¿Una medio brizna de esperanza?

Si la primera vez que se comete una calamidad puede considerarse un desacierto, la segunda vez ya es un destino. Cuando ERC y el PDECat dañaron la ventaja moral del independentismo regalando la presidencia a Pedro Sánchez, la precipitación podía atribuirse al pánico escénico. La impopularidad de Rajoy era tan grande que los partidos independentistas podían creer con algún fundamento que su electorado no se lo perdonaría si dejaban pasar la oportunidad de revancha. Una revancha, sin embargo, tan encendida como estéril, porque es de imbécil dañarse a uno mismo por el gusto de hacer daño a otro. Y así fue la cosa, si se tienen en cuenta las reacciones en los medios internacionales cuando Sánchez cortó la apariencia de diálogo y convocó elecciones, apareciendo como víctima de los independentistas por la negativa de estos a aprobar su presupuesto gratis. En vista de la recuperación del PSOE y la aceptación internacional de la versión más cínica de un Sánchez víctima de la intransigencia catalana, habrá que convenir que la decisión de votar la moción de censura fue estratégicamente un tiro en el pie, que puso el listón de la independencia mucho más alto y mucho más lejos de lo que estaba antes. Pero ahora que las circunstancias se repiten en virtud de la aritmética, la rendición de los independentistas al chantaje de ‘o yo o la derecha’ ya no puede atribuirse a una decisión impulsiva. Menos aún viendo la férrea consigna del PSOE de aislar al independentismo haciendo tabla rasa del concepto de izquierdas, al que ERC se aferra en su pugna por la hegemonía del espacio nacional.

La obsesión de ERC por pactar con el PSOE y aliarse a todo trance con los comunes, como si el pasado día 15 no hubiera existido, no deja margen a la duda. La actual ERC tragará tantos sapos como sea necesario para encarnar el poder autonómico en una estrategia de ‘aggiornamento’ ya imposible de disimular. ERC, en combate abierto contra la estrategia de internacionalización de Puigdemont, se ha decantado por la burocratización del independentismo, recuperando la política del ‘pájaro en mano’, siempre que esta formación pueda hacer de comodín del socialismo español.

Una vez más, Esquerra lo abona con sofismas de manual. ‘Ningún demócrata quiere que el fascismo gobierne en su país. Nosotros tampoco’, dijo Oriol Junqueras en una conferencia de prensa en Soto del Real, estableciendo las directrices de su partido con respecto a la colaboración con los socialistas. Frases como ésta son la prueba de que el debate político ha sido sustituido por los eslóganes que nutren los medios de masas, infantilizando las ideas y reduciendo la comunicación a una sarta de fragmentos de sonido, más propios de la comercialización de los medios que de la argumentación intelectual. Es el mismo camino por el que se crea la imagen de un político (o cuando conviene se destruye), basándose en una expresión sacada de contexto y multiplicada por los altavoces de una prensa venal.

En lugar de denunciar incansablemente la deriva autoritaria del Partido Socialista, garante de la represión del Primero de Octubre, de la aplicación del 155 y del encarcelamiento de Junqueras mismo, junto con otros políticos, ERC ha elegido blanquearlo, separándolo categóricamente de sus competidores en el espacio español. Esta elección es, según Tardà, ‘una medio brizna de esperanza’ para poder mantener viva la ficción del diálogo con el opresor. Agarrarse a esta medio brizna en plena caída en la irrelevancia en la política del Estado no es posible sin subordinar la ética a una finalidad estratégica, que difícilmente se puede entender como algo que no sea una capitulación. Abdicando la fuerza moral del Primero de Octubre y renunciando a la dignidad que da estar encarcelado por una causa justa, una ERC a la deriva no sólo pierde autoridad moral con sus pactos fáusticos, sino que la cede al Estado. El resultado a corto plazo de esta disolución de los principios en nombre del pragmatismo es la autoconstitución como eje, metáfora de una elasticidad ideológica que todo lo aprovecha y que, más que un programa, es una llamada al agnosticismo. En este sentido, el catolicismo de Junqueras, como el montserratismo de Pujol, no es la disciplina espiritual que históricamente han sostenido los adalides de las luchas nacionales o por los derechos civiles, los Ghandi, King o Mandela, disciplina que tal vez no era tan retrógrada cuando la recomendaba Torras y Bages, como se ha proclamado desde el laicismo.

A falta de la fe necesaria en la propia causa -razón última de la lucha fratricida por los despojos de la autonomía-, los partidos se postran ante los ídolos del día. Carentes de ideas para encarar el futuro y de una convicción a prueba de exilios y prisiones, se apoderan de todas las causas y todas las ideas que pasan volando, haciendo del pluralismo un dogma que no obliga a nada. Convertido en cajón de sastre del pensamiento político, el pluralismo se convierte en un subterfugio para la falta de compromiso con cualquier cambio real de las estructuras de poder. Por ejemplo, leemos asustados que de la idea democrática de la mitad más uno se ha pasado a la utopía inclusiva, que dice que la independencia no es legítima si no la quiere todo el mundo. Así es como la falta de ideología vestida de multiculturalismo refuerza a la élite, que obtiene varias victorias de una sola tirada: la degradación de los salarios con la importación de una mano de obra eminentemente explotable y la consiguiente disolución de la clase media, que concentra el grueso del independentismo. Y aún, con la proletarización de esta clase y la ampliación de la base de los desclasados fortalece el fascismo. La élite gana también con la fractura del independentismo, atacándole en el frente de la identidad con la estrategia de repetir incesantemente las acusaciones de racismo y ‘supremacismo’, a fin de aislar y debilitar la única fuerza ahora como capaz de perturbar su poder. En esta estrategia, los comunes juegan un papel tanto o más decisivo que Ciudadanos, como se ha comprobado con la explotación que han hecho los medios unionistas de los momentos de tensión en la plaza de Sant Jaume el 15 de junio, abucheos comprensibles por otra parte por lo que acababa de pasar en el Salón de Cent.

Del independentismo mayoritario pronto se podrá decir lo que decíamos el pasado lunes de la progresía. Incapaz de mantener el pulso con el Estado después del 3 de octubre de 2017, y habiendo desperdiciado una segunda oportunidad el 21 de diciembre, ha intentado convertir en parias a los exiliados que, para bien o para mal, eran los artífices posibles de la revuelta después de la aplicación del 155. Sucumbiendo al miedo, y en consecuencia al oportunismo, el independentismo institucional bascula impúdicamente hacia la conformidad con los designios del Estado, cumpliendo las condiciones necesarias para algún día seguir la huella del autonomismo y ser barrido por la historia. Sólo es cuestión de tiempo, y aunque el tiempo es muy avaro en política, no lo es lo suficiente como para disuadir a los ambiciosos. Pero estos en el pecado ya llevan la penitencia, porque, atacando el radicalismo que representa la honestidad de los principios frente a la corrupción de los medios, matan la conciencia de que les marcaba el norte. Cuando hayan acumulado suficientes muestras de sujeción al poder y vaciado de contenido su mensaje, se encontrarán, ellos también, que ya no tienen nada más que decir.

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