XX generaron momentos de cambio que sin las guerras probablemente no se habrían producido. Así, por ejemplo, la creación de Naciones Unidas o la proclamación de la Carta de Derechos Humanos serían hoy imposibles de establecer. A nivel europeo, unos políticos visionarios y audaces impulsaron en la segunda mitad de los años cincuenta las bases de lo que después ha sido la UE. Un proyecto ambicioso y de éxito en las primeras décadas de su desarrollo. Destacan tres hitos: 1) La paz ha imperado entre los países miembros; 2) Ha habido estabilidad en materia económica (mercado «común», primero, y «único», posteriormente), y 3) Se han racionalizado políticas transversales colectivas en materias sociales, políticas y culturales.
De los seis estados fundadores la organización ha evolucionado hasta tener 27 (tras el Brexit británico). Esta ampliación, sin embargo, no ha resultado neutra en relación con los objetivos genéricos de la organización. El primer barco, pequeño pero dotado de energía y proyección, se ha transformado en un transatlántico de difícil maniobrabilidad (que puede empeorar con la quizás necesaria pero a la vez peligrosa ampliación de la Unión hasta 36 estados).
No es difícil constatar déficits en la calidad política y en la capacidad de liderazgo de los patrones del barco en los últimos treinta años. De hecho, desde Jacques Delors no ha habido otro dirigente a la altura de los retos de la renovación del proyecto (hay que recordar el fracaso del contradictoriamente llamado Tratado Constitucional). Hoy el barco está básicamente embarrancado, tanto por la dependencia europea en seguridad, energía y tecnología, como por causas internas de su propio combustible, las dinámicas a menudo contradictorias de los Estados miembros.
Si la UE mantiene sus dimensiones institucionales, procedimentales y presupuestarias actuales no tiene ningún futuro por delante. Seguirá instalada en su relativa decadencia respecto a los principales actores globales. No tendrá nada que hacer en comparación con China, EEUU, India y los países emergentes del sur global. Consolidará su papel de actor irrelevante. En el verso de Rimbaud “Par délicatesse, j’ai perdu mi vie”, habría que sustituir ‘delicadeza’ por ‘inoperancia’.
La fórmula para ser un actor relevante en el mundo es una mayor integración. De hecho, sería necesaria una integración política total. Es decir, mayor y mejor capacidad de decisión global en al menos cinco ámbitos: seguridad, energía (incluida la transición energética), tecnología, finanzas y telecomunicaciones. La UE no puede sobrevivir si no aumenta su presupuesto (¡que oscila en torno a un ridículo 1% de su PIB!), si no cambia sus procedimientos burocráticos, si no adopta decisiones evitando los derechos de veto unilaterales de un solo Estado (usados a menudo para conseguir objetivos distintos a los de los temas que se discuten), y si no se legitima directamente ante unos ciudadanos europeos que todavía perciben que sólo son ciudadanos de sus estados.
Hay que evitar ser irrelevante. La actual lógica de la UE frena su desarrollo como entidad política de futuro. La tensión decadencia-renovación se constata desde los tiempos antiguos (Tucídides-Aristóteles en Atenas, Polibio-Catón en Roma). Más Europa significa más integración, más presupuesto, más poder hablar con una sola voz, más cohesión, más legitimación directa, menos burocracia, menos lógica intergubernamental, menos derechos de veto (regla de la unanimidad) y menos fragmentación de los miembros del club.
Lo cierto es que no veo posible una evolución de este carácter con la organización actual de veintisiete estados (o de treinta y seis). Quizá sea el momento de retornar a una Europa de dos o varias velocidades por grupos de estados en torno a objetivos de futuro compartidos. Europa no es nada sin la defensa de sus valores.
El previsto aumento de voto a organizaciones de extrema derecha que nada práctico tienen para ofrecer que no empeore las cosas es un serio aviso antieuropeísta. El lema actual de Giorgia Meloni, primera ministra italiana, es “L’Italia cambia L’Europa”. Y esto ya ha empezado a ocurrir. Es necesaria una reacción contundente de las fuerzas europeístas que no se disuelva de nuevo en mera retórica. Una reacción ambiciosa que parta del “empezar por Hestia” por no rehuir las cosas importantes. O mayor integración europea política e institucional o mayor dependencia y mayor irrelevancia global.
ARA