Existe una expresión, “niebla de guerra”, que podría definir con cierta precisión el lugar donde estamos, después de que en 2000 José María Aznar y el nacionalismo español empezaron la enésima ofensiva para acabar con la nación catalana. El concepto fue teorizado por primera vez por Carl von Clausewitz en su obra teórica “De la guerra”, y servía para definir aquella situación de confusión durante cualquier conflicto bélico debido a la carencia de claridad e información sobre la situación real de un ejército frente a su enemigo, así como de aquellos factores que no siempre se pueden controlar: retrasos, incertidumbres, el estado real de la moral de combate…
¿Hay alguna duda de que estamos en guerra? España, este Estado cuya estructura constitucional, jurídica y administrativa proviene del franquismo, y por tanto, del resultado de un ilegítimo golpe de estado y de numerosos crímenes de guerra, “del holocausto español” en términos de Paul Preston, sí lo tiene claro. Las formas de ‘lawfare’ judiciales a las que nos hemos ido acostumbrando, ya sin escándalo, así como las fórmulas de explotación colonial y discriminación económica (déficit fiscal, más un uso político de infraestructuras destinado a sabotear la naturalidad geopolítica de los Països Catalans) en son una clara muestra. La deliberada búsqueda de nuestra destrucción como nación y como economía es impulsada desde las élites hispánicas, y es compartida públicamente por una parte sustancial de la población civil, que como el franquismo sociológico, plantea una catalanofobia popular, como se contempla en varios episodios cotidianos, y que tiene en la persecución pública de la lengua, una fórmula recurrente.
En el Principado, la niebla es mucho más intensa y extensa. Cuesta asumir que un país en el que habíamos convivido cómodamente en la inopia del pujolismo, esté en disposición de aceptar la triste hostilidad que la historia nos revela. Una historia repleta de odio, de bombardeos cada una o dos generaciones, de desprecio, de sabotaje, de ocupación y colonialismo que puede ofrecer la vertiente más ‘gore’ (el franquismo, Felipe V, Espartero, Primo de Rivera o Aznar), o otra más ‘light’, con propuestas de concordia, buen rollo o diálogo (como la República, Zapatero, o actualmente, un Sánchez superviviente merced a sus habilidades camaleónicas). En cualquier caso, los objetivos son los mismos: la destrucción de Cataluña como nación. La conversión de Cataluña en una sociedad mediocre, sin imaginación ni identidad, fundamentada en el autoodio o en el odio contra el más débil, como ha demostrado una sociedad aragonesa que ha renunciado a su identidad y sublima su resentimiento y vacío existencial contra sus vecinos y antiguos conciudadanos, en vez de rebelarse contra ese centro político, ese agujero negro madrileño que le ha vaciado.
En este sentido, el independentismo es la respuesta lógica, razonable e inteligente ante el conflicto y el necesario instinto de supervivencia. No fue ningún error, como pretenden hacer creer, al contrario. Su eclosión de las últimas décadas constituyó un proceso de toma de conciencia política absolutamente necesaria, aunque genere conflicto y pueda ser doloroso. Para enfrentarse a los monstruos que dicen que existen mar adentro, es necesario poner la proa a lo desconocido. No es ninguna vía muerta, sino la única alternativa posible. Y contra lo que tratan de hacer creer, ha modificado la mentalidad colectiva en la buena dirección.
Desde el fracasado intento de 2017, es obvio que muchas cosas han cambiado. España se ha quitado la careta y ha actuado como el antiguo imperio decadente, dispuesta a cualquier cosa por mantener los restos del naufragio. Y esto incluye buena parte del repertorio de lo que hemos sido testigos: la destrucción de su democracia, el uso y abuso del aparato del Estado para convertirlo en un arma de prevaricación masiva; el uso y abuso del aparato propagandístico para demonizar y deshumanizar públicamente la imagen de los independentistas (es decir, de los catalanes no resignados), y para desmoralizar la sociedad civil; el uso y abuso del aparato empresarial para sembrar el miedo a las represalias por parte de un empresariado, que en su mayoría, no ha destacado especialmente por su patriotismo; el uso y abuso de su aparato político para generar dudas entre la ciudadanía sobre si habíamos emprendido el camino correcto.
De hecho, una de sus obsesiones consiste en hacer creer a la gente que el independentismo ha debilitado al país, ha hecho retroceder la lengua y ha dividido la comunidad. Sobre esta última cuestión, un proyecto bien delimitado que ha implicado ingentes recursos, y que forma parte de una estrategia deliberada, no deberíamos ponernos nerviosos: la situación de la lengua ya era crítica hacía algunas décadas, simplemente ahora ha pinchado la burbuja; las migraciones masivas, fenómeno global y europeo, desestabilizan lingüísticamente a países que hace siglos son independientes, y todas las sociedades occidentales están divididas por cualquier cosa. No ha debilitado al país, sino que lo ha presentado ante el espejo de una democracia ‘fake’, de un aparato jurídico-administrativo completamente carcomido, de una cultura política de vocación feudal y totalitaria, y de una clase política de un cinismo abrumador.
Sí que se ha producido un fenómeno preocupante, y sobre el que tenemos bastante responsabilidad. La preocupación por mantener las instituciones autonómicas ha implicado una sumisión política y administrativa, por parte de unas oligarquías colaboracionistas que ha tenido importantes efectos en la moral colectiva. Nada que no haya ocurrido en cualquier proceso de emancipación nacional. Esto es lo que ha pasado desde la aplicación del 155. De lo que aparece en el BOE, y de lo que queda tatuado en el inconsciente del funcionario más ínfimo de cualquier consejeria. Esto es evidente que ha generado cierta desmoralización, traducida en discusiones bizantinas, desconfianza (justificada) en los liderazgos, y una atomización partidista que hace proliferar las candidaturas, escisiones internas y cierto abuso de la gestualidad y el periodismo declarativo. O, como hace periódicamente el presidente Aragonés, tratar de resucitar algunas vías muertas del estilo “Ley de Claridad”, “Financiación singular” o “referéndum acordado”, con intención de espesar esta niebla de guerra y tratar de evitar cualquiera movilización social o el crecimiento de las alternativas electorales. Porque es evidente que al autonomismo le da más miedo la calle que Madrid. Entre otras cosas, porque resulta muy consciente de que la calle puede desbordarlo y obligarle a hacer cosas, que en realidad no quería hacer, como el 1 de Octubre. A pesar de que, todo ello, se convierta en ruido estéril, evidentemente, esto tiene repercusión negativa en la moral de combate de la gente y estrategias como estas tratan de neutralizar la articulación y toma de posesión de la calle, que al fin y al cabo, es lo que funciona en los grandes procesos históricos.
Ni Cataluña ni España son naciones excepcionales que actúan al margen de la lógica política. De hecho, España y Cataluña protagonizan la tipología de conflicto internacional más frecuente en el campo de las relaciones internacionales: la voluntad de independencia de un colectivo nacional respecto a un Estado opresor, atrapado por su propia lógica nacionalmente totalitaria y sin capacidad de administrar correctamente su diversidad nacional. La cuestión catalana podría parecer una cuestión compleja, sin embargo resulta muy simple: la lucha de una nación oprimida frente a un Estado opresor. Un tipo de conflicto ético muy claro, como puede resultar la lucha de las mujeres por emanciparse del patriarcado, la lucha de un colectivo discriminado por acabar con la discriminación, la lucha de un grupo social explotado en contra de la lógica de un orden social fundamentado en la explotación. En cualquier caso, sí vemos una alianza de todo el Estado para tratar de desautorizar y desactivar esta lógica, a izquierda y derecha, desde las oligarquías dominantes a los proletarios más explotados, a concentrar, con un punto de racismo, su odio y desprecio contra una nación que busca su propio camino. La independencia catalana, por supuesto, podría tener efectos disolventes en un Estado, España, históricamente fracasado, económicamente débil, políticamente dividido, socialmente desestructurado. Y que sólo el odio a las naciones no castellanas parece mantener unido.
¿Qué hacer? Esa pregunta leninista es a la vez difícil y fácil. Lo primero es que, contrariamente a lo que quisiéramos hacer creer, entre errores y aciertos, el balance es positivo. Haber salido del armario independentista (y no tener intención de volver, aunque algunos lo hayan hecho a cambio de la capacidad de comprar voluntades a cambio de favores estatales o económicos), ha sido un paso, quizás doloroso, aunque imprescindible. El segundo, no dejarse impresionar por las amenazas, la represión, el miedo, o la desesperanza por la impotencia y la defección de los líderes que han fracasado (y que algunos todavía no son conscientes de ello o tratan de disimularlo). Sin embargo, la situación es infinitamente menos mala que hace algunas décadas, y la capacidad de dañar desde Madrid, como ha mostrado el exilio, es más limitada. El tercero, mantener la calma y no dejarse arrastrar por las emociones. Mantener cierta frialdad, porque hay algo que les desespera: que a pesar de todo lo que ha pasado, esencialmente, la gente se mantiene tan independentista como antes (en este sentido es importante apoyar electoralmente a las fuerzas independentistas, a pesar de sus limitaciones políticas y con el entendimiento de que desde las instituciones no se hará mucho más que hacer cabrear al Estado profundo y enfurecer a la prensa madrileña).
Paralelamente, es importante mantener la tensión en la calle; tratar de hacer nuevos inventos, tal vez aún por determinar. La ILP de proclamación de independencia, seguro puede tener una limitada eficacia desde un punto de vista jurídico o institucional; sin embargo, puede convertirse en una importante herramienta de movilización y participación popular, de catalizar las ganas de alterar este ‘impasse’ paralizante, de generar presión psicológica en contra de nuestros adversarios. No debemos menospreciar tampoco las acciones discretas, aquellas que tienen el frente exterior como principal escenario. Las victorias jurídicas en Europa han tenido un papel esencial, sin embargo, la gran cantidad de artículos de prensa, aportaciones académicas, la acción de la diáspora profesional catalana en el máximo de entornos, erosiona la capacidad de actuación de una España con una reputación dañada, pese a que ellos ponen dinero a espuertas para contrarrestar estas actuaciones. Que lleven a gente de las embajadas a las conferencias de alguien como un servidor (con una notable falta de influencia internacional) a vigilarnos o replicarnos resulta lo bastante elocuente de la magnitud de su tragedia. La calle debe ser reactivada. Y esto no quiere decir necesariamente recurrir al formato de las grandes movilizaciones, sino replicar ciertas políticas más agresivas en defensa de la lengua o en la presencialidad de símbolos catalanes. Parafraseando a Pere Quart, debemos ser menos “la vache qui rit” y actuar más como la vaca de la mala leche. No es necesaria la unidad. Ningún movimiento de independencia se ha caracterizado por una «unión milagrosa», porque la sociedad catalana, como todas, está dividida desde una perspectiva política, social o cultural. Más vale la decisión y el coraje que la retórica florida e idealista. Lo importante es mantener la formación y seguir realizando acciones, más útiles o inútiles, más espectaculares o modestas.
No hay soluciones milagrosas. No hay atajos. Hay trabajo cotidiano, resistencia, persistencia, conciencia y mentalidad táctica. Habría que evitar las críticas al resto de independentistas, ni perder el tiempo en trifulcas de twitter. Es necesario, a diferencia de los debates algo ingenuos, sobre cómo debería ser la República antes de 2017, construir verdaderas estructuras alternativas de Estado. Esto significa desarrollar entramados políticos, administrativos, jurídicos y de defensa e información alternativos. Esto significa que hay que empezar a dejar de imaginar la nación y pensar como un Estado.
EL MÓN