LAS del próximo noviembre no van a ser unas elecciones cómodas para los partidos no nacionales, como los califican los que son de ámbito español. Los tiempos aciagos en los que vivimos van a favorecer los discursos políticos tremendistas con llamadas a la unidad nacional por parte de los que nunca se reconocen como nacionalistas españoles. En realidad, ya han empezado a competir en ese terreno: desde las declaraciones de tinte netamente electoralista de Rubalcaba sugiriendo que Rajoy se sometería a los caprichos catalanes -meterse con los catalanes siempre da votos-, hasta esa reforma constitucional exprés que tiene poco qué ver con la economía y mucho con la política antiautonomista y recentralizadora en la que coinciden PP y PSOE, partidos que se atribuyen la exclusividad del sentido de Estado.
No hay que ser un gran experto en comunicación política para adivinar que los partidos nacionales no nacionalistas van a centrar sus respectivas campañas, además de menospreciar de paso al adversario, en su capacidad para exacerbar el sentimiento nacional y así convocar hacia sus siglas la máxima adhesión emocional posible. En estas elecciones, la vía del debate racional, dadas las circunstancias, va a ser muy pobre: ni el PSOE puede dar grandes lecciones de cómo salir de la crisis, ni el PP puede contar la verdad de sus recetas si ambiciona la mayoría absoluta.
Las verdaderas bestias negras, los enemigos a abatir -y en eso no habrá muchos matices entre los discursos de PP y PSOE- van a ser los partidos nacionalistas no nacionales, por seguir recurriendo a esa habitual denominación tan absurda y en la que estúpidamente suelen caer de cuatro patas los propios partidos nacionales de las naciones no reconocidas por la Constitución. Naturalmente, queda por saber hasta qué punto los partidos mayoritarios van a considerar peligrosos a aquellos que les superan en españolismo y les restan votos a derecha e izquierda. Pero creo que ese lado de la erosión ya lo dan por descontado y que los van a ignorar para no darles más cancha. En cambio, y particularmente CiU y PNV, pueden irse preparando.
Este escenario es el peor imaginable para los partidos nacionales vascos y catalanes por la simple razón de que en sus propias naciones se cuecen otras historias que no les van a permitir obviar el vivo debate soberanista en el que están comprometidos. No digo que todo vayan a ser desventajas. La previsible debacle del PSC catalán va a beneficiar a partes iguales al PP y a CiU. Y la digestión de la competición en el ámbito estatal entre PP y PSOE por parte del gobierno contranatura vasco, seguro que beneficiará a los partidos nacionales vascos. Pero ni CiU ni PNV se podrán permitir un discurso electoral de bajo perfil soberanista de puertas adentro, cosa que favorecerá los ataques del PP y el PSOE, acusándolos de nacionalistas insolidarios, de poner en peligro la estabilidad del Estado y de todo el resto de argumentos al uso.
Desde mi punto de vista, quizás lo tenga peor el PNV, ya que Bildu vive un ciclo ascendente, mientras CiU puede beneficiarse del ciclo descendente de ERC. Los resultados electorales medirán con exactitud los equilibrios de fuerzas resultantes de todos los condicionantes en juego, aunque nunca sabremos exactamente cuánto ha pesado cada uno de ellos.
Para los partidos políticos, de todas maneras, el juego acaba con los resultados electorales y, a lo sumo, con los posibles pactos de gobierno resultantes. Para los ciudadanos, en cambio, todo empieza con esos resultados. Y en éstas elecciones mucho me temo que se va a cumplir el principio lampedusiano de que, para el ciudadano, todo va a cambiar para que todo siga igual. No creo que los mercados se vayan a sentir aligerados con la victoria de Rajoy y su previsible mayoría absoluta. Y si es cierto que estamos ante una crisis estructural la resolución de la cual se dicta políticamente desde Berlín y económicamente desde las agencias de calificación norteamericanas, poco se va a notar el cambio. Por otra parte, no va a ser el PP, vigilado muy de cerca por un PSOE encabritado y revanchista, el que pueda resolver con inteligencia y generosidad democrática las demandas soberanistas vasca y catalana. De manera que más allá de perder de vista a un gobierno incompetente, quizás la única novedad vaya a ser la de poder saludar la llegada de otro, tanto o más incapaz.
Quizás no sea capaz de mesurar exactamente el nervio político del País Vasco y de Catalunya ya que las cercanías afectivas y las proximidades físicas pueden ser un grave inconveniente para una observación objetiva. Pero si me dejo guiar por el olfato, creo que en estos momentos, por razones distintas y componentes muy diferenciados, las dos viejas naciones apuntan a horizontes que superan de lejos el debate electoral que nos va a caer encima.
Quiero decir que, al menos, a vascos y catalanes, los que nos cuenten Rubalcaba y Rajoy nos va a sonar a antiguo, si no a ajeno. Pienso que después del 20-N, vamos a tener los mismos problemas y los mismos objetivos pendientes. Y es que mientras unos cantan viejas canciones, otros intentan escribir nuevas letras aun sin música. En definitiva, pienso que estas elecciones van a hacer visible de manera diáfana, y por si alguien aun no lo hubiera visto, que el modelo de estado propuesto por la Constitución de 1978 ya no sirve ni a unos ni a otros.
De manera que lo más interesante de las elecciones del 20-N no es qué respuesta van a dar a los actuales debates, sino que interrogantes quedarán al descubierto ante los nuevos desafíos que se avecinan.