Poco faltaba para las cinco en aquella tarde revuelta de primavera. Personas de toda Euskal Herria, y gentes amigas de otras tierras, iban acercándose a Pamplona para reivindicar su condición de pueblo y su derecho a vivir en paz. Era el 27 de Marzo y llegaban con retraso. Una horda de gentes armadas había tomado la ciudad y acechaba amenazante.
¡Vieja y entrañable Iruñea, ciudad capital, tantas veces deseada y sometida por otros tantos cuerpos militares! Pompeyo hizo de ti cuartel de invierno, se asentaron en tu recinto los francos, visigodos, sarracenos. Te poseyó Carlomagno, Ludovico Pío, Fernando de Aragón. Hollaron tus calles los ejércitos isabelinos, los de Primo de Rivera y los de Franco. Vejada mil veces por la policía española, la del Movimiento y la de la Constitución. Interminable secuencia de invasiones y fracasos con una misma pretensión: sojuzgar a los vascones.
Eran ya las cinco de la tarde y le había tocado el turno a un tal Vicente Ripa, beamontés a las órdenes del de Alba, gobernador de Navarra pagado por Madrid. Doy fe de que sus mesnadas rezumaban odio. Pude leerlo en sus rostros lívidos y en sus ojos desencajados que tuve pegados a los míos cuando nos desalojaban con prepotencia. La tormenta de ira descargó. Primero contra el grueso de la marcha y luego se fue desparramando por todas las esquinas. Violencia ciega y gratuita de la que fui testigo. Aporreaban a muchachos cuya identidad desconocían. Personas con sus ropas desgarradas. Hombres maduros zaran- deados como guiñapos, derribados como bestias peligrosas, apaleados con saña. Escena seguramente repetida en otras muchas esquinas. Una vez más, la violencia del Estado que nunca existe. Nada dijeron de ella los eternos reprobadores de violencias.
Los predecesores de Ripa soñaron con avasallar a los vascones y no lo han conseguido. Por eso el PSOE se reafirma en la represión. Reventó una manifestación pacífica y ultrajó a sus participantes. Pero, nada más. Los gritos de los jóvenes apostados en las esquinas, la complicidad del viejo que avisaba de los movimientos policiales, el irrintzi espontáneo de una mujer anónima, la ejemplar entereza de quienes se enfrentaron a la barbarie sin más arma que la razón, la dignidad convertida en rabia. A despecho de tanta brutalidad, la conciencia de que somos un pueblo libre sobrevive. El Estado de Navarra irá emergiendo y sus socialistas tendrán que optar. O frenar el proceso con violencia para agradar al centralismo. O sentirse parte del nuevo Estado y apoyar su restauración. Con ellos, o a pesar de ellos, avanzaremos.