Hoy, el gobierno español ya no puede asesinar impunemente la disidencia política, tal como hacía, como hizo, en la década de los ochenta. Y esto no es poco
VILAWEB
Las lecturas y las anécdotas de cualquier verano suelen ser un buen campo de reflexión más allá de los hechos cotidianos. Y, a propósito de una imagen revisitada de la tumba de Santi Brouard (1) y de una relectura de Fernand Braudel , me gustaría reflexionar sobre el tiempo largo en una serie de tres editoriales que intentaré publicar esta semana, si la actualidad lo permite. Empezando por una imagen de Lekeitio.
Hablo de una fotografía que recibí hace unos días de Lekeitio, el País Vasco. De la tumba de Santi Brouard. La fotografía pretendía ser una especie de postal del precioso cementerio vizcaíno, pero a mí me removió por dentro porque yo estuve el día en que su cuerpo fue depositado allí, dentro de aquella tumba misma. Y por lo que allí viví.
Santi Brouard era médico pediatra, miembro de la mesa nacional de Herri Batasuna, senador en el Estado español y teniente alcalde del Ayuntamiento de Bilbao. Un hombre que había sufrido exilio y cárcel y que por su trabajo profesional era particularmente querido en Bilbao y el País Vasco. El 20 de noviembre de 1984, aniversario de la muerte de Franco, dos pistoleros entraron en su despacho y lo mataron a tiros mientras atendía una criatura. Eran los GAL y trabajaban, por tanto, a las órdenes del gobierno socialista español.
La muerte de Brouard causó una conmoción inmensa en el País Vasco. Yo llegué a Bilbao horas después, cuando su ataúd entraba en el ayuntamiento de la ciudad para una vela multitudinaria que fue seguida, al día siguiente, de un entierro que los vascos aún hoy recuerdan. Cientos de miles de personas formaron filas infinitas, un mar de brazos y gritos, a ambos lados de las calles y las carreteras.
Bien entrada la noche, más tarde de lo que era previsto, el ataúd llegó a su pueblo y allí comenzó el camino final hacia el cementerio. Tuve la suerte de ser de las pocas personas a las que se permitió el acceso a ese cementerio y fui testigo y viví entre sus compañeros momentos de una emoción difícil de explicar con palabras.
La gran Eva Forest describió la escena y los sentimientos mucho mejor que ninguno de nosotros en las páginas de Punto y Hora de Euskal Herria: «Ya subimos por el camino del cementerio. Un ascenso impresionante: todo oscuro y los focos allá arriba iluminando la cabecera, creando sombras inmensas que se alargan por la pendiente. Un aire sofocante deshace el pelo de todos. No hay lugar para tanta gente y la mayoría tiene que quedarse fuera. Subimos los peldaños del cementerio sin ver nada, ayudándonos a caminar unos a otros. Corremos entre lápidas, esquivando las cruces metálicas hasta situarnos en los puntos más elevados, para poder ver así, con la luz de los focos, aquellas caras llenas de dolor. Adivinamos que lo han bajado a tierra y, en ese momento, me viene a la cabeza la imagen de Santi llevando el ataúd de Argala, también asesinado, por las calles solitarias de Arrigorriaga. Y mientras los llantos se mezclan con el Euzko Gudariak y ‘La internacional’, pienso en los que ya no están, en tanta y tanta gente muerta ya por esta causa…».
La imagen de aquella tumba en Lekeitio, la semana pasada, me devolvió los sentimientos, pero también me hizo pensar en cuántas cosas han cambiado a lo largo de mi vida. Para mejor. Por ejemplo, una muy simple y elemental: hoy, el gobierno español ya no puede asesinar impunemente la disidencia política, tal como hacía, como hizo, entonces. Y eso no es poco. Ni para nosotros, en definitiva posibles candidatos a la muerte, ni para ellos, que de esta manera ven muy disminuida la suya, dejémoslo así, eficacia.
Ya sé que cualquier interlocutor puede intentar reducir el asesinato de Brouard al durísimo conflicto vasco. Por ello, para situar el debate, tengo que recordar que el 11 de septiembre de 1981 la misma gente, seguramente a las órdenes de los mismos políticos, trató de matar a Joan Fuster en su casa de Sueca, con dos bombas pensadas de forma precisa para acabar con él. Y Fuster tan solo escribía libros. En 1981, el uno; en 1984, el otro. No hace tantos años de eso.
Y del mismo modo que la práctica política del asesinato de disidentes ha ido desapareciendo de la escena, otras herramientas que España utilizaba con una facilidad espeluznante también parecen estar en retirada. Tales como la tortura.
Que hoy hay violencia y maltrato policial no lo puede negar nadie. Pero también es cierto que esa facilidad, esa alegría, esa confianza en que no les pasaría nada, aquella cotidianidad con que la policía española utilizaba contra cualquiera la bolsa de plástico, o la bañera, o rompía costillas, o violaba mujeres, o aplicaba electrodos en los genitales, hoy convendrán conmigo en que no es normal ni cotidiano, tal como lo había llegado a ser hace no tantos años.
Ciertamente, en el arsenal todavía tienen la represión en la calle y, sobre todo, la justicia y la cárcel. Pero, incluso ésta, ahora también está evidentemente tocada.
El episodio de los indultos, buena parte del independentismo lo ha vivido como un engaño, como una burla, como un gol en propia portería, pero hay otra manera de verlo: España no ha podido hacer cumplir la condena completa a los presos políticos catalanes. Y no ha tenido más remedio que sacarlos a la calle. No sólo por su posible interés político, el de la Moncloa. No. La presión social y la presión europea también han actuado en este caso. Del mismo modo la presión social y la presión europea han hecho cada vez más difícil la tortura y el asesinato político y han abierto caminos por donde el Estado español no quería pasar. Quemar un retrato del monarca, por ejemplo, es hoy un derecho impuesto de fuera a una España impotente que ve como su arsenal, aquella caja de herramientas siniestra que nunca ha dudado en utilizar, se reduce y se limita con el paso del tiempo. Y como esto les hace perder eficacia.
Mañana intentaré situar este factor, y qué significa, en el marco de la teoría de la ‘longue durée’ de Braudel. Pero, por hoy, creo que ya es suficiente con constatar que España ha soportado la unidad de su Estado sobre la violencia, durante siglos, y que cada vez tiene más dificultades para seguir haciéndolo. Lo que no creo que, si queremos analizar a fondo el punto exacto donde estamos hoy, lo tengamos que ver como un hecho anecdótico y sin importancia. Por más que la confusión y el desencanto de nuestro día a día no nos deje ver claramente su magnitud.
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Un poco de Braudel, para entender la crisis con España desde la «larga duración» (II)
Vicent Partal
En 1958, el gran historiador francés Fernand Braudel causó una sacudida en las ciencias sociales cuando replanteó la idea misma del paso del tiempo, y propuso entenderlo no como un simple parámetro cronológico sobre el que vas depositando hechos que pasan, sino como un verdadero constructor social.
La propuesta -que había plasmado de manera práctica en el extraordinario libro «El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II»- implicaba reclamar mucha más atención a lo que él definía como la ‘longue durée’, para reconocer la solidez que este largo plazo confiere a los conflictos sociales. Y para entender que había que analizar los hechos, los fenómenos sociales, siempre a partir de la interacción de tres tiempos diferentes, dentro de los cuales ‘la larga duración’ es el más difícil de alterar.
Según la división de Braudel, están, en primer lugar y sobre todo, los hechos a largo plazo, que son aquellos provocados por las estructuras básicas de la condición humana y las sociedades; los marcos geográficos, por ejemplo, o la manera que tiene una comunidad de relacionarse con el medio. En segundo lugar, está la coyuntura, que marca la dirección y el movimiento de la historia que vivimos hoy; sería el caso, por ejemplo, los ciclos económicos o incluso de revoluciones como la industrial. Y, finalmente, está el «tiempo de los acontecimientos», las cosas del día a día que Braudel alguna vez había identificado como: «El polvo superficial de la historia». Sugería que su análisis era más tarea nuestra, de los periodistas, que de los historiadores.
Estaba convencido de que el largo plazo era, sin embargo, siempre, el factor fundamental y el más determinante. Y, por ello, insistió en la necesidad de analizar a fondo los fenómenos extremadamente largos, la historia «casi inmóvil» que crea la sustancia de cualquier hecho a analizar. La contraponía a la historia tradicional, que sólo sabe encadenar nombres y fechas, pero también a la historia cíclica y coyuntural. Braudel insistió en la potencia fundacional que tienen tres factores esenciales para cualquier civilización-cultura: el área cultural propia, de dónde saca esta área los préstamos que incorpora y asimila, y qué -y quién- es lo que rechaza sistemáticamente.
Partiendo de este método, la pregunta que me quiero hacer es: ¿qué nos podría aclarar una visión sobre la ‘longue durée’ del conflicto entre el nacionalismo catalán y la construcción de los proyectos nacionales francés y español? Muy especialmente este último. Y me la hago en vista que, si ponemos en su lugar el lamentable «tiempo de los acontecimientos» que vivimos desde las elecciones, es muy difícil no ver claramente que hay unos elementos muy sólidos que dominan la escena, cuya persistencia explica notablemente dónde estamos.
Uno, es la resistencia histórica enorme de la catalanidad y el catalanismo, su notable solidez. Una resistencia que se basa no sólo en la ideología concreta del momento, en la plasmación que hace de ella cada generación, sino en una oposición fundamental e indisoluble que podríamos llegar a reducir a la oposición -según el momento- entre nuestras dos grandes ciudades (Barcelona y Valencia) y Madrid. En términos geopolíticos, hablaríamos propiamente de lo que los geógrafos franceses describen como la oposición entre la meseta y las seis planicias mediterráneas. Y el rechazo que Braudel pide estudiar en cada caso está precisamente aquí, presente siempre en esta oposición.
El segundo, que también me interesa que mirar de cerca, es la persistencia de las consecuencias de otro elemento geográfico, el establecimiento de la capitalidad española en Madrid. Un hecho absolutamente excepcional y único en el marco europeo -poner una capital en un lugar sin vías de comunicación ni industria local- que Germà Bel dejó clarificado para siempre en el extraordinario libro ‘España, capital París’.
Y el tercer elemento, y quizás el menos tratado habitualmente, son las consecuencias de la ‘indefinición regional’ del Estado español, en el sentido continental de la palabra -y su contraste/rechazo con la rotundidad europea del hecho catalán. En este sentido, hay una historia todavía por escribir sobre los zigzags de la conciencia nacional española -oscilante en los siglos XIX y XX entre América, África y Europa- y sobre el desasosiego que sienten por no ser considerados lo «bastante europeos». Como bien dice Toni Mollà, el «regeneracionismo» castellano de 1898, momento exacto en el que se cruzan las tres posibilidades, aún hoy marca los límites de lo que se predica sobre el ser español. Y me parece evidente que, del momento de indefinición máxima, sólo pueden surgir las dudas máximas.
Estos tres son los movimientos de larga duración, trazables hasta siglos atrás, que a mi juicio siguen estando en la base profunda del conflicto. Y que, por eso mismo, persisten y persistirán por encima de las etapas circunstanciales de que la confrontación pueda revestirse en cada momento. Intentaré profundizar mañana, en la tercera entrega de esta pequeña serie de verano.
Una catalanidad «majestuosamente inmóvil» (Braudel y III)
Vicent Partal
El extraordinario período histórico que los catalanes vivimos desde 2010 nos ha acostumbrado a la adrenalina política. Muchos hemos vivido con pasión personal estos años y tantos acontecimientos únicos y extraordinarios que se han ido acumulando. Para muchísima gente, este ha sido el periodo más bonito e ilusionante de la vida política. Y, por ello, se puede entender que, cuando la desilusión se ha instalado en el ambiente, mucha gente ha sentido una pérdida, como un abandonarse que pesa en el ánimo colectivo y sobre todo en el personal.
Por eso resalto que estas últimas semanas solamente son momentos muy cortos, en palabras de Braudel : «Polvo superficial de la historia». El referéndum de autodeterminación del Primero de Octubre y la proclamación de independencia del 27 de octubre de 2017 hacen que nuestra generación no tenga en la cabeza nada más que la victoria total y efectiva y que no pueda aceptar ninguna otra cosa. Es un sentimiento noble y positivo que comparto, pero no al precio de deprimirme por no saber mirar lo que pasa de manera completa. Dejo para otros contertulios la insistencia en los anuncios apocalípticos.
Las sociedades contemporáneas son sociedades mediáticas y mediatizadas que cada día desprecian más la profundidad y el análisis complejo de las cosas. Basta con que un propagandista cualquier diga que el aeropuerto y los juegos olímpicos son la prueba de que se ha terminado el proceso de independencia para que una parte de la ciudadanía se ponga a temblar y dude de sí misma, del país y de todo lo conseguido. El Estado español, con el apoyo de su aparato mediático impresionante, juega con el tiempo corto, cortísimo, sabe que ya no tiene nada más con que jugar y me extraño cuando veo con qué facilidad su juego hace efecto entre nuestros.
Porque, en realidad, ¿qué pasó entre 2010 y 2017? ¿Deberíamos interpretarlo todo, tal como nos dicen, como una simple efervescencia pasajera? ¿Como un engaño premeditado? ¿Como el famoso soufflé que los propagandistas españoles tuvieron tanto interés en meter en la cabeza de la gente? Mi respuesta es que no. Y si estos días me he agarrado a Braudel, en el artículo de ayer, y he recordado a Santi Brouard, en el anterior, es precisamente para responderlo. No. Rotundamente, no. Ni esto ha sido una efervescencia, ni ningún suflé, ni mucho menos se ha acabado, tal como algunos querrían poder decretar desde arriba y desde abajo. Viene de demasiado lejos para disolverse fácilmente.
Me he acogido a la obra de Braudel, por tanto, porque su propuesta de priorizar la mirada larga precisamente nos indica todo lo contrario de lo que nos quieren vender. Y así, a la notable persistencia de la catalanidad hay que añadir un afine en los objetivos como nunca antes lo había hecho, nunca. Una afinación que pasa al mismo tiempo que el proyecto nacional español camina decididamente por el acantilado. Y, si bien es cierto que ambas cosas pasan debido a hechos puntuales y recientes, son la consecuencia implacable de dinámicas muy antiguas y asentadas en el tiempo, en aquel «tiempo constructor social» del que hablaba el gran historiador francés. Supongo que es ir a contracorriente, pero es así: es la historia de fondo, la historia «casi inmóvil», la que nos ha llevado a la independencia.
Por eso, ayer ponía sobre la mesa tres elementos perdurables que creo que son los elementos centrales para entender qué ha pasado y qué pasa. Son la persistencia de la catalanidad y su enfrentamiento con Madrid, la extraña decisión española de llevar su capital precisamente a esta ciudad y la indefinición regional del proyecto nacional español, que nunca ha sido definitivamente europeo y que aún hoy vive, por eso mismo, las relaciones con el resto de Europa de una manera delatora.
De estos tres elementos, los dos primeros son la razón -y explican- la imposibilidad de congeniar la meseta y las seis planicies mediterráneas, lo que será el proyecto nacional español y la catalanidad. Lo han probado durante siglos y de todas las maneras posibles, con guerras y dictaduras, y con democracias y buenas caras interesadas, pero el hecho es que no lo consiguen nunca. Ni lo conseguirán. Porque, como se vuelve a poner de relieve hoy, el problema central de España es el Madrid que necesita chuparlo todo para sobrevivir. Un Madrid-España que es incompatible con Barcelona-Cataluña, tal como Pasqual Maragall denunció hace veinte años, y con Valencia-País Valenciano, como Ximo Puig ha denunciado veinte años después, justo el mes pasado.
Pero, partiendo de esto, hoy quisiera poner de relieve especialmente el tercer hecho de larga duración: la indefinición «regional» del proyecto nacional español. Porque me parece que aquí hay una clave poco estudiada del futuro inmediato.
Cuando hablo de la indefinición regional del proyecto nacional español me refiero a las regiones planetarias, en el continente. Concretamente a la relación extraña entre España y Europa, que seguramente ahora vive uno de los episodios históricos más convulsos y fundamentales.
A diferencia de la catalanidad, que no ha imaginado nunca otro escenario regional que Europa, España ha dudado sobre si es una nación americana, europea o africana. Si tomamos como origen de la nación española moderna las sobrevaloradas Cortes de Cádiz, nos daremos cuenta enseguida del carácter americano de aquella nación que querían dibujar «en dos hemisferios». Aunque España ya había perdido buena parte de las colonias, todavía se veía a sí misma como un proyecto nacional americano, bicontinental, pero sobre todo estadounidense. La caída de las últimas colonias americanas en 1898 originó el colonialismo compensatorio en Marruecos, alerta, porque en Madrid se asustaban al pensar que, si no tenían colonias, no serían aceptados como un Estado europeo decente -ahora que la alternativa americana se había esfumado-. El nuevo modelo nacional español se definió en el pesimismo de la Generación del 98 y en la respuesta a este pesimismo nacida de los militares llamados «africanistas» que acabarían sublevados para proclamar una dictadura larga. Dictadura en que, como bien recordarán, ser europeísta se consideraba sospechoso.
El fin biológico del franquismo coincidió con el fin de buena parte de la aventura africana, después del vergonzoso episodio del Sahara. Y, vistas así las cosas, a Madrid sólo le quedaba Europa. Una Europa, además, extraordinaria, seguramente la más brillante de su historia, capaz de construir un proyecto continental que, por más problemas que tenga -y tiene-, es un gran salto adelante.
Y he aquí que España, sometida por la necesidad eterna de dinero que origina la capitalidad sin base de Madrid y deslumbrada por el Fondo de Cohesión, se vuelve de pronto el Estado más -interesadamente- europeísta de todos y empieza a firmar, con alegría y sin ni leerlos, tratados que le imponen obligaciones serias. La consecuencia de tanta alegría es que la ‘constitución’ que ‘nos dimos entre todos’ son en realidad los Tratados de Maastricht y, sobre todo, de Lisboa, y eso ya no tiene vuelta atrás para ellos. Y tiene muchas consecuencias para nosotros.
En el primer artículo de esta serie, expliqué que en los años ochenta los gobiernos socialistas españoles mataban disidentes políticos. Cuarenta años después, sin embargo, saben que esto ya no lo pueden hacer. Mataron a Brouard y a tantos otros, intentaron matar a Joan Fuster, pero hoy ya no pueden proponerse seriamente matar al president Puigdemont, por ejemplo. O saben que el precio que tendrían que pagar sería inmenso. No pueden ni mantener en prisión durante el tiempo completo al que fueron condenados a los presos políticos catalanes. Y eso, y no poder torturar de manera salvaje como también hacían, lo diré así de crudamente, los debilita. Los debilita precisamente en el momento en que la catalanidad se perfila cada día de una manera más decidida, tanto en la dirección de concretar el objetivo de una república independiente, y nada menos que eso, como en extender la causa fuera de las fronteras de lo que España dice que es Cataluña, plenamente en el marco de la catalanidad natural, la de las seis planicies y las islas que tienen delante.
Vuelvo al principio para terminar esta miniserie de tres escritos. Aquellos que pretenden hacernos ver que el proceso de independencia se ha acabado deberían tomar nota de algo. Imaginemos que el neoautonomismo se impone y que ni siquiera la movilización popular es capaz de devolver a la clase política a la lucha por la independencia. Imaginemos, incluso, que el independentismo retrocede electoralmente y pierde la Generalitat. Pues bien, incluso si esto ocurriera, las consecuencias en los tribunales europeos de los acontecimientos del 2017 ya son imparables y tendrán un efecto demoledor para España. Para una España que hemos visto desorientada en la respuesta al envite independentista, pero que cada vez tiene menos herramientas en la caja de la violencia que opone tercamente a la tozuda voluntad popular catalana. Una voluntad que puede desfallecer momentáneamente, desorientada y mal dirigida, que puede perder el camino e, incluso, pasar años perdida no se sabe dónde. Que se puede derrotar a sí misma. Pero que no desaparecerá ni cambiará sustancialmente precisamente porque, más allá de cualquier coyuntura, se asienta firmemente sobre esta historia de larga duración que Braudel nos recomendó admirar «en su majestuosa inmovilidad».
- Si alguien interpreta todo esto que he escrito estos días como una invitación a bajar la tensión y limitarse a esperar una nueva oportunidad, va muy errado. Es todo lo contrario.