Pasados pocos días de este 9 de Octubre de 2015 (un poquito, al menos, diferente al de los años anteriores), tal vez todavía es buen momento para pensar en la historia. Y recordar que en España, en la perspectiva habitual, desde el parvulario a la Universidad, desde la prensa hasta los partidos políticos, uno mira la historia como si la unidad, la formación y cohesión de un solo espacio nacional en la antigua Hispania (¡lástima que, por culpa de la «decadencia» del siglo XVII, Portugal se separara del «destino común»!, etc.), sería un objetivo natural de la evolución de los pueblos de esta península, un objetivo pre-establecido por algún destino superior, valioso por sí mismo, y en función del cual se debe evaluar e interpretar la historia misma y el presente: un destino metafísico. España «estaba en la mente de Dios desde toda la eternidad», afirmó José Antonio Primo de Rivera, según me enseñaban al bachillerato (y forma parte de la fe del cardenal Cañizares). Entonces todo lo que vaya a favor de este destino es positivo, y todo lo que vaya en contra es negativo: la «unidad» («la unidad de los hombres y las tierras de España», antes y después de la retórica franquista) siempre será buena y progresiva, el «particularismo» siempre ha sido y será algo malo y regresivo, además de ser un pecado imperdonable. Pero la perspectiva española no es necesariamente la perspectiva valenciana… ni la catalana tampoco, ni la portuguesa: es obvio que los portugueses no «valoran» su historia como una parte de la historia nacional de España, sino como historia de Portugal (y no es obvio que, por formación y por origen, nuestro «destino» fuera más español que el de los portugueses; más bien al contrario: Portugal se formó dentro del espacio político castellano-leonés, y el País Valenciano se formó fuera de este espacio). Quizás nuestra perspectiva, no la de otros, nos llevaría a constatar que cuanto más fuerza ha tenido el proyecto castellano de «unidad española», más débil ha sido la «unidad valenciana»: cuanto más avanzan y «nos» integran ellos nacionalmente, más retrocedemos y nos desintegramos nosotros. Para comprender, pues, la historia de los últimos tres siglos, hay que recordar que, para nosotros la «unidad española», la «unidad nacional», a partir del 1707, llegó por el simple procedimiento de la aniquilación institucional: por la destrucción radical del Estado valenciano (no nos dejaron ni Generalitat ni cortes, ni derecho público ni derecho privado, ni hacienda ni moneda ni fronteras, ni administración, ni gobierno municipal, ni justicia, ni lengua ni nada: una perfecta «limpieza etnopolítica»). La «unidad» consistió puramente en la absorción en el Estado español. Por fin Castilla será España, y no por unión «natural» y confluencia de regiones o de reinos, sino por ocupación y por expansión. Y para el Reino de Valencia, fue un sistema de base militar, burocrático y regresivo, dirigido metódicamente el control y sujeción de toda una sociedad.
Visto con perspectiva no española sino propia, y visto el resultado a corto y a largo plazo de la «unión», no deja de ser razonable concluir que la no integración en un Reino de Castilla expandido con el nombre de España habría hecho posible la continuidad de un Estado propio de los valencianos, y habría permitido tal vez (sólo «quizás»: la visión retrospectiva siempre es arriesgada…) su renovación y modernización en términos propios. Por ejemplo, adaptando a los nuevos tiempos las instituciones históricas del país, a la manera holandesa o inglesa: control pactado sobre el poder real, parlamentarismo efectivo, peso político creciente de los sectores más dinámicos de la sociedad, autonomía de un fuerte poder municipal, inexistencia de un «poder militar» en la administración, etc. Probablemente esta imagen de una alternativa posible no pasa de ser eso, una imagen, pero es útil contemplarla: es una manera de liberarse de una cierta dependencia mental que convierte la perspectiva española, que es ciertamente la impuesta por los hechos, en la única perspectiva imaginable y «natural». Contemplar alternativas posibles para el pasado es también liberar la mente para imaginar alternativas en el presente y para el futuro. No hay duda de que, en el siglo XVII o XVIII, la unidad, la concentración de poder, y el control absoluto de los territorios «periféricos», era lo que le convenía a la monarquía española, es decir, al Estado español: ¿pero era también eso lo que nos convenía a los valencianos? ¿Y es esto lo que nos conviene en el momento actual y de cara a un futuro que no sea la disolución final como país, el final de una trayectoria histórica propia? Porque mientras se mantenga la dependencia mental, -es decir, la perspectiva española- en la visión de la historia y en la ideología nacional, todas las demás dependencias se mantendrán intactas: la económica, la cultural y la política. Hace tres siglos, y ahora.
EL TEMPS