La Vía Catalana ha desvelado a España de la siesta veraniega con un sobresalto de aupa. Hasta ahora, la mayoría de sus analistas habían considerado que la pulsión independentista no pasaba de ser la maquinación de un presidente enloquecido, amparada por unos medios de comunicación públicos manipulados y adoctrinadores. Guiados por las viejas costumbres de relación con el nacionalismo -y los hábitos de las propias prácticas-, estaban convencidos de que el ardid se reducía a la enésima maniobra de una autonomía malcriada para conseguir más «privilegios». Todo ello, pensaban, iba de un chantaje emocional que se desinfla con cuatro gritos amenazadores.
La Vía Catalana, sin embargo, ha hecho darse cuenta a los más avispados de que el asunto se les escapa de las manos. Y se han apresurado a anunciar un cambio de discurso visto que la amenaza no sólo no les daba ningún resultado, sino que aún encendía más la revuelta. No sé si para el supuesto cambio de estrategia han contado con el asesoramiento de alguna gran empresa de comunicación o se bastan con expertos como el antiguo portavoz del gobierno de Aznar, Miguel Ángel Rodríguez, alias MAR. Pero en diez días ya hemos podido ver algunos resultados.
En peimer lugar, se adivina una línea de actuación que pasa de la humillación a la condescendencia. Es lo que ha hecho Esperanza Aguirre, en una incursión rápida propia de la guerra de guerrillas. De considerar a Cataluña un país extranjero hace cuatro días, ha venido a toda prisa a declarar su amor por Cataluña y, olé, por la lengua catalana. Si lo que hace falta es catalanizar España, ¿por qué no va y se lo dice al ministro Wert? Lo ha hecho, parlanchina como es, ayudada por un teleprompter, no sea que en un parlamento espontáneo dé un resbalón. Dicen las crónicas que un público con conciencia de vasallo agradeció la magnanimidad autoritaria con delirio: mientras haya asnos, habrá quienes irán a caballo.
La otra línea de trabajo es la desarrollada por el ministro García-Margallo para tratar de hacer hablar a Europa en contra de las ambiciones soberanistas catalanas. De momento el resultado es cero porque los estados siguen sin rechistar. Sólo ha conseguido que fuéramos amenazados con quedar en el limbo de la Unión Europea por parte de algún alto funcionario advertido de la provisionalidad de su silla, o de algún periodista adiestrado para que, en rueda de prensa, forzara a una portavoz a tener que responder sin contradecir al tal funcionario.
Finalmente, se ha producido la acción concertada de un cierto número de intelectuales que han ocupado posiciones de trinchera. Hace gracia que la salida en tromba de los Cercas, Muñoz Molina, Lindo, etc., Haya coincidido con el ministro Fernández Díaz pidiendo apoyo para parar la hispanofobia autoritaria en Cataluña. Porque ¿cuáles son los argumentos de esta intelectualidad? Pues, tal como recogía el ARA del sábado -que en Cataluña existe un «totalitarismo soft «(Cercas, viernes 13/9), que, como ocurría con el terrorismo vasco, aquí se impone el silencio a los que discrepan (Lindo, Domingo 15/9), o que el adoctrinamiento independentista encuentra en la estética kitsch una vía hacia el delirio colectivo (Muñoz, sábado 21/9).
No soy capaz de adivinar cuáles serán los resultados de la nueva -y tan sutil- estrategia de combate. Ahora bien, si de lo que se trata es de abrir un diálogo franco como piden Suso de Toro o Iñaki Gabilondo, las maniobras anteriores invitan a lo contrario. Se lo ponen mal si deben terminar justificando pactos con el terrorismo incruento, con los aprendices de nazi o con las masas delirantes. Quizás no se dan cuenta, pero demonizando el independentismo, son ellos los que cierran las puertas al diálogo. Ya lo dijo hace años en Barcelona el obispo sudafricano Desmond Tutu: alerta a despotricar de los enemigos, porque es con quien, tarde o temprano, hay que hacer la paz.
Salvador Cardús
ARA