Una crónica profética de una década perdida

Para exorcizar mis peores temores sobre la próxima década, elegí escribir una sombría crónica profética sobre lo que pudiese pasar durante su transcurso. Si llegado el mes de diciembre del año 2030, los acontecimientos la invalidan, espero que los lúgubres pronósticos que incluyo en la misma hayan desempeñado un papel al estimularnos a tomar medidas apropiadas.

Antes de nuestros confinamientos inducidos por la pandemia, la política parecía ser un juego. Los partidos políticos se comportaban como equipos deportivos que tienen días buenos o malos, y anotaban puntos que los impulsaban hacia arriba en una tabla de liga que, al final de la temporada, determinaba quiénes iban a formar un gobierno y tras aquello, dichos partidos no hacían casi nada.

Subsiguientemente, la pandemia COVID-19 despegó la capa de barniz de indiferencia para dejar ver la realidad política: algunas personas realmente tienen el poder de decirnos al resto lo que tenemos que hacer. La descripción de Lenin de la política como “quién hace qué a quién” parecía estar más acertada que nunca.

Hasta junio de 2020, cuando los confinamientos comenzaron a relajarse, el optimismo de la izquierda sobre que la pandemia reviviría el poder del Estado en nombre de los desvalidos se mantuvo, llevando a los amigos a fantasear con un renacimiento de los comunes y una definición más amplia de los bienes públicos. Debo recordarles que Margaret Thatcher dejó al Estado británico más grande, más poderoso y más concentrado de lo que lo había encontrado. Se necesitaba de un Estado autoritario para apoyar a los mercados controlados por las corporaciones y los bancos. Aquellos que tienen la autoridad nunca han dudado en aprovechar la intervención masiva del gobierno para preservar el poder oligárquico. ¿Por qué debería una pandemia cambiar eso?

Como resultado de COVID-19, la parca casi se llevó tanto al primer ministro británico como al Príncipe de Gales, e incluso al actor-estrella más amable de Hollywood. Sin embargo, a quienes la parca realmente sí se llevó fueron los más pobres y aquellos con pieles más oscuras. Ellos fueron presas más fáciles de recoger.

No es difícil entender por qué. El desempoderamiento engendra pobreza, lo que envejece a las personas más rápido y, en última instancia, las prepara para ser sacrificadas como productos de desecho. A la sombra de la caída de los precios, salarios y tasas de interés, nunca fue probable que el espíritu de solidaridad, que alivió nuestras almas durante los confinamientos, se tradujera en el uso del poder del Estado para fortalecer a los débiles y vulnerables.

Por el contrario, fueron las megaempresas y los ultra ricos los que agradecieron que el socialismo estuviera vivo y coleando. Temiendo que las masas, condenadas al anfiteatro salvaje de los mercados sin restricciones en medio de un desastre de salud pública, ya no pudieran permitirse el lujo de comprar los productos que los ricos les ofrecían, reasignaron sus gastos y compraron acciones, yates y mansiones. Gracias al dinero recién impreso que los bancos centrales les inyectaron a través de los financiadores habituales, los mercados de valores florecieron a la par de que las economías colapsaban. Los banqueros de Wall Street apaciguaron sus sentimientos de culpabilidad, que persistían desde el año 2008, al permitir que los clientes de clase media se pelearan por las sobras.

Los planes para la transición verde, que los jóvenes activistas del clima habían puesto en la agenda antes del año 2020, sólo fueron tema de charla intrascendental a medida que los gobiernos claudicaban aplastados por montañas de deuda cada vez más altas. El ahorro preventivo por parte de muchos reforzó la depresión económica, produciendo un descontento a escala industrial en un planeta cada vez más marrón.

La desconexión entre el mundo financiero y el mundo real, en el que miles de millones de personas luchaban, inevitablemente se amplió. Y, con ello creció el descontento que dio lugar a que surjan monstruos políticos, como aquellos sobre los cuales yo había venido advirtiendo a mis amigos con tendencias izquierdistas.

Tal como ocurrió en los años 1930, en el alma de muchos, las semillas de la ira crecían haciéndose cada vez más pesadas y conducían hacía una nueva y amarga cosecha. En lugar de las cajas de jabón desde encima de las cuales en la década de 1930 los demagogos prometían restaurar su dignidad a las masas descontentas, las empresas Big Tech proporcionaban aplicaciones y redes sociales perfectamente adecuadas para llevar a cabo dicha tarea.

Una vez que las comunidades se rindieron ante el miedo a la infección, los derechos humanos parecían ser un lujo inasequible. Las empresas Big Tech desarrollaron brazaletes biométricos para monitorizar nuestros datos vitales las 24 horas del día. En colaboración con los gobiernos, combinaron los resultados con datos de geolocalización, los introdujeron en algoritmos y se cercioraron de que la población recibiera mensajes de texto útiles que les informaran sobre qué hacer o a dónde ir para detener de un solo golpe nuevos brotes del virus.

Sin embargo, un sistema que monitoriza nuestra tos también podría utilizarse para monitorizar nuestras risas. Podría saber cómo responde nuestra presión sanguínea al discurso del líder, a la charla motivacional de nuestro jefe, al anuncio de la policía respecto a prohibir una manifestación. Repentinamente la KGB y Cambridge Analytica parecían ser empresas salidas de la Edad de la Piedra.

Ya que el poder estatal se había relegitimado debido a la pandemia, los agitadores cínicos se aprovecharon de esto. En lugar de fortalecer las voces que pedían que hubiera cooperación internacional, China y Estados Unidos robustecieron el nacionalismo. También en otros lugares, los líderes nacionalistas avivaron la xenofobia y ofrecieron a los ciudadanos desmoralizados un simple intercambio: conservar su orgullo personal y su grandeza nacional a cambio de otorgar poderes autoritarios a quienes les darían protección ante virus letales, extranjeros ladinos y disidentes confabuladores.

Al igual que las catedrales se constituyeron en el legado arquitectónico de la Edad Media, la década de 2020 nos dejó muros altos, vallas electrificadas y bandadas de drones de vigilancia. La resurrección del Estado-nación hizo que el mundo fuera menos abierto, menos próspero y menos libre precisamente para aquellos a quienes siempre les había resultado difícil viajar, ganarse la vida y decir lo que pensaban. Para los oligarcas y funcionarios de las empresas Big Tech, Big Pharma y otras megas firmas, que se llevaban bien con los hombres fuertes que tenían en sus manos la autoridad, la globalización siguió adelante a paso acelerado.

El mito de la aldea global cedió el paso a un equilibrio entre bloques de grandes potencias, cada uno de los cuales presumía a sus fuerzas armadas florecientes, cadenas de suministro separadas, autocracias idiosincráticas y divisiones de clase reforzadas por nuevas formas de nativismo. Las nuevas divisiones socioeconómicas pusieron de relieve las características predominantes de la política de cada país. Al igual que las personas que se convierten en caricaturas de sí mismas durante una crisis, países enteros se centraron en sus ilusiones colectivas, exagerando y cimentando prejuicios preexistentes.

La gran fortaleza de los nuevos fascistas durante la década de los años veinte se constituyó en que, a diferencia de sus antepasados políticos, ellos ni siquiera tuvieron que ingresar al gobierno para hacerse del poder. Los partidos liberales y socialdemócratas comenzaron a pelearse y tropezarse entre sí, cayéndose uno sobre el otro durante sus esfuerzos por acoger para sí una xenofobia de estilo liviano, después un autoritarismo de estilo liviano, y posteriormente un totalitarismo de estilo liviano.

Entonces, aquí estamos, al final de la década. ¿Dónde cree usted que hemos llegamos?

Traducción del inglés: Rocío L. Barrientos

Yanis Varoufakis, a former finance minister of Greece, is leader of the MeRA25 party and Professor of Economics at the University of Athens.

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